(Un breve apunte histórico sobre la relación del cómic y los museos)
Al cómic se le denomina noveno arte, a pesar de que naciera antes que el séptimo (el cine, de 1886) y el octavo (de 1825). Sin duda, y echando la vista a estos años (y comprobando que el séptimo y octavo también están trocados), nos damos cuenta de hasta qué punto la fecha nacimiento de una disciplina creativa no depende tanto de sus pioneros reales como de la aceptación por parte del establishment, aquello que vino a heredar los dones de la academia y cuyo embrión, que a pesar de definirlo por primera vez Henry Fairlie en 1955, había sido fecundado desde los albores del protocapitalismo. La extraña y poderosa criatura tenía bien desarrolladas sus herramientas de invisibilidad como un arma que sería, desde entonces, inseparable de la nueva y moderna concepción del poder.
La presencia o ausencia de negocio explica los porqués de la visibilidad o invisibilidad de las nuevas estructuras creativas que nacieron en torno al inicio del siglo XX. Si bien es cierto que el cine se vio impulsado en gran medida por la gran acogida que las vanguardias hicieron de un medio donde la idea de movimiento era su gran aporte medular, fue la necesidad de los primeros productores y distribuidores por sacar beneficio económico quienes consiguieron desvincularlo de las barracas de feria y dotarlo, a través de adaptaciones de obras de teatro y novelas legitimadas ya por la alta cultura, de un prestigio que en fondo estaba supeditado a convertir el cine en algo rentable.
La reciente aparición del cómic en los museos (entendido como arte, y entendido como disciplina autónoma) viene a demostrar cómo esa escisión entre alta y baja cultura era una construcción que en última instancia estaba encumbrada por un ejercicio concreto del poder. La necesidad de generar una distancia entre el espectador y el creador la imponía la idea de museo visto como brazo de una autoridad que ayudaba a diseñar, como otros aparatos ideológicos al servicio, un orden y una jerarquía en las ciudades. Antes se iba a los museos a adorar a Dios, o a quien hubiera sido tocado por sus dones para adorarlo mejor. A su muerte, esta relación jerarquizada siguió teniendo vigencia porque la inercia del pasado paradigma servía para mantener unas estructuras de poder que en cualquier caso, y no del todo, solo cambiaron de forma. En cuanto el espectador ha empezado a reivindicar su relevancia en ese acontecimiento que tiene lugar en los recintos donde hay arte (una relevancia equidistante a la del artista y su obra), el cómic ha empezado a formar parte de ellos.
En el ensayo Notas para la definición de la cultura de 1948, T. S. Eliot ponía de manifiesto la necesidad de abordar el estudio de la cultura completa sin hacer distinciones de clase entre sus disciplinas. A pesar de que haya transcurrido casi un siglo desde que Seldes viera en Krazy Kat una obra de arte, y a pesar de Eliot, el cómic se ha considerado un arte menor durante casi toda su existencia. Si bien es cierto que la aceptación del medio en los circuitos museísticos ha crecido en los últimos tiempos, su acogida llega tarde y aún adolece de un tratamiento que se desmarque de todos los gestos condescendientes que definieron su vínculo en el pasado siglo. No obstante, durante las últimas décadas hemos visto cómo la relación se ha dignificado notablemente con muestras como Master of American Comics, de 2005, a cargo del Museum of Contemporary Art (MoCA) de Los Ángeles, o la reciente Pioniere des Comic, realizada en 2016 por la Schirn Kunsthalle de Frankfurt.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, el cómic era la forma de entretenimiento popular más arraigada, por lo que no es de extrañar que se acostumbrara a mostrar las obras de los creadores más importantes en directo. Las exposiciones de cómics no eran ninguna excepción, pero su exhibición, que se realizaba a menudo en museos, se desligaba del arte para considerarse más bien una práctica cuyo valor estaba refrendado por su lateral aporte vinculado a la política y el periodismo. Las exposiciones de los años cuarenta intentan a menudo hacer un recorrido histórico para dar cuenta de su evolución, iniciada con creadores de caricaturas satíricas y políticas de los siglos XVIII y XIX, anteriores al primer cómic como tal, pero donde la historia establece su génesis. El Metropolitan Museum of Art de Nueva York realizó la exposición American Cartooning en 1951, con obras de más de doscientos artistas, y en 1963, The Cavalcade of American Comics llegó a exponerse en la Smithsonian Institution. En 1971 la muestra 75 Years of the Comics incluyó en su nómina a clásicos y pioneros ilustradores y dibujantes, pero también a creadores más jóvenes, como Robert Crumb o Art Spiegelman, hecho cuya trascendencia no solo deriva de la activa militancia de estos jóvenes en la semilla underground que revolucionaría el medio en los 80, sino que asumía el valor del cómic más allá de su impronta histórica. El cómic comenzaba a verse como algo que podía convivir o codearse legítimamente con los trabajos de los que sí se consideraban creadores de arte con mayúsculas.
La popularización de la novela gráfica en los 80 terminaría de dotar al cómic de un prestigio que, aun considerándose menor, podía calificarse sin ambages como eminentemente artístico. Las herencias cultas de la novela gráfica, enraizadas en la literatura y el cine, harían que, poco a poco, y de una forma similar a como hizo el cine a partir de la literatura a principios de siglo, el cómic comenzara a aceptarse no ya como el entretenimiento de delincuentes y vagos, sino como una digna forma de conocimiento humanístico fundado en la idea de relato (eso sí, por y para humanistas normalmente jóvenes, ácratas y con cierta propensión a la delincuencia y la vagancia).
A partir de esta década, quizá la primera década posmoderna, la heterogeneidad y la transversalidad empezaban a verse como elementos fundamentales de la cultura, y el estudio de las distintas disciplinas en consonancia con otras disciplinas adquirió bastante relevancia. En 1990, el MoMA inauguró High and Low: Modern Art and Popular Culture, polémica exposición que mostraba la impronta que habían tenido la caricatura, el grafiti, la publicidad o el cómic en las obras de la alta cultura. El cómic aún no se consideraba una obra de arte por sí misma, sino una simple influencia, o un apéndice, de la obra de artistas como Lichtenstein o Picasso.
En el nuevo siglo la perspectiva empieza a cambiar, e incluso se empiezan a asumir, en ocasiones, cambios de paradigma tan notables como el de Herriman, cuya serie Krazy Kat, iniciada en 1913 aglutina muchos de los elementos que van a aparecer en el surrealismo europeo, cuyo manifiesto ve la luz once años después. La impronta psicoanalítica, la ruptura de la línea narrativa, así como la presencia de elementos visuales tan marcados como el gusto por el arte aborigen, las figuras antropomórficas o los paisajes desérticos, hacen pensar que fue la tira de Herriman la que inspiró a Dalí, y no al revés.
En el año 2005, el Museum of Contemporary Art (MoCA) de Los Ángeles seleccionó a quince autores claves en el desarrollo de la historieta norteamericana para la realización de la muestra Masters of American Comics. Entre ellos había clásicos como el propio Herriman y Lyonel Feininger, además de otros más contemporáneos como Chris Ware o Robert Crumb. En 2016, la Schirn Kunsthalle de Frankfurt realizó Pioniere des Comic, dedicada a seis autores fundamentales en el nacimiento del medio, y en 2017, el Museo Reina Sofía inauguró George Herriman. Krazy Kat es Krazy Kat es Krazy Kat, muestra que contaría con más de 160 obras y con una conferencia de Art Spiegelman, el creador de Maus, única obra del cómic galardonada (he aquí otro gran salto del medio hacia su legitimación culta, dado en este caso sobre el terreno literario) con el Premio Pulitzer.
El Centro Guerrero se suma a estas iniciativas que tratan de reordenar la escena artística, cuya heterogeneidad y a menudo inextricabilidad de sus actores no está reñida con la necesidad de marginar de una vez por todas los yugos que a lo largo del siglo pasado aún mantenían algunas disciplinas con otras disciplinas.
Que en la vanguardias históricas artistas como Juan Gris realizaran alguna tira cómica y que esta se entendiera como obra menor, o que el arte pop se hubiera valido del cómic como espejo de la cultura de masas para crear obras para una élite, no puede consolidar la idea que ha venido cristalizando a través del siglo XX, según la cual el cómic es una herramienta fuera de la escena del arte, lateral y siempre menor. Al contrario, el cómic es hoy día un medio artístico con lenguaje propio, autónomo y vivo, como da cuenta esta muestra del trabajo de Max y de Sergio García a la que hace un gran aporte lateral la poeta Ana Merino.
La lenta pero decidida progresión con la que el cómic (entendido, esta vez sí, como disciplina artística) ha entrado en los museos tiene en en el Guerrero un punto de llegada, pues el Centro no solo se ha sumado a la inercia que el mundo del arte ha generado en los últimos años para dar por fin acogida al cómic, sino que ha dado un paso más allá. Viñetas desbordadas, exposición que estará abierta hasta el próximo 24 de marzo, no puede entenderse como una simple concesión del mundo del arte al medio, sino como una cálida bienvenida en la que el propio museo, poniendo de relieve el histórico rechazo que las instituciones han mostrado siempre al ver la disciplina como algo lateral y supeditado, se presta a supeditar su espacio al del cómic convertiendo su arquitectura, sus paredes y escaleras, en las páginas por las que los personajes de Max dialogarán con ellos mismos, con los de Sergio García y con los espectadores que quieran leer las viñetas mientras caminan por su interior.
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