Recuperamos este post de Andrés Soria que nos introduce en la temática de la exposición que acabamos de inaugurar.
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Casa Rudofsky
Debieron ser fantásticas aquellas reuniones entre Nerja, al borde del mar, y Frigiliana, bajo los picos de la Sierra de la Almijara, entre 1969 y 1971, en esas casas, todas bonitas y sobrias: por su orden,
la de Francisco Ginerde los Ríos y la de Laura de los Ríos y Francisco García Lorca- en una calle por un lado, asomadas por el otro a un campo que termina en un acantilado sobre el Mediterráneo de Nerja; esta última fue la incitación de las demás: la vecina de Jorge Guillén, ladera arriba la más moderna del pintor José Guerrero, ya instalado en Nueva York, y por su influencia la de Bernard Rudofsky y su mujer Berta, ya en Frigiliana y recién construída entonces. El paraje estaba todavía intacto en comparación con la Costa del Sol malagueña, y en los márgenes de la Dictadura de Franco, aquel grupo compartía la experiencia del exilio o de la emigración, la curiosidad, el gusto por lo que hace siglos se llamaba la civil conversación.
Las anécdotas que se recuerdan de Rudofsky tienen que ver con cierto ingenio sarcástico. Y esa propensión crítica se ha glosado en un jugoso Seminario Internacional en Granada, Bernard Rudofsky: desobediencia crítica a la modernidad, organizado por Yolanda Romero (Centro José Guerrero) y Mar Loren (Universidad de Sevilla), las que han conseguido que “la casa”, llamada
así por su dueño, en español, sea declarada Bien de Interés Cultural. A su vez fue Lisa Guerrero (1953-2009) la hija de José, quien llamó la atención sobre el interés y la necesidad de preservarla.
¿Por qué? Esa casa- estudiada por Mar Loren- con patio, con un muro al servicio de un árbol, pavimentos para pisar descalzo y sillas sin respaldo (las visitas recuerdan que sí lo tenía la silla donde se sentaba él) era todas las casas, el elemento central de su pensamiento arquitectónico. Como
capas en sucesivas, junto a la ropa y el calzado- odiaba las botas, fabricó sandalias- la casa se integraba en un conjunto de formas de vida (Lebensweise) resistentes a la homogeneización cultural occidental y obviamente anticipadoras del ecologismo (A. B. Guarneri habló de ellas).
Los asistentes al congreso-estudiantes de historia del arte, arquitectos, artistas, alguno venido de Madrid- supieron que esa casa se construyó en el Occidente del Mediterráneo tras otros intentos en
el lado oriental de ese mar donde la arquitectura que le interesaba funciona “como un girasol”. Giancarlo Cosenza evocó la colaboración con su padre Luigi Cosenza y su fascinación por la isla de Procida (“Los viajeros debe dejar en paz a Procida, los artistas encontrarán sensaciones nuevas, los arquitectos revelaciones, los gourmets bocados deliciosos, los amantes cobijo”, le escribió).
En realidad hay que tirar brevemente de algunos datos biográficos, porque dibujan el perfil
fascinante y tremendo de una vida del siglo XX. Varias de las charlas se centraron en episodios de su peripecia. Austríaco de 1905, creció y estudió en la Viena extraordinaria de Loos y Freud y empezó a viajar desde muy joven, a Turquía, por Europa – a la exposición de la Bauhaus en Weimar- pero
sobre todo al Mediterráneo. Se doctoró en 1931 con una tesis sobre un edificio de las Cícladas, se instala en la zona de Nápoles (Capri, donde quizá se cruzó con Walter Benjamin, sin conocerlo, la ya citada Procida); luego en Milán, como editor de la revista Domus.
Pero en 1938 Hitler se anexiona Austria y en Italia se promulgan las leyes raciales, haciendo imposible el sueño italiano. Rudofsky- como Stefan Zweig- emigra a Brasil, donde diseña muebles y casas (en el volumen futuro se leerá la conferencia de Lauro Cavalcanti). En 1941 se traslada a Nueva York. En 1947 publica Are Clothes Modern? y produce las sandalias “Bernardo” (1946-64); en 1948 se hace ciudadano de los Estados Unidos. Da clase en Japón, en el MIT, en Yale, organiza exposiciones itinerantes, sobre todo Arquitectura sin arquitectos. Sigue publicando en medio de viajes y lecciones por todo el mundo hasta su muerte en Nueva York en 1988.
Si nos fijamos: Viena, no Berlín, el Oriente y el Mediterráneo más que el occidente de la arquitectura moderna (Antonio Pizza habló en este sentido sobre sus relaciones con Sert y Coderch), la arquitectura vernácula frente a la de los arquitectos (Alberto Ferlenga se ocupó de otros arquitectos coetáneos también preocupados por la arquitectura rural y popular).
Y la casa. Nada más instalarse en los Estados Unidos le ajustó las cuentas a las casas
convencionales de la guerra fría en un libro que no se atrevió a titularse La cabaña del Tío Sam y acabó llamándose Behind the Picture Window; tras los amplios ventanales de las casas “normales” americanas se despliega una extensión perversa de la idea de la casa como “máquina de vivir”, sumisa al control social justo por su mecanización. La visión de esos niños será tele-visión, decía, según Feliciy Scott. La fabulosa elocuencia de las imágenes de Arquitectura sin arquitectos (1964) se ocupa de las casas de los pobres, inadvertidas por la arquitectura oficial; a juicio de Marcel Vellinga, sus opiniones sobre la arquitectura vernácula, aunque fueran esencialistas y arbitrarias, siguen teniendo poder terapéutico para purgar de prejuicios a los adoradores de la vanidad arquitectónica.
Tiesos en los taburetes y quizá tiesos de frío, algunos recuerdan que aquellas reuniones en casa de Rudofsky merecían la pena.
Andrés Soria Olmedo
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