Un acercamiento a la educación en el museo
Veinticuatro niños de segundo de primaria acaban de llegar al museo para ver una exposición de arte contemporáneo. Están nerviosos y con ganas de empezar. Me acuerdo de sus caras y de algunos de sus nombres, vinieron hace seis meses a ver otra exposición. Que me acuerde de ellos les hace felices, como me hace a mí volver a verlos. «¡Han cambiado los cuadros!», grita una niña extrañada. «Sí, en esta sala las exposiciones van cambiado , ¿no ibais a venir siempre a ver la misma, ¿no?». Otra niña señala una de las obras: «¡Esa mujer está desnuda!». Sí, está desnuda, pero todavía no vamos a centrarnos en esa obra.
Un museo se rige por el principio democrático de facilitar el acceso a la cultura. Su finalidad educativa e integradora debería ser un valor trasversal y plantearse como una preocupación de todas las partes, desde la arquitectura del edificio o su acondicionamiento al discurso museográfico y museológico. Una exposición es un dispositivo que surge de una narración, de una posición ante el mundo y que propone un relato. Pero esto no tiene sentido si no incorporamos a un público, son los espectadores los que realmente la activan. Como diría Didi-Huberman, la exposición implica un lugar dialéctico incluso cuando lo expuesto parece que se contrapone a la idea de dialéctica.
Comenzamos. «¿Qué es un museo?». Manuel, un niño moreno de ojos grandes, es el primero en contestar: «Mi tía ha dejado a su marido y se ha ido con un moro». «Vale, pero eso no tiene relación con lo que estábamos hablando». Volvemos al inicio, Manuel sigue perdido, mira fijamente pero está claro que no escucha y le apetece aprovechar el foro para hablar de otras cosas, claramente más importantes para él. «¿Qué es un museo?». Una alumna adelantada: «Un sitio donde se guardan cosas valiosas». Pregunto yo: «¿Tenéis algo que consideréis valioso?». «Mi abuelo», responde una niña rubia muy pequeña. «Sí, es verdad, tú abuelo es valioso, pero no es un objeto o una idea, no podría estar en un museo».
La educación museística forma parte del ámbito no formal de la educación y su objetivo más visible es dar a conocer la colección del museo y vincular emocionalmente a los ciudadanos con ella, así como crear aficionados al arte. Sin embargo, se puede ir más lejos. Como dice Eisner, la educación en el museo pretende utilizar las obras de arte o los conceptos artísticos (los productos culturales) para dar forma al pensamiento y a la manera de sentir de las personas, y utilizar el arte como vehículo para construir y compartir conocimiento. El trabajo del educador o mediador es entender esto y provocar que se den las condiciones adecuadas para que se produzca ese aprendizaje. Y ese aprendizaje se da en los dos sentidos, pues como diría Paulo Freire «la educación es un proceso en el que los implicados educan y son educados al mismo tiempo». Esta actitud abierta y flexible, que evite la transmisión de un discurso unívoco, es fundamental en el trabajo del mediador.
«¿Habéis coleccionado alguna vez?». «Sí, Pokemons», responde un niño. «¡Piedras!», grita otro. «¿Alguien más tiene una colección de algo diferente?». Rosa, una niña con los brazos tatuados con calcomanías, interviene: «Mi prima no se comió ayer el bocadillo». «De acuerdo, pero de eso podemos hablar después de la visita. Un museo es entonces un lugar donde hay cosas valiosas o interesantes expuestas para que la gente las vea, como vosotros ahora. Pero en un museo además se hacen más cosas. ¿Se os ocurre algo?». «Se estudia», responden varios al tiempo. «Eso es, se estudia». Un niño silencioso, que parece recién despertado: «Y se enseña, como ahora». «Se enseña, sí. ¿Y, para qué creéis que sirve un museo?». Varios a la vez: «¡Para aprender!».
El acercamiento al museo y a la colección debe ser intelectual, social y emocional. Se trata de fomentar una mirada crítica hacia las obras a través del diálogo, favoreciendo la asimilación y la construcción de pensamiento y eliminando las barreras simbólicas del arte. No se trata de imponer conocimiento, sino de brindar recursos para favorecer el pensamiento y la mirada crítica. La pregunta abierta o filosófica puede ser muy útil para esto. Freire distingue entre educación domesticadora y educación liberadora. La primera se refiere a la que impone un determinado conocimiento y trata al sujeto como un elemento pasivo en lugar de hacerlo como un elemento activo. La educación liberadora provee al sujeto de las herramientas para que aprenda a pensar por sí mismo y sea capaz de construir su propio conocimiento. Esta segunda definición es por lo tanto la que pertenece a la propia idea del museo moderno, ya que propone una visión horizontal: las obras de arte ya no son obras sublimes, intocables, sino productos hechos por ciudadanos con una visión del mundo similar o distinta de la nuestra. El hecho artístico aquí se da en el reconocimiento de la visión propia a través de la del artista y a través de lo plástico, de materiales que no son los acostumbrados en la dialéctica contemporánea masiva y con una relación tangible en un espacio habitable. Se acaba de este modo con la idea de museo entendido como templo y con la del artista entendido como genio.
«Aprender es muy importante en un museo, así que un museo también sirve para educar. Y esos objetos que tenéis, que son valiosos para vosotros ¿cómo los tratáis?». «Muy bien». «¿Los cuidáis?». «¡Sííí!». «Un museo también cuida las obras que tiene, las conserva. ¿Cómo se puede estropear una pintura, por ejemplo?». «Si tiran agua», propone una. «Si le das una patada», propone otro. «Claro, o con el sol. ¿Qué sucede cuando dejamos una camiseta roja al sol durante una semana?». Nadie parece saber qué le pasa a la camiseta (excepto uno, que asegura que se derrite), pero ya hemos pensado suficiente sobre qué es un museo y estamos más o menos todos de acuerdo. Comenzamos a ver las obras.
¿Es necesaria la función del educador del museo? ¿Es más enriquecedor ver un museo en soledad? Desde luego son experiencias muy diferentes, y ambas pueden ser fértiles. Sin embargo, si queremos adquirir más herramientas y ser más críticos se hace necesaria una alfabetización visual. Esto no quiere decir que no sea interesante abordar experiencias educativas con niños que consistan precisamente en la no intervención, como ver en silencio la exposición o proponer el juego en el que adoptan el rol del educador para improvisar un discurso con el que expliquen a los demás su visión sobre alguna de las obras.
A la salida de la exposición, tras ver un mantón bordado de Pilar Albarracín y acordar que los bordados los suelen hacer las abuelas y que, aunque tienen tanto trabajo como una pintura, son considerados menos importantes, le pregunto a Adrián si le ha gustado lo que ha visto. «Me ha gustado mucho», contesta. Y luego, tras una pausa me confiesa: «Lo entiendo y no lo entiendo». Adrián se queda pensativo. Parece satisfecho.
Muy interesante las reflexiones de la licenciada Irene. Se ve que es una persona con honda cultura museística y sólidos conocimientos pedagógicos. Me encantaría ser guiada por una profesional así en mis visitas a los museos. Enhorabuena.
Un artículos fascinante, donde la autora traba párrafos desternillantes, hasta el punto que hace años que no me divertía tanto leyendo un texto, con otros en los que penetra en profundidad en la función pedagógica de los museos. Una obra inteligente, divertida, didáctica. La autora, Irene, un tesoro por descubrir.