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El día ha amanecido nublado y las montañas de la sierra del Conjuro, que abrazan la llanura de esta costa por el norte, adquieren un verde cuya intensidad tiene origen en la veladura de las nubes. En la cima de la montaña más alta hay una estación militar. Justo debajo acaban de instalar más de diez molinos de viento, y cuando sus aspas no se mueven, como es el caso, parecen enormes crucifijos que indicaran el lugar donde descansan enterrados los miembros de una familia de gigantes.
Bordeo los adosados de la Chucha y camino por la carretera hasta La Orilla. Hoy es sábado y me sorprende recorrer el escaso kilómetro que me separa del camping completamente solo, sin que un solo coche se cruce conmigo o me adelante. A medio camino, sobre la playa, hay seis o siete autocaravanas junto a una fuente de agua dulce que se nutre del mismo canal que abastece las duchas para bañistas. A veces veo sentados a algunos ocupantes de las autocaravanas. Una silla de plástico es lo único que se atreven a sacar del interior porque así, si llega la Guardia Civil, pueden explicar que no están acampados, sino solo parados, descansando como cualquier otro viajero. Normalmente son jóvenes los que dejan sus vehículos aquí, europeos del norte altos y desaliñados que sonríen en silencio mientras te observan pasar, como si no supieran cómo visten las fuerzas de orden público en España y tuvieran que fingir siempre una buena disposición ante la presencia de cualquiera. Yo les devuelvo la sonrisa y levanto mi mano, y ellos corresponden con entusiasmo moviendo la muñeca, lo que unas veces veo tocado de una ingenua cortesía, y otras, de una ironía fuera de lugar.
En la entrada del camping están el bar, el supermercado y la caseta de recepción, donde ahora encuentro a la madre de María, que me saluda con un leve movimiento de cabeza, el tic seco y conciso que reparte a quien ve deambular por allí sin perspectivas de ofrecerle ningún beneficio económico. A su lado está Sergio, que me mira atentamente con la boca abierta, donde ha introducido varios dedos y de donde cuelga un hilo espeso de saliva. En su muñeca lleva un aparatoso reloj digital de Bob Esponja. Miro el charco que ha formado sobre unos papeles que hay en la mesa, digo «hasta luego» y emboco la calle donde Mingorance tiene su autocaravana varada en una de las parcelas más pequeñas que ofrecen las instalaciones.
Conozco este lugar desde hace más de veinte años, y al margen de la piscina, que es nueva, y de que los árboles ahora sí son árboles –y no arbustos–, todo está igual. No han cambiado ni el tamaño de las parcelas, ni el escaso césped que las acolcha, ni el aspecto de los inquilinos –casi todos alemanes y viejos, pero con un aspecto ligeramente sano e inflado–. Los baños comunes y las pilas para fregar quizá hayan sido restaurados porque las recuerdo tal y como están. La razón de que conozca este sitio desde hace tanto es la misma que explica mi relación con Lorente, y por tanto, mi regreso. Desde 1985 he veraneado aquí. Los primeros años en este camping y después, hasta 1993 o 1994, en un apartamento de la urbanización Daraxa, en la misma Calahonda.
De pronto me doy cuenta de que me he perdido. Precisamente ahora que el sol se ha impuesto con rotundidad en el cielo y ha mandado las nubes a las costas escocesas. He pasado los baños, pero detrás de la enorme tienda de campaña naranja Panadome cerrada a cal y canto, me encuentro con una parcela vacía. Primero pienso que he caminado algo más de la cuenta y que me he dado de bruces con una tienda idéntica a la del vecino de Mingorance, pero me fijo bien y veo en el lugar de siempre al alemán que ve la RTL acomodado en su hamaca. La autocaravana de Mingorance no está. Vuelvo sobre mis pasos y entro en recepción, pero ahora allí no hay nadie. Sobre la mesa veo una hoja llena de saliva sin secar con lo que parece una lista de reparaciones pendientes –alumbrado de parcelas 305, 315 y 404, fosa séptica y pista de tenis, toma de agua parcelas 501 y 480– y en ese momento me doy cuenta de que en el pequeño cubículo circula un espeso olor ligeramente acre. Seguramente haya sido cosa de Sergio. Me imagino a la madre lavando a su crecido hijo en uno de los baños de la enorme casa que hay junto al camping, donde viven.
Me bebo una cerveza en el bar mientras escucho el telediario matinal de la televisión autonómica y hojeo un periódico deportivo con noticias que no me interesan. Sí me interesa, sin embargo, el modo en que están compuestas. He sido redactor de una revista durante cinco años y supongo que mantengo cierto interés por el periodismo, aunque sienta desprecio por la mayoría de quienes lo producen y por lo que representa, básicamente por las potencialidades perdidas que ha asumido el medio en las últimas décadas. Leo los titulares y estudio la infantil forma de generar atención en los lectores. Los periódicos deportivos sirven para darse cuenta de lo que significa en realidad el periodismo, si es que uno todavía no se ha percatado de que, básicamente, se trata de publicidad. En los periódicos deportivos los mecanismos para dirigir la opinión están casi desnudos, pues los lectores necesitan sentir la demagogia de quienes lo elaboran, que debe alinearse con su equipo, el Madrid o el Barcelona, según el caso, y con España, por supuesto. En los periódicos generalistas todo es igual, pero está torpemente velado: o se afilian a la derecha o a la izquierda, disyuntiva que en este caso hace imposible que nadie vaya con España. Es un mal globalizado, pero la dialéctica implacable de estos tiempos se ha ajustado de tal forma a nuestro carácter nacional que ha minimizado más que en ningún país occidental las posibilidades para el pluralismo (lo que a su vez ha agravado algunos problemas, o impedido que se disipen los que estaban en fuga).
El bar está construido sobre el pequeño supermercado del camping, y si escoges una de las mesas que dan al ventanal puedes disfrutar de una buena panorámica de la playa. Veo a alguien llegar desde la orilla hasta la carretera. Desde el principio sé que es una mujer, pero solo cuando está a unos cincuenta metros me doy cuenta de que se trata de María. Se detiene un instante para ponerse la camiseta que lleva en la mano y estrujarse el pelo con la cabeza ligeramente ladeada. El agua debe de estar helada. Sergio aparece en el encuadre de la cristalera y camina hacia ella. Imagino que ha salido de su casa tras lavarse y se ha quedado a la sombra de los toldos que hay a la entrada del bar, donde a menudo pasa el tiempo sentado y dando manotazos sin ton ni son sobre las mesas y las sillas. Los veo abrazarse. Él con entusiasmo, ella con un cariño no exento de resignación. María parece preguntarle algo mientras le limpia con el dedo algo que tiene en la cara. Luego caminan hasta su casa, hacia la derecha, lo que me da oportunidad de ver sus espaldas unos instantes. Sergio está nervioso y camina descompasadamente, haciendo que María se mueva también a trompicones. El bajo de la camiseta se le ha quedado enganchado en la goma del bañador, lo que hace que este se suba y yo pueda ver parte de su glúteo derecho brillar al sol. Está algo más blanco que el muslo y la espalda, y sobre ese trozo de piel distingo marcas rosadas de las piedras que se le han clavado al sentarse sin toalla, lo que momentáneamente le confiere cierta humildad. Sus piernas eran más largas que el tronco, y su respingado trasero, así como la larga línea que lo dividía y que los bañadores siempre desvelaban, procuraban una sensación de continuo ofrecimiento que, yo lo sabía, no nacía más que en mi deseo. A menudo recuerdo la noche en la que nos acostamos. Nos comportamos como si ya lo hubiéramos hecho antes, con esa mezcla de extrañeza y conocimiento de los cuerpos tan propia de los exnovios que se reencuentran. Creo que fue ella quien provocó aquella sensación tan rara, aunque desconozco cómo lo hizo ni por qué. Supongo que del mismo modo en que regula la luz que hay a su alrededor, dispone también de otras herramientas similares para moderar lo inesperado y hacer que lo inesperado acabe ocurriendo con toda la naturalidad del mundo. Y es posible que también tenga que ver, al menos en parte, con sus armas para lidiar con la timidez. Lo cierto es que aquello restó algo de encanto a nuestra primera noche, aunque puede que en el futuro allane el terreno a la continuidad, lo que no sé si persigue (yo sí la persigo).
Tras sopesar y desechar la idea de hacerme el encontradizo –no me da tiempo, ni sé hacerlo bien–, pago y salgo al exterior para dirigirme a mi casa de nuevo. Ya son las doce y media y el sol ha comenzado a calentar el asfalto como si estuviéramos en pleno verano. Me he quitado la chaqueta al entrar al camping, pero ahora me parece que me sobra también la camisa. Pienso en María y en su baño, y me veo de pronto como un viejo prudente cargado de ropa, así es que no solo me quito la camisa, sino también los pantalones, y camino en calzoncillos por el lado izquierdo de la carretera.
Cuento las casas rodantes al pasar por la fuente: son seis y nadie está sentado en ninguna silla ahora, aunque en el agua veo a algunos jóvenes gritando y nadando como locos para disipar el frío. Localizo la caravana de Mingorance, que me ha pasado desapercibida cuando me dirigía al camping. Es beis, y dos franjas marrones y ocres recorren sus costados a modo de embellecedores. Llamo, pero no parece haber nadie. Desde fuera inspecciono rápidamente el interior a través de las ventanas de plástico. Todo está como siempre, pero en otro sitio.
Me acerco hasta la orilla, pero veo que Mingorance no está allí. En las olas se baña ahora un joven alto de barba rala –creo que se trata del mismo al que he saludado cuando me dirigía al camping– cuya extrema delgadez contrasta con el cuerpo de su amiga, que tiene una barriga temblorosa y celulítica, y le cuesta salir del agua. Los chinos de esta playa son una considerable molestia hasta que las plantas de los pies se acostumbran, lo que no ocurre donde yo vivo, el único lugar de esta costa en que hay arena (probablemente Lorente y su mujer la hayan hecho traer de alguna cantera para agrandar su zona de playa y dar de paso un carácter más privado a las olas que rompen frente a su casa). La chica no lleva la parte superior del bikini y se nota que es joven porque sus pechos, algo pequeños para su constitución, están tensados como arcos y se adivinan suaves y sin estrías.
Pienso de pronto que los extranjeros y yo hemos naufragado, pero en tierra. Hemos zozobrado en las ciudades de Europa, como los africanos lo han hecho en las suyas de África, y hemos llegado todos aquí, al límite de la tierra, al rompeolas. Un punto que es de inicio, y al tiempo, de término. Somos náufragos de interior. El concepto me gusta. No solo da cuenta de que la perdición ha comenzado en las ciudades, sino que ha sido, fundamentalmente, fruto de una insana e inevitable introspección.
Podría decirse que María pertenece también a una familia de náufragos de interior, aunque en su caso y en el de su familia, las connotaciones geográficas suplen por entero las anímicas o existenciales. Ellos fueron expulsados del centro, pero han prosperado. El caso del señor Di Gennaro sería el reverso del de María. Él se ha alejado del interior por elección propia. Tras haber vivido el éxito en la polis, decidió hacerse náufrago. Después de que su tiempo en la Universidad de Florencia expirase, se vino a vivir a este margen de agua, junto a los peces.
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