Decía mi abuela desde que tengo uso de razón, tirando de refranero popular, que «en tiempos de tribulación, no se hacen mudanzas». La frase, atribuida a Ignacio de Loyola, nos viene a decir que en situaciones de cambio, de crisis y problemas, lo mejor es estarse quieto, mantener la cabeza fría y tomar las decisiones en momentos que nos encontremos de mejor ánimo. Qué disgusto más grande se habrían llevado tanto el fundador de los jesuitas como mi abuela si hubieran sabido que en 1966 José Guerrero puso pies en polvorosa de Nueva York para volver a España, después de romper con su galerista principal en los Estados Unidos, la icónica Betty Parsons. Guerrero, el español en América, el americano en España, recala en su tierra natal en plena crisis artística, sintiendo que su lenguaje está lenta pero inexorablemente pasando de moda, y que generaciones más jóvenes aprietan por detrás en un mercado del arte que no perdona a nadie.
Tres años duró su retiro, que también vino motivado por cantos de sirena que le atrajeron desde el otro lado del mar: la apertura de la galería Juana Mordó, que pasaría a ser su marchante habitual, y el núcleo artístico que se arremolinó con la apertura del Museo de Arte Abstracto de Cuenca por parte de Fernando Zóbel y Gustavo Torner influyeron en su decisión de volver con la frente marchita, como nos canta Carlos Gardel.
La exposición «Pelegrinaje», que abrirá sus puertas del 3 de abril hasta el 22 de mayo en el Centro José Guerrero, nos transporta a este justo momento en el que el pintor vuelve para encontrarse, para reposar su espíritu y seguir madurando en sus formas de expresión. La muestra, que sigue un patrón cronológico bastante coherente, está dispuesta de manera aproximada por años y pisos; es decir, el 66 en la planta baja, el 69 en la planta superior y el 67 y el 68 en las plantas intermedias.
Lo primero que nos encontramos, nada más comenzar la visita en la planta baja es impresivo, ya que La brecha de Víznar (1966), una de las obras más célebres nos da la bienvenida. Puede parecer sorprendente en su inicio la elección, esperando que se reservase un lugar más noble para semejante obra, pero inmediatamente uno se da cuenta de que se le está dando un valor mucho más significativo. La brecha, con su fuerza, con su herida que sangra, se convierte en algo mucho más grande que la obra que se hizo famosa por hacer alusión al lugar donde murió Lorca, se transforma en todo un manifiesto del momento vital del artista y de su expresión creativa en su llegada a Madrid. Esta imagen se queda grabada en la memoria y a lo largo de toda la exposición se vuelve inevitable acabar volviendo a ella para compararla con cada cuadro que aparece ante nuestros ojos, palpando la evolución y la experimentación de lenguajes conforme caminamos. Una vez superada la primera gran impresión que nos genera La Brecha, nos damos cuenta de que está acompañada por una serie de gouaches, entre otras obras, de gran expresividad y tensión: la pintura es agresividad y gesto puro.
La abundancia de obra en papel y de pequeño y medio formato en las dos plantas intermedias, como se dejaba entrever ya en la planta baja, nos lleva a un Guerrero más intimista, en periodo de prueba y error, y que nos conduce a pensar que nunca llegó a abandonar el paisaje, aunque su lenguaje fuera abstracto. Conforme recorremos los pisos intermedios, vemos cómo en el proceso los colores se van apagando, aplanando y calmando, cómo van desapareciendo las presencias de grandes tensiones y grandilocuentes gestos para ir encontrando un equilibrio, una tensión contenida. La tempestad que supuso el expresionismo abstracto va poco a poco pasando a ser un remanso de color, la calma chicha de las formas, quizás en un camino de vuelta a sus orígenes, a su tierra, ya no tan preocupado como de joven por expresarse en un lenguaje moderno. Algunas composiciones, como podemos llegar a ver en el caso concreto de La Oferta (1969), que corona uno de los cabeceros de la sala en solitario, presentan un esquema que escasos años sería impensable para el pintor granadino, con formas y contornos suaves, con detalles como la presencia de lo que parece un goteo o unos puntos de color, presentes en muchas de las pinturas de la sala. La obra a la que nos referíamos como ejemplo de esta tendencia está acompañada por un dibujo preparatorio en el lateral, donde podemos apreciar los caminos que escoge y deshecha su autor.
Cuando llegamos a la última planta, donde vuelven los formatos mayores, somos conscientes de que la luz al final de este túnel en el discernimiento artístico de Guerrero es visible, y supone para el pintor el alcanzar un nuevo lenguaje como será el de las series de fosforescencias, etapa que inicia justo después de este impás de su carrera, y que en las formas y las elecciones compositivas de obras como la que le da nombre a la exposición, Pelegrinaje (1969), se comienza a intuir. En esta sala, un espacio privilegiado del Centro por el gran ventanal que da a la Capilla Real y a la Catedral, conviven las obras donde se cristaliza el resultado de todo un proceso de maduración que, bajo mi parecer, están unidas por una gran horizontal. Esta línea va saltando de cuadro en cuadro con diferentes formas, pero siempre se encuentra presente. La horizontalidad está menos presente en Moratorio (1969), pero en Paisaje horizontal (1969) es más que evidente, su propio nombre nos lo indica, Pelegrinajes con los puntos de color nos conducen la mirada hacia El nudo (1969) y su gran línea sobre un riquísimo fondo azul, para acabar en Cuenca (1969) y la fragilidad de la que ella emana.
En este último momento, tan solo tres años después de la obra que nos daba la bienvenida a la exposición, vemos lo profundo que ha sido el cambio. Lo que parecía un volver a España lamiéndose las heridas por parte del pintor, supone un hiato en su vida neoyorquina, una ruptura para coger aire, respirar y continuar con su prolífera carrera artística. Quizás, después de todo, ni mi abuela ni Ignacio de Loyola tenían tanta razón. Quizás, tan solo quizás, las mudanzas, después de todo, no son tan malas. Al menos si te llamas José Guerrero.
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