En un escrito anterior, “Ridículos y heroicos equilibrios” (en Hum 736. Papeles de cultura contemporánea), tratando de explicarse la razón de la insistencia en una praxis que se sabe de antemano condenada al fracaso, pregunta Bonachera: «¿y si esta obcecación fuese una especie de ceguera que el artista necesita para “ver”? ¿Y si lo que a veces nos parece estupidez no fuera sino una vía hacia otra forma de comprensión?». Se trata, en efecto, del tema de fondo de La naturaleza de las lágrimas. Esa dialéctica del ver (o no) algo de un orden específico, extraño a las leyes que presiden la realidad ordinaria, es lo que regula la relación de mutua incomprensión entre Henry Brandling y Sumper. Y, dos siglos después, la de Catherine y Croft. (En Sumper, por cierto, percibimos la sombra de otro personaje carismático de Carey: el McCorkle de Mi vida de farsante, cuya fuente está limpiamente expuesta en el pórtico de la novela, que hacia el final de la misma re-elabora en una escena espeluznante: «Contemplé al engendro, al desgraciado monstruo que yo había creado. Él apartó la cortina de la cama, y sus ojos, si es que se les podían llamar ojos, me estaban mirando fijamente» Mary Shelley, Frankenstein o el Moderno Prometeo.)
Lo que mueve a Henry en su búsqueda desesperada es dar un consuelo a su hijo Percy. En los dominios de Sumper, donde se cifran todos sus anhelos, el éxito de la empresa depende en buena medida del pequeño Carl. Y Bonachera había apuntado: «esa ilusión pueril que promueve tareas abocadas a la insatisfacción tal si no tuviera memoria de sus frustraciones, pudiera asimismo ser, no ya un engaño o una esperanza tramposa […], sino un ánimo (una fuerza) limpiamente infantil, inocente, incansable y hasta impertinente».
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