Por el contrario, la identidad estaría lastrada por la antigua concepción cerrada, mecánica, del cuerpo. El narrador de La casa y el cerebro, de Edward Bulwer-Lytton, cita un experimento de Paracelso que es elocuente al respecto. «Una flor muere; usted la quema. Los elementos que había en esa flor mientras vivió, cualesquiera que fuesen, se han ido y dispersado, usted ignora adónde; no puede descubrirlos ni volver a unirlos. Pero sí puede, gracias a la química, a partir del polvo quemado, evocar un espectro de la flor con la misma apariencia que tenía en vida.
Lo mismo sucedería con un ser humano. Su alma ha huido de usted igual que la esencia o los elementos de la flor. Aun así, puede crear su espectro. Y ese fantasma, aunque en la superstición popular se identifica con el alma de los que se fueron, no debe confundirse con la verdadera alma; es solo una imagen de la forma muerta.» La identidad es ese espectro.
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