La ¿casualidad? quiso que mientras Ben Lerner veía El reloj y, fruto de su visionado, experimentaba la epifanía que le llevó a dar forma a 10:04 (a pesar de que en la nota final explica que «el tiempo en esta novela […] no siempre corresponde con el tiempo del mundo»), Sarah Thornton escribía 33 artistas en 3 actos. De hecho ella visitó el estudio de Christian Marclay cuando estaba terminando el montaje. El libro es un reportaje muy ameno sobre la escena global del arte (y nos complace especialmente que, para cifrarla, haga uso de la metáfora teatral, como Juan Antonio Ramírez). De su mano conocemos a algunos de los protagonistas más mediáticos y/o carismáticos, los escuchamos, asistimos a la preparación de exposiciones y a la realización de trabajos emblemáticos que están llamados a ser obras de referencia de nuestro tiempo, visitamos sus estudios y en definitiva se nos hace testigos de este momento histórico. Además, la Thornton, bien informada y muy sagaz, va intercalando observaciones críticas propias y sobre todo ajenas que contribuyen a dar sentido al conjunto. Jeff Koons apunta de pasada: «Para ser un hombre gay, la relación de Warhol con la reproducción es muy interesante». Kutlug Ataman: «A diferencia de otras profesiones, los artistas cortan la rama donde están sentados».
Qué buena obervación esa última. Sirve para explicar por qué el arte es un cortocircuito del progreso (del Progreso con mayúscula y del otro, del propio). Lo que es más difícil de explicar, sobre todo a los que no son artistas o son ajenos a su poder, es por qué es tan necesario ese cortocircuito del progreso para el propio progreso. Digamos que es una forma de aqduirir conciencia. Para saber que uno está siendo útil (o para saber si lo está siendo o no, y para saber si tiene algún sentido útil ser útil), uno tiene que dejar de serlo y perder tiempo mirándose desde fuera. Es lo que podríamos llamar la retorcida forma que tiene el arte de ser útil siendo -y reinvindicando- lo inútil.