27
Las olas son muy pequeñas y apenas resuenan en la orilla. La luna ha subido diez o quince cuerpos, pero aún mantiene una leve pátina naranja en su superficie. Deben de quedar más de dos días para que se llene. Empiezo a dudar de que María vaya a venir, pero cuando miro el reloj y me convenzo de lo tarde que es y lo fuera de lugar que ha estado mi invitación, aparece caminando por la playa. Se ha puesto un vestido corto, y aunque solo veo su contorno, parece que es de una pieza. Lleva el pelo suelto.
–Hola –dice mientras se sienta.
–Hola.
–No está llena.
–No he dicho que estuviera llena. He dicho que estaba enorme.
–Enorme es algo exagerado.
–Siempre está más grande cuando sale.
–No, está igual –dice–. Cuando sale da la impresión de que es más grande porque la comparas con lo que hay alrededor. Una montaña, un pueblo. Pero está igual que cuando la ves en el centro del cielo. Siempre está igual.
–No lo creo.
–Está comprobado científicamente –dice–. Es un efecto óptico.
–Los efectos ópticos son parte de la realidad y las comprobaciones científicas son un artificio.
La luna no está llena, pero tiene suficiente luz para permitirme ver cómo sonríe.
–Has estado en Granada, ¿no?
–Sí. He ido a que me miren la herida. Una revisión.
–¿Tan pronto?
–Sí.
–No me lo habías dicho.
–Estaba en el papel que me dieron, pero no lo leí hasta hace unos días.
–Entonces hoy te la has desinfectado.
–Claro.
–¿Y ayer?
–También –miento. Me emociona pensar que en su pequeño bolso ha guardado un poco de algodón para limpiarme la herida–. ¿Qué tal Aanisa?
–Muy bien –dice, y vuelve a sonreír–, esta mañana nos hemos bañado en el mar y hemos buscado piedras.
–Se ha portado bien, entonces –digo con un tono paternal que hasta a mí mismo me parece fuera de lugar. Pero no lo he impostado, me ha salido solo.
–Sí.
María parece que me va a pedir disculpas –otra vez– por habérsela llevado de mi casa, pero yo me adelanto.
–He visto a Sergio en el supermercado –digo, y saco las llaves–. Me he pasado un momento por recepción para ver a Roberto y me lo he encontrado cerrando el supermercado. Lo he llevado a casa, pero me he traído las llaves. Ten.
María coge el manojo y suspira.
–Está muy nervioso.
–¿Es normal que vaya solo por ahí?
–Hoy ha estado en el neurólogo con mi madre. Le ha dicho que puede que esté avanzando, pero que tenemos que dejarle más espacio. Que se tiene que soltar, a lo mejor así mejora más rápido. Parece que últimamente está más activo y esa puede ser una buena señal.
–¿Se sabe ya lo que tiene?
–No. Por cómo evoluciona, el neurólogo dice ahora que no parece una apoplejía. Que puede ser esclerosis, aunque a mí me parece muy raro porque la esclerosis es degenerativa y Sergio se puso así de un día para otro. Bueno, de un año para otro.
–En fin –digo, pero no sé qué decir–. Tenéis que tener paciencia.
–Es posible que esté un poco celoso de Aanisa. Hoy no ha parado.
–Si es un problema, la volvemos a llevar a mi casa –iba a añadir «y te puedes venir tú», pero no me he decidido.
–No, no es un problema. No te ofendas, pero el problema era que estuviera en tu casa, Jaime. Para cuidar a una niña tan pequeña se necesita más gente, es bastante difícil. Si yo estuviera sola tampoco podría. Pero en mi casa estoy yo y está mi madre. Y mi padre. Y Roberto. Y Luisa. Aanisa está siempre con alguien. Lo que más miedo me da de tu casa es que está al lado del agua.
Pienso en lo bien que suenan esas palabras comparadas con las de antes de ayer, cuando yo era un desastre y tenía la casa hecha una mierda, lo que es absolutamente verdad. Cada vez me alegro más de que Aanisa haya terminado en su casa. Si me paro a pensar en que María cree que el italiano no conoce a nadie más que a mí y que ha necesitado confiarme a su nieta en un arranque desesperado por ayudar a su hija a luchar con la muerte en Houston, veo muy valiente y acertada la determinación que ayer mostró y que entonces juzgué desmesurada e histérica. Puede que las perspectivas que ofrece la noche hayan cambiado mi manera de ver las cosas.
–Yo también puedo entrar en los turnos.
–Eso espero –dice.
María ha notado mi acercamiento y no ha hecho ningún amago de separarse. Hace un momento ha doblado las rodillas y las ha rodeado con sus brazos, sobre los que ha apoyado el mentón. No sé si es que no está acostumbrada a llevar falda, o que es tan poco refinada que no se da cuenta de lo que supone llevarla, pero desde donde estoy puedo ver sus bragas iluminadas por la luna. Son claras y parecen de algodón, otro ejemplo de su escasa sofisticación, que celebro. La postura de las piernas hace que su vagina se tense contra la pequeña prenda y estoy seguro de que si la luna estuviera completamente llena sería capaz de discernir la hendidura sobre la tela.
–¿Por qué esa fijación con la luna?
–No es fijación –dice–. Me gusta.
–¿No te gustan las estrellas?
–Sí, cuando hay muchas sí. En la sierra prefiero las estrellas, pero en la playa no.
–¿Eres cáncer? –digo a bocajarro.
–No. ¿Tú sí?
–No, pero había escuchado que a los cáncer les afectaba mucho –digo pensando en una exnovia de hace siglos.
–No soy ninguna licántropa ni nada de eso. Creo que la luna regula muchos ciclos y que dependemos de ella para muchas cosas. Tú pescas a veces, ¿no?
–Bueno, más bien veo pescar a otros.
–Pues los peces pican según dónde se encuentren la luna y el sol.
–No lo sabía.
–Hay estudios sobre eso. Tablas solunares se llaman.
–¿Y funcionan?
–Sí.
–¿Está comprobado científicamente?
–Está comprobado pescadoramente –María me lanza una rápida sonrisa mientras achina los ojos a modo de burla. Miro furtivamente su entrepierna, las bragas forman un delta que se estrecha a la altura del culo y desaparece tras las piedras. Me río con su respuesta, aunque solo para zarandear mi cuerpo y acercarlo con disimulo al suyo. Creo que se ha vuelto a notar bastante, lo que no tiene por qué ser un problema.
–Las estrellas están muy lejos y no vemos cómo se mueven –dice mirando el cielo–. Necesitaríamos grabar varias horas y proyectar el vídeo a cámara rápida para ver su movimiento. Pero con la luna no necesitas eso.
–¿Y para qué ibas a necesitar eso?
–Porque el movimiento de un cuerpo similar a nuestro planeta es la única pista que tenemos para saber cómo somos. Gracias a la luna podemos mirarnos desde fuera. Observar el movimiento del sol también serviría, pero el sol es una estrella y está demasiado cerca para poderla mirar, excepto cuando se pone. La luna sí, la luna se puede mirar mientras avanza y gracias a eso podemos entender dónde estamos y qué somos con respecto a lo demás. Otro cuerpo redondo, más grande, que va también a la deriva del cosmos. Es algo que vemos en los documentales, pero que olvidamos cuando vivimos. Pensamos que vivimos en una ciudad, o un pueblo, o en un país. O en un mundo plano que sale por la tele en fragmentos. La luna es interesante por una cuestión de perspectiva. Y cuando está llena es redonda y adquiere plenamente su forma real. Por eso me gusta llena, porque podemos vernos, identificarnos. Creo que me explico mal.
–Yo te he entendido –digo sonriendo–. Y no creo que sea una tontería. Es verdad lo que dices, aunque para mí no sea mucho. Quiero decir, es cierto que la luna es como un espejo, y eso sirve para recordarnos esa dimensión más amplia en la que también habitamos, y para quitarle importancia a las tonterías cotidianas en las que solemos fijarnos más de lo debido –¿es esto lo que debería estar diciendo ahora?–. Nos ayuda a poner los ojos un poco más allá. Y nos hace darnos cuenta de lo poco que somos y del escaso tiempo de que disponemos. Pero los planetas y sus perfectos movimientos no describen el cosmos, como creía Newton. La tierra dando vueltas alrededor del sol y la luna dando vueltas alrededor de la tierra son sistemas en equilibrio y se ha demostrado, científicamente –aquí sonrío–, que son excepciones en el cosmos. Lo que abunda en el cosmos son los sistemas en desequilibrio, sistemas cuya vida depende de otros sistemas, donde hay entropía, azar, comunicación y muerte térmica. Por ejemplo, un ser vivo. Tú, por ejemplo. Eres mucho más interesante que la luna. Y describes mejor el universo.
Este momento podría ser perfecto para besarla, si no me sintiera un poco ridículo después del discurso que he soltado, que me ha parecido la típica apostilla de seducción autocomplaciente con la que un profesor mediocre cree embelesar a sus alumnas. Ni siquiera sé si lo que he dicho es exactamente como lo he dicho. Pero, con lo joven y guapa que es María, si no intento decir algo mínimamente interesante después de escucharla, ¿qué opciones me quedan? ¿Solo adorarla?
Por suerte es ella la que, tras sonreír, se acerca y me besa. No ha cambiado la postura de sus piernas, que se quedan en una posición perfecta para que yo pueda tocarlas con mi mano derecha sin hacer casi ningún esfuerzo. Mientras nos besamos, deslizo los dedos por sus muslos, que encuentro tersos y sin vello, y un poco más llenos de lo que recordaba, lo que me termina de convencer de que me encuentro en un momento importante de mi vida. Paso las yemas y también el dorso de las falanges por su piel. Cuando llego al abductor ella se tensa y comienza a mordisquearme los labios y a soltar leves gemidos, lo que me hace retroceder. Me limito a pellizcar la cara interior de los muslos un poco más fuerte de lo que cabría incluir en un espectro estándar de caricias, y a merodear en torno al calor que desprende su sexo, cuidándome de no rozar sus bragas.
Sin duda ella esperaba que algo así ocurriera. Está recién duchada y depilada, estoy seguro de que me habría llamado esta misma noche, o mañana a lo sumo, para formalizar una cita como esta que he urdido yo a salto de mata. Dejamos de besarnos con la boca abierta para darnos unos inocentes besos con los labios cerrados y mirarnos a la cara, pero en seguida la vuelvo a atraer hacia mí. Huele muy bien, lo que me hace preguntarme cómo oleré yo. No me he duchado desde hace treinta horas. El día ha sido largo y he bebido alcohol y he sudado. Quizá eso, a fin de cuentas, no esté tan mal.
Tras unos minutos en que mi mano seduce a su entrepierna con la idea de tocarla –y que la desespera–, ahora sí rozo su ropa interior. Pero no el centro. Introduzco el pulgar en la pernera derecha y el índice en la izquierda, y una vez que tengo la entrepierna de las bragas entre mis dedos, tiro de ella para introducir mi mano dentro, con cuidado de no rozar ni un centímetro de su piel. María se deja hacer, mantiene el cuerpo inmóvil y la boca ligeramente abierta. El algodón está empapado (noto la enfriada humedad depositada) y estrujo la prenda en mi palma antes de volver a dar unos tirones, ahora más enérgicos, con los que el cuerpo de María se mueve ligeramente hacia delante. Tiene los ojos semicerrados y ha puesto sus manos en mis manos, como si así se defendiera de lo imprevisible. Pero lo imprevisible, hasta cierto punto al menos, es lo que está esperando (y ante lo que se está rindiendo con toda su voluntad). Mis nudillos están a escasos centímetros de su vulva, que ahora noto mucho más caliente que antes, rezumando un olor dulzón. Vuelvo a besarla y en ese acercamiento deslizo el dorso de dos dedos sobre el centro, pero los retiro rápido cuando ella tensa el cuello.
María respira por la nariz con mucha fuerza y hace gestos con las cejas, que mueve sin cesar, conformando gestos contradictorios que fluctúan entre la pena y el enfado. La veo tragar saliva y aire tras despegarse de mi boca y soltar un gemido agudo. Estoy cogiendo las bragas igual que cogía la camisa de mi enemigo cuando me peleaba de pequeño: haciendo un gurruño y tirando de la tela hacia mí. Por un instante rozo el dorso contra sus labios, pero retiro la mano y vuelvo a jalar la prenda. Cuando en uno de esos tirones ella escucha las costuras crujir y separarse, me dice que se las rompa, pero no le hago caso y vuelvo a quedarme quieto para observar maravillado su cara y paladear la humedad de su sexo besándome la mano. Entonces María toma la iniciativa y apoya las manos en los chinos para moverse hacia delante, esperando ser ella quien rompa la espera y precipitar el encuentro definitivo con mi mano. No es un gesto elegante, pero a estas alturas eso es precisamente lo que el deseo más celebra, el asomo de animalidad contenida que no teme verse desde fuera, que no teme a la ridiculez, la pose, lo grotesco. La excitación manda los prejuicios bien lejos, y lo que en una situación normal parecería fuera de lugar, se torna ahora audaz y necesario. Es una prueba de nuestro desbordamiento. Dejo la mano anclada en los chinos para que ella restriegue su coño sobre mi muñeca y para que yo pueda ver cómo sonríe, lloriquea y gesticula mientras araña bocanadas de placer con la boca y esculpe los gemidos desde la garganta, que son como fragmentos que ella lee desde mis ojos mientras se abandona y se corre.
Después hacemos el amor y nos quedamos mirando el recorrido de la luna hasta que desaparece detrás del cabo Sacratif, un poco antes del amanecer. No volvemos a hacerlo porque ella no quiere. Parece considerar la repetición una vulgaridad, el error que convertiría la noche de amor en la noche del deporte. Una vez cada vez es perfecto, dice. Yo no estoy de acuerdo, pero no insisto, aunque vuelvo a notar una erección, que se agosta a intervalos. Tengo la impresión de que ha tenido veinte orgasmos durante los diez minutos que ha durado el encuentro, lo que ha podido deberse a la luna, a la continuada abstinencia, o a los preliminares (mi yo más inseguro no descarta mi pericia). Puede que eso impida que volvamos a acostarnos en un tiempo. La vez anterior, que fue la primera, tuve una impresión parecida. Quizá para ella sea algo tan intenso que deje su libido dormida para varias semanas. O puede que sea una cuestión de madurez. Puede ser que ella, con sus tiernos veinticinco, haya dejado atrás la vida y lleve un tiempo embarcada en la existencia. Al fin y al cabo, las mujeres maduran siempre antes, o eso dicen. O quizá sea una venganza por recrearme con sus bragas tanto tiempo. Negarse a repetir puede parecer el mismo juego al que yo la he sometido, pero con otra perspectiva que por supuesto a mí me gusta menos porque impone demasiado tiempo de espera (yo la he mortificado unos minutos y ella quizá lo haga unos días, espero que no semanas). De pronto María ha recuperado el halo que le vi las primeras veces, cuando pensaba que disponía de la luz a su antojo, como si esta fuera un maquillaje que ella podía aplicar a su gusto cada vez. De nuevo, pienso, maneja la situación. Y le sienta de maravilla. Aunque a mí me sentaría de maravilla volver a empezar.
Cuando llego a casa de Lorente la luz del día ha empezado a destacar los perfiles de los objetos. A esta hora el mundo se asemeja a un dibujo trazado con inseguridad por un niño y es con diferencia mucho mejor que de costumbre. Enfatiza unas posibilidades que el día se encargará de mostrar inverosímiles, pero ahora el sol está en duermevela, y tanto su tenue luz como mis somnolientos ojos vivirán a tientas durante un rato, intuyéndose, reconociéndose a medias, inventándose. Quizá también el sol tenga la esperanza de iluminar algo distinto.
No tengo sueño. Cojo los cascos inalámbricos, abro la carpeta de Inception del portátil y pongo la última canción, Time, en un bucle. Es lo único que salvo de la película después de verla dos veces. Christopher Nolan debería haberse limitado a hacer un vídeoclip del tema de Hans Zimmer, haberse olvidado de los sueños y haber filmado a un hombre comiéndose un tomate a bocados, mirando el mar y pensando en su futuro. Algo que, en realidad, nadie ha conseguido hacer jamás.
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