La atracción por «ese silencio sin memoria de palabras» («Silencio») también se expresa con el desdén que a la escritura le produce la precisión. Si la vertiente ruidista celebra la distorsión, la confusión inducida por el estruendo, la destrucción significante por saturación sónica, que deshace toda posibilidad de articulación fonológica, la vertiente silente, sencillamente, renuncia a las explicaciones. Y uno encuentra placer en sus evasivas, se solaza en deliciosas vaguedades como las que abundan en La hora de la estrella: «Hay los que tienen. Y hay los que no tienen. Es muy simple: la muchacha no tenía. ¿No tenía qué? No es más que eso mismo: no tenía. Si se tercia que me entiendan, está bien. Si no, también está bien».
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