Pero Catherine, a pesar de haber aprendido la lección, sacado las consecuencias oportunas y adaptado a ellas su rutina laboral, concluye que no puede extenderlas más allá. Se resiste. «Había sido emocionante mirar a través de un cristal, en la oscuridad, para ver o intuir lo sucedido en Furtwangen y en Low Hall tanto tiempo atrás. Estudiar las cosas de este modo no requiere interrogar al incierto mundo. De hecho, uno advierte pronto que lo que era confuso en un primer momento no se hará más claro, por mucho que uno lo escrute y suelte tacos. Y uno aprende a vivir con esta imprecisión y ambigüedad, algo que nunca haría en la propia vida.»
En la propia vida necesita claridad. Acaso para tratar de poner orden en el desorden interior, para apaciguarlo. (Y acaso Croft actúe en sentido inverso por lo contrario). De hecho, un par de veces en la novela explica Catherine el polo que había guiado su búsqueda personal, y en las dos ocasiones matiza ésta apuntando la atracción del polo opuesto:
«Parte de la restauración consistía en descubrir la correspondencia entre agujeros y tornillos, y, por exasperante que esto parezca, era realmente lo que me agradaba de la relojería tal como la había aprendido de mi abuelo Gehrig: la paz total y completa de esta tarea. Cuando yo quería ir a la escuela de Bellas Artes, pensaba que eso era lo que se debía sentir al pintar –digamos- como Agnes Martin. Jamás se me cruzó por la mente que esta pintora pudiera sufrir depresión».
«De pronto recordé qué hermoso había sido ser estudiante de arte, ser tan joven. Yo había ingresado en la universidad de Goldsmiths con la idea de que pintando conseguiría la paz de espíritu. En lugar de eso descubrí el sexo.»
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