La fascinación «limpiamente infantil, inocente, incansable», la capacidad de deslumbrarse ante objetos que no dudamos en denominar maravillosos, a los que damos todo el prestigio y declaramos auténticos tesoros, es una fuente primordial de alimento de los museos. Tanto para atraer y complacer a sus públicos como para estimular la dedicación de sus trabajadores. Al menos, tal y como se venían entendiendo los museos. Por eso fue una buena elección de Peter Carey localizar el escenario de su historia en el Swinburne londinense, un museo casi desconocido (y claro, inventado); más concretamente, en su departamento de relojería, responsable de una «colección de relojes, autómatas e ingenios mecánicos de fama mundial». Es una delicia acompañar a Catherine en su proceso de restauración.
Naturalmente, y a pesar de conseguir un relativo retiro en atención a su penosa situación, no está exenta de presiones: «los de Publicidad y Promoción», «los de Relacciones Públicas», «la pasta y los jefazos» están ávidos de explotar cuanto antes el prodigio que Croft ha puesto en sus manos. Pero gracias al tempo narrativo, y a la maestría del autor, transcurren por unos cauces bellamente literarios, acomodadas a la pregnancia de la Forma. Duele comparar el relato de esas presiones con el que hizo Frederick Wiseman para TV en National Gallery, especialmente con las reuniones donde asistimos al acoso a la dirección del museo por parte de los acólitos del espectáculo.
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