Desde muy pequeño, los museos siempre han tenido un algo especial para mí. No entendía muy bien por qué, pero todas esas cosas guardadas en salas eran bonitas y me atraían, a pesar de que hubiera que tener cuidado de no tocarlas porque eran muy antiguas, se podían romper y valían mucho dinero.
Aunque hubiera ido a museos antes, principalmente en viajes con mis padres, la primera vez de la que tengo una consciencia madura de ir expresamente a ver uno fue con unos diez u once años. Mi hermano, dos años menor que yo, ya en pañales tenía un ramalazo artístico que mis padres siempre buscaron potenciar. Mientras yo me dedicaba a devorar libros, mi hermano dibujaba mundos de fantasía, y por ello, un día, fuimos en familia al Museo Picasso de Málaga, la ciudad en la que crecí. La enjundia de la visita residía en que íbamos acompañados de Maite Méndez Baiges, profesora de la facultad de Historia del Arte y conocida de mis padres, que se encargaría de alimentar esa vocación artística de mi hermano. Lo que más me sorprendió de la visita era la profusión de datos, términos, técnicas, etapas y símbolos que le iba explicando a mi hermano, un sinfín de detalles que me obnubilaron y fascinaron por partes iguales, excitando mi ya joven pero predispuesta mente. Como el foco estaba en mi hermano, que era el pequeño artista, yo quedé en un cómodo segundo plano, a rebufo, no tenía que responder a todas las preguntas —aunque lo hiciera para adentro—: tan solo tenía que empaparme. Al terminar la visita, Maite nos preguntó si nos había gustado Picasso, qué nos había parecido y otros chascarrillos que se dicen en estas situaciones en la que le acabas de explicar un museo a dos niños de primaria, quizás mi hermano sería el próximo en tener un museo con su nombre en la ciudad.
A mi hermano le encantó la visita y aprendió un montón, pero a mí esta visita me cambió algo por dentro. Yo sin saberlo, plantó en mí la semilla de una vocación que se ha ido desarrollando desde entonces. Después de esta preciosa experiencia, mi hermano ha acabado siendo Ingeniero Aeroespacial —todo hay que decirlo, muy enfocado al diseño, no ha dejado de dibujar—, pero yo terminé estudiando el arte, escribiendo sobre arte, para convertirme en alguien que ayude a comprender y a descubrir nuevas formas de entender la realidad, como un día Maite hizo con mi hermano y conmigo.
No es que me haya puesto nostálgico sin motivo, siempre hay una buena excusa: este sábado, el 18 de mayo, tenemos el honor de celebrar el Día Internacional de los Museos, y no he podido evitar querer contaros lo mucho que significan para mí. Cada año desde 1977, el Consejo Internacional de Museos (ICOM) organiza la jornada, de la que participaron el año pasado 37 000 instituciones en 158 países, siempre con una propuesta temática determinada, que este 2019 se centra en el papel de los museos como ejes culturales. Este evento mundial organizado por el ICOM ha ido ganando peso y popularidad en los últimos años, tanto que han surgido iniciativas paralelas de origen privado pero que han sido apoyadas por este organismo internacional, y que aprovechan la pujanza de las redes sociales: un ejemplo de ello sería el Museum Selfie Day, día en el que se fomenta subir a tu perfil un selfie en un museo con una etiqueta determinada.
Mi relación con los museos siempre ha sido algo sentimental, el mundo sería un poco menos mundo sin los museos. No podría entender mi vida sin visitarlos, sin sentir las emociones que me generan. La primera vez que entré en la Galería Borghese —quizás el lugar con mayor densidad de patrimonio histórico por metro cuadrado que he visitado— y vi que todas las obras que había estudiado en bachillerato de escultura barroca italiana estaban ahí guardadas; la primera vez que fui al Prado con mis compañeros de clase y tuve que explicarles Las Hilanderas de Velázquez; sentarme en la Tate Modern durante una hora en la sala en semipenumbra de Rothko; ver el mosaico de Issos de Alejandro Magno en el Museo Arqueológico de Nápoles con apenas siete añitos y revisitarlo mentalmente a lo largo de mis estudios y ver cuán privilegiado soy, o ir al Museo Ruso en Málaga plantarme delante de mi primer Kandinsky y de mi primer Malevich son solo algunas de las experiencias que me vinculan emocionalmente a estos espacios de una manera tan profunda. Me han hecho vibrar, me han hecho llorar, me han hecho enfadarme, me han hecho educar mi mirada y abandonar prejuicios, ideas preconcebidas y cualquier pensamiento previo de lo que es el gusto. No solo son importantes los museos que he visitado y sus grandes nombres, sino la expectación que forjan en mí los que me quedan por visitar, sin olvidarme de los museos pequeños, ya que estos desarrollan una labor encomiable y una vocación por el arte que son dignas de ser reconocidas —sin ir más lejos, uno de los museos en los que siento que he aprendido más, sin lugar a dudas, es el Museo del Vidrio de Málaga, que a grandes rasgos, no tiene el renombre de los que he ido comentando—.
Abandonando un poco las ñoñerías y tipismos más propios de Ana Botella y sus relaxing cup of café con leche in plaza mayor, es parte de nuestra propia condición de humanos el acumular y conservar, el darle un valor simbólico y áurico a objetos que consideramos importantes, y los museos han ayudado mucho a institucionalizar esa tendencia. Si bien una de sus críticas más feroces desde la postmodernidad es el hecho de que ese proceso de institucionalización cree discursos hegemónicos y elitistas de lo que es arte y de lo que no, de lo que es bueno y malo, que potencie a unos y olvide a otros, también se les achaca el ser contenedores vacíos, espacios yermos, cementerios del arte, donde no reside la creatividad, sino donde va a morir. Muchas de estas críticas son elocuentemente legítimas y las comparto en gran medida. Sin embargo, como podréis deducir de este texto, yo se lo perdono todo a los museos. Qué le voy a hacer si soy un romántico, el más blando del rollo, como diría C. Tangana.
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