26
Bajo la cuesta del campus –ya es de noche– y camino por la ciudad sin un rumbo concreto. Me tomo siete cervezas y siete tapas en un bar del centro atestado de universitarios. Es más fácil verlos por aquí que en las facultades, en eso no han cambiado mucho las cosas.
A las diez y media salgo del bar y decido ir al Zaidín para coger mi coche y volver a Calahonda. Al pasar por la plaza del Carmen, junto al Ayuntamiento, veo que hay una asamblea y me detengo a observar el espectáculo, convencido, además, de que estoy demasiado borracho para conducir. La reunión está organizada por un grupo independiente de vecinos que se hacen llamar 15-M-Albaycín. La plaza está atestada de gente. Casi todo el mundo se ha sentado en el suelo, en torno a un pequeño atril erguido sobre un peldaño donde se suben los que quieren hablar. Hay algunos jipis (no veo a Juanpi) repartidos por allí, cuya labor es la de acercar los micrófonos a quienes quieren dar réplicas rápidas a las intervenciones. Me hago un hueco entre la gente y me lío otro porro con toda la discreción que puedo mientras escucho a un cuarentón adolescente rapear ante el micrófono sus soflamas (ensayadas una y otra vez ante el espejo del cuarto de baño, estoy seguro), al que sigue una joven jipi que acaba su exaltada arenga gritando: «¡Hay niños que mueren de hambre en pleno siglo XXI! ¿Pero es que nadie va a pensar en los niños?».
Después, un hombre de mediana edad sube al pequeño púlpito y mejora un poco las cosas defendiendo la necesidad de proteger la Universidad de futuras remodelaciones. Teme que hagan peligrar las carreras que no tienen un desarrollo práctico y directo en una sociedad que rechaza la cultura para centrarse en un progreso mal entendido, sin cultura humanística, esto es, sin conciencia de pasado. Me parece un discurso sensato, y a pesar de que mi idea de las humanidades debe de ser bastante diferente a la suya, comparten lo esencial. Aunque para mí las humanidades no sean más que literatura, esa literatura no deja de ser un modo de conciencia. Pensar en una idea de pasado, se asuma o no su evidente carácter ficcional, es la única construcción moral que tiene el hombre, y es gracias a ella por lo que se ha reunido aquí tanta gente (exceptuando a quienes han venido por casualidad, como yo). El hombre se atranca y se repite ligeramente, así es que la mayoría de las personas que escuchan le hacen el gesto que indica que se está enrollando. Además, lo que dice no tiene mucha relación con la asamblea, aunque eso a mí me gusta. Sin embargo, no me gusta tanto como para seguir escuchando. En realidad estoy harto de todo, de Granada, de los políticos callejeros. Me levanto y salgo de la reunión.
Por el camino imagino lo que pensaría Denis Diderot de este mundo si de repente pudiera resucitar. El ilustrado gabacho combatía a la Iglesia, pues pensaba que la moral no podía basarse en el miedo, sino en el placer. Estaba convencido de que todos los problemas sociales que podían derivar de una hipotética sociedad concupiscente se atemperarían sustancialmente gracias a la empatía, y que esta haría de freno natural para que los ciudadanos hedonistas vieran en el sufrimiento de sus congéneres el límite de su propio placer. Claro que él aún no estaba advertido de lo que haría con el deseo el capitalismo. Ahora el placer, auspiciado por la tecnología, se ha erigido en centro, pero de empatía no sabemos nada. De hecho, el placer, convertido en mercancía, ha acabado utilizándose como herramienta para el sometimiento, de modo que no me parece muy descabellado imaginar a Diderot volviéndose loco y suicidándose tras vivir unos meses en este siglo. Él, como la mayoría de ilustrados, creía demasiado en el hombre. Pero es por la dominación por lo que una literatura destinada a inventar un origen, la religión, se convirtió en literatura de terror. Y es también por la dominación por lo que unos pocos han visto en las propuestas éticas impulsadas por los ilustrados una nueva oportunidad para someter al resto. Es de suponer que así seguiremos hasta el fin de los tiempos, sea lo que sea que pongamos como referente moral en nuestro horizonte.
Al cabo de veinte minutos mi cabeza por fin se calma. Estoy sentado frente al volante del 406, dispuesto a volver a Calahonda.
Conduzco con bastante cautela por la autovía, a pesar de lo que he bebido y he fumado, o precisamente por eso. Voy a cien, con la ventana abierta y las manos convenientemente colocadas a las diez y diez, como un jubilado que no hubiera cruzado aún el agujero de gusano que le lleva de retorno a la despreocupación y la imprudencia de la edad adolescente. Es algo que he visto más de una vez (los abuelos de dos amigos de la facultad acabaron como vegetales después de un breve paso por el socarrón y desternillante mundo de la pubertad), pero que sospecho que no viviré: yo debo de haber cruzado una nebulosa existencial muy poco común que ha hecho que todos los estadios de mi vida se den de forma simultánea.
Las cervezas las he ingerido hace ya unas horas, pero me siento raro. Aún hay rescoldos sediciosos viajando por mi cuerpo que me sumen en un estado de contradicción bastante extraño. Sonrío y aprieto los dientes, pero al mismo tiempo noto algo parecido al miedo o al remordimiento bullir en mi cabeza.
No me gusta conducir de noche por la autovía porque soy bastante sensible a la luz y cuando mis ojos se habitúan a la oscuridad, el destello de los coches en sentido contrario me ciega, lo que impide que la conducción sea el relajado acto automatizado que es normalmente. Supongo que ahora, además, hay que añadir los residuos de alcohol y adrenalina que he ingerido y producido esta noche. Aunque creo que hay algo más. Ya no tengo veinte años, es verdad, pero la pulsión hormonal añade una nueva cara al poliédrico dado de frustraciones: necesito follar. La verdad es que me cuesta enunciar esto de un modo que me guste, o lo que es lo mismo, de un modo que sea veraz. «Necesito sexo» me parece una traducción demasiado directa del inglés, y en inglés tampoco me gusta. «Necesito un revolcón» puede valer, aunque hasta hace muy poco yo era alguien a quien le habría parecido algo susceptible de salir únicamente de los labios de una mujer entrada en años. Me habría gustado algo menos eufemístico, pero en cuestiones sexuales es peligroso abandonarse y verbalizar el sincero instinto porque se corre el peligro de enfatizar un presuntuoso matiz en el carácter antes que en el verdadero apremio de necesidad, como si uno no solo dijera que necesita follar, sino que es alguien que lo necesita más de la cuenta porque es fundamentalmente un amante voraz que no halla tregua con su desbocada libido. No es mi caso desde hace años. Pero si se trata de ser justos, la verdad es que necesito ver el precioso coño de María abierto de par en par, y sentir cómo rezuma y palpita a escasos centímetros de mi boca. Qué le vamos a hacer.
El sexo es algo que a esta edad puede dejarse al margen con más facilidad que antes, sosegando el ímpetu con las privadas artes onanistas, que ahora sí son una solución y no un puente a la repetición vacía. Eso, si no hay alguien pululando por tu vida que te guste. Si no hay alguien cercano con quien te hayas acostado y con quien estés deseando repetir (y ella lo sepa y juegue a manejar demasiado la situación). Entonces el sexo se convierte en otro problema.
De repente veo un destello salir desde detrás de una loma. Es la luna. Estoy pasando por una salida –creo que la de Padul–, y la tomo sin dudarlo para detener el coche y observarla aparecer. Estoy parado en el arcén de la carretera que corta la autovía por encima. A mi izquierda, abajo, el río de coches circula tranquilo. Ya ha salido un cuarto del satélite y se intuye que va a ser una luna importante, aunque quizá no esté llena. La expectación que me genera es mayor que la que he sentido últimamente con cualquier cosa. De lo que aparezca detrás de esta montaña dependerá que mi vida, o mi vida esta noche al menos, se enderece sustancialmente, o se tuerza un poco más. Es la misma sensación que la de estar en un casino, frente a la ruleta, mientras la bolita da vueltas y tú, que has apostado todo al rojo, miras con atención el movimiento (lo que por cierto no he hecho jamás, excepto quizá hace muchos años, con los Juegos Reunidos Geyper de mi hermano). Parece una estupidez, pero siento la emoción palpitando en mi cuerpo, aunque no descarto que los restos de alcohol y de hachís estén aportando algo artificial al espectáculo. La luna sale hasta la mitad. Muestra una ligera forma de melón tendido. No está llena, aunque es bastante redonda. Cuando sale del todo, pienso que es hermosa y que destila un enorme poder que no sé definir, pero que me hace coger el móvil y escribir: «Está saliendo la luna y es enorme y naranja. En media hora estaré en la playa, frente al camping, esperándote». Arranco tras enviar el mensaje a María y me incorporo de nuevo a la autopista, en dirección a Motril.
Al pasar por la fuente, compruebo que ya no hay ninguna autocaravana aparcada allí, excepto la de Mingorance. Cuando llego a La Orilla, me acerco a recepción para preguntar a Roberto por él. Pero la garita está vacía. Oigo un ruido a mi izquierda, en el pequeño supermercado que hay tras el puesto de alquiler de piraguas. Del local no sale ninguna luz y me imagino que Roberto ha estado ordenando lo que los reponedores han dejado en cualquier sitio, y que se dispone a salir. De la puerta de hierro sale ahora una figura que se encorva para atinar con la llave y yo me acerco para encender el mechero y ayudar. En cuanto me oye llegar, la figura se gira y veo que no es Roberto, sino Sergio, que acto seguido da un respingo y lanza un suspiro corto y seco hacia el interior de la garganta. Después se me queda mirando con los ojos muy abiertos. Está paralizado, pero a pesar del gesto histriónico que esgrime, por primera vez desde que lo conozco me parece alguien normal. Me agacho a coger las llaves y cierro la puerta.
–¿Qué haces tú aquí? –le digo, aunque sé que no me va a contestar. Se ha alejado un metro y desde ahí me observa probar varias llaves. Por fin doy con la buena–. Venga, vamos a casa.
Sergio no acepta que lo coja del hombro, en cuanto lo rozo, se aparta violentamente lanzando un gruñido.
Encontramos la puerta de la casa abierta, y él se cuela con rapidez dentro. Lo miro atravesar la entrada con su absurdo caminar hipercinético. Es como si llevara un balón de fútbol y lo impulsara a cada paso. Me guardo las llaves en el bolsillo y cierro la puerta. Si María no viene a la playa o no está ya allí, las dejaré en el buzón cuando vuelva.
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