¿Tienen las artes visuales y la literatura una relación infértil y asimétrica, como pensaba Marcel Broodthaers? ¿Es la literatura superior al arte, como pensaba Gotthold Ephraim Lessing? La exposición Un campo oscuro, abierta al público hasta el 24 de junio en el Centro Guerrero, trata de explorar las relaciones convulsas entre imagen y escritura a través de 25 obras de 20 artistas. Entre ellas encontramos piezas audiovisuales, instalaciones, esculturas, obra gráfica y pictórica, y libros de artista.
Me pregunto qué estarán buscando en el cielo todos esos hombres ciegos.
Ch. Baudelaire
Lo primero que nos encontramos al entrar en esta exposición es
el vídeo de 1969 La lluvia (Proyecto para un texto).
La elección de las obras es muy acertada, pero solo por esta merece la pena
entrar en el museo durante el tiempo en que Un campo oscuro esté exhibiéndose
en el Centro Guerrero
(y si una tiene prisa, que sepa que está a pie de calle, a cuatro pasos de la puerta de entrada). En el vídeo Marcel Broodthaers aparece intentando
escribir con tinta
sobre una hoja
mientras la lluvia deshace cualquier posibilidad de generar ningún
signo perdurable.
Es un prólogo perfecto para una exposición que trata sobre la problemática relación entre el arte y la literatura pero que,
en el fondo, o mejor dicho, antes,
aborda la eterna cuestión que tanto escritores como artistas han tratado de dirimir en su particular campo de acción:
qué busco y cómo puedo hallar lo que busco sin saber qué es
(o incluso: cómo seguir buscando o por qué no puedo dejar de buscar lo que sé que no existe).
Cualquier exposición, planteada bajo la temática y la lógica que sea,
privilegia involuntariamente esa premisa anterior y fundacional del acto creativo
que se genera tras los naturales problemas consustanciales a la idea consciente de existir
(
¿Pero qué es esto?
¿Dónde estoy?
¿Qué me va a pasar?
¿Por qué estoy vivo?
¿A qué hora cierran?
¿Por qué la luna flota a la deriva? ¿Por qué lo hacemos nosotros?
¿Cómo puedo hacer más rico y fértil este grito de desolación, aunque sepa que va a seguir siendo un grito de desolación fundado en mi miedo y en mi desesperanza por hallar respuestas que no existen?
),
pero, asumido ese motor, la premisa siempre se vela y deja paso a las particularidades concretas de la obra o la exposición que estamos viendo.
Sin embargo
en el caso de Un campo oscuro
quizá esa premisa primigenia,
común a cualquier acto creativo, esté involuntariamente subrayada,
pues la convivencia de las dos disciplinas
así como de los materiales, las formas y los modos con que cada una de esas disciplinas genera el abordaje
que pone en marcha la creación,
dimensiona,
precisamente,
las costuras de esos modos y esos materiales propios, que son diferentes
y que se muestran desnudos
al situarse frente a frente, interpelándose: si la literatura y las artes plásticas pueden entenderse
cada una
como espejos con capacidad de revelar el mundo al margen de la causa y el efecto,
es decir,
a base de metáforas, imaginemos esos espejos puestos uno frente a otro.
A lo que voy, que si vas a una exposición de cuadros, ves cuadros y no pones en duda el cuadro, pero si en una exposición ves cuadros en una pared y en la de enfrente libros, uno y otro pondrá en duda al otro y a sí mismo,
el foco iluminará
no tanto las propuestas concretas de cada disciplina,
sino el modo en que esa disciplina hace una proposición.
Es decir, antes que la propuesta, se enfatizan o se revelan las capacidades
para proponer de cada medio.
(
Es por esto quizá por lo que una exposición donde tratan de articularse la literatura y el arte
nada termine de fluir y que esa ruptura sea lo que fluya, pues los presupuestos con que se concibe
un modo u otro de crear metáforas que revelen o intenten hacer una referencia al mundo
se imponen por encima de cualquier capacidad de hibridación armónica
).
La exposición funciona por tanto como una simbiosis interdisciplinar que,
antes -o además- de abordar las relaciones de atracción y rechazo
entre las dos disciplinas,
es para cada una de ellas un fértil, aunque a menudo alambicado intento
de ampliar su propio espacio semántico en busca de una respuesta
que se sabe imposible pero cuya imposibilidad es y funda el acto creativo.
«La pieza de Broodthaers»,
dice Óscar Fernández López, comisario de Un campo oscuro,
«no pretende sino constatar que la idea de terminar un texto es, en sí misma, una quimera».
Afirmación que, por supuesto,
podríamos hacer extensible a la obra plástica,
pues el arte, cualquiera, es un modo de conocimiento
que se opone por definición a cualquier formulación de una respuesta
en términos deterministas.
Quien funda la modernidad al clausurar
cualquier posibilidad de creencia en la idea de conclusión,
de punto de llegada o de verdad,
es Mallarmé,
el puto amo,
al constatar la misma imposibilidad referencial del poema
y no renunciar por ello a la idea de poema.
Nace con él la idea del «lenguaje reflexionándose» no como declaración
de una premisa narcisista exterior
(a pesar de ese «apartarse como distinción mallarmeana»),
sino como verdadero paisaje de la modernidad, el espacio sin Dios y sin respuesta
por el que los artistas deambulan
meditabundos,
irascibles, apáticos,
desolados,
exasperados,
silentes,
es decir,
profundamente humanos, absolutamente despojados de trascendencia,
en busca permanente de asideros que no existen más allá de su propia voz y sus mecanismos para articularla.
El artista –y el escritor– se ha convertido en la modernidad en algo así como un buscador de oro
que va con su batea al lecho del río para cribar unas piedras donde
sabe
que no hay oro.
Pero no busca otra cosa que oro, a pesar de que sepa que no lo hallará.
Es por eso que la mayoría de la gente, sobre todo los más apegados a una visión racionalista, laica y cientifista,
vean en los artistas unos mequetrefes,
unos vagos, que sean considerados unos seres absurdos que no sirven para nada
que, en todo caso, lastran la sociedad,
pues la sociedad es vista por ellos bajo parámetros constreñidos en un positivismo donde lo único real
es lo único que es útil.
Por mi parte, no encuentro un oficio más metafísicamente consecuente
–¿o más consecuentemente metafísico?–
que el del artista, músico, escritor y vagabundo.
(
Esto es extensible a otros oficios, según se asimilen, pues también puedes ser promotor musical
como lo es Toni Anguiano, aka Serpiente Negra, manager de Guadalupe Plata,
que además de traer grandes músicos a Granada es un boxeador que busca, a través de combates perdidos de ante mano,
algo que no se sabe qué es pero que pertenece al mismo espacio al que pertenece todo acto creativo. Y si después escuchas su relato y su lógica con unas cervezas cuando cierran el Loop –como bien ha comprobado el profesor de Historia del Arte y colaborador del Centro Guerrero Gabriel Cabello–, no solo te diviertes, sino que además lo entiendes y das con otro ejemplo con el que dar sentido a aquella frase dicha por Leopoldo María Panero en El desencanto: «El fracaso es la más resplandeciente de las victorias» –afirmación que define el modo de conocimiento de las artes frente al modo de conocimiento del la ciencia, que busca incansablemente la victoria–
).
Decidir convertirse en buscador de oro en un planeta donde no hay oro es el acto más absurdo, valiente, lógico
y humano que se puede concebir. La meta es no hallar la meta, la meta es el fracaso de la idea de meta.
Los buscadores quizá creyeron alguna vez que había oro,
y por eso se hicieron con las bateas y las vasijas para cribar el río,
pero lo interesante, lo profundamente humano, fue cuando siguieron buscando
a sabiendas de que no lo hallarían.
Entonces fue el gesto, el movimiento, la búsqueda como acto primero y último,
lo que empezó a constituirse en verdadero botín. Los buscadores,
como pescadores en un yermo río,
comenzaron a hablar entre ellos, a mirar y estudiar las bateas de los otros, los gestos con los que cribaban.
Ese gesto vacío es el que genera nuestra contemporaneidad y nuestra cultura.
Las técnicas en la búsqueda de la nada fueron evolucionando a lo largo del tiempo.
Y ahí surgieron rencillas también, por supuesto.
¿Quién buscaba en vano mejor?
¿Quién es más vano?
Nace la vanidad, o no nace, pero muta y se hace fuerte, pues el yo se encuentra como único objetivo de un yo que busca nada. Cuando no hay nada que encontrar, el yo que busca se convierte en asidero
y el sujeto y el objeto se diluyen.
En el catálogo editado por el Centro Guerrero
(
No se escribe,
luminosamente,
sobre un campo oscuro, cita de Mallarmé
)
hay un texto escrito por Óscar Fernández López que ilumina a la perfección
el campo oscuro que él mismo ha planteado.
(
Lo aclaro porque yo,
como es costumbre,
prefiero oscurecerlo
).
Más oscuridad,
Exterior noche:
Mientras caminamos hacia un bar después de la exposición,
alguien se pregunta,
al hilo de las consabidas rencillas que existen entre los escritores y los artistas,
pero no entre los artistas y los escritores,
si la hibridación no es fértil también para un diálogo saneado,
–me refiero ahora a la parte más doméstica y prosaica de la vida del Autor–
donde el otro,
entendido como alter ego con capacidad para anular el yo,
quede fuera de la lógica establecida por la endogamia cultural
(
de aquel verso de Rimbaud
–«Yo es otro»–
puede nacer otro concepto lleno de ansiedad posmoderna
–aunque quizá deba entenderse como algo intemporal en realidad–
que se formule como algo parecido a «Otro quiere ser yo»
).
Quizá sea ese el triste oro que queda al que busca lo que no existe,
el yo del propio buscador,
afanado en defenderse del resto de yoes.
Me pregunto si las peleas entre escritores y artistas no derivarán de la misma problemática metafísica,
pero en cuanto salen a colación, con la sana intención de ahondar en las razones del yo contemporáneo, personajes de la vida cultural que conocemos y que sabemos que se odian
la conversación,
quizá por el miedo a que constituya por sí misma
parte aledaña de ese mismo odio,
se silencia.
Y me pregunto
(
mientras le doy vueltas a la dificultad –pero no a la imposibilidad–, de dar con la vértebra
que una estas reflexiones a la exposición que nos ocupa, lo que dejo en manos ajenas, por supuesto
)
para cuándo una tesis, una exposición o un ensayo sobre el yo posmoderno y el odio a uno mismo
a través del odio al otro. Una obra sobre ese acercamiento, ese tipo de amor.
Por alguien que discurra, digo. Que pueda explicar la diferencia entre Quevedo y Góngora
y los innombrables contemporáneos, el odio como articulación y respuesta a los devaneos con que el yo ha ido situándose en sitios diferentes a medida que Dios iba muriendo, la ciencia tomaba el mando y luego aflojaba el cetro de mano de sus propios descubrimientos en el terreno subatómico que ponían en duda el principio de identidad aristotélico, que al parecer era en realidad de Santo Tomás.
Y disculpen si no hay vértebra o si no la encuentran, yo tampoco, y quizá no exista. Pero por eso mismo, busquen, pero no aquí: vayan a ver la exposición. Es un lío tan oscuro, maravilloso, contradictorio y fértil como el venusto hipocentro de la mujer más atractiva de la tierra.
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