A pesar de haber sido uno de los personajes más relevantes de la cultura del siglo pasado, hoy en
día casi nadie conoce a Bernard Rudofsky. La razón de esta contradicción la encontramos en el escepticismo que hay en su discurso sobre la cultura contemporánea, y también en el modoen que la cultura contemporánea ha bregado siempre con aquello que era relevante y cuestionaba su dominancia.
La figura de Rudofsky puede comprenderse desde muchos puntos de vista. Fue arquitecto, diseñador, escritor, comisario de arte, pero antes que todo eso fue un arqueólogo: si algo hay en común en las obras del ecléctico vienés fue su voluntad de hacer una arqueología de lo moderno a través de la historia de cultura. Dada su visión de la arquitectura y el diseño contemporáneos, podemos calificarle como un auténtico aguafiestas. El siglo al que la revolución industrial había construido unas alas y un motor a reacción no acogía con gusto a quienes no veían la desmesura como un eminente valor de lo moderno. Pero es que Rudofsky no entendía que la modernidad, dentro del ámbito de la proyección y construcción de casas, obviara el entorno natural donde se ubicaban esas casas. Como tampoco entendía que la ropa no se acomodara a los cuerpos ni que las sillas dejaran de adaptarse a las posturas.
Rudofsky tenía un concepto de la modernidad muy distinto del que tenían la mayoría de sus contemporáneos. Para él se trataba de una herramienta que despojaba a los hombres de su exceso de yo. Significaba libertad, pero libertad para buscar vías que perfeccionaran la comunión del hombre con el mundo. Para otros muchos la libertad moderna acabó encarnando la posibilidad de finiquitar ese contrato con el objetivo de reforzar otro: el que, basado en un antropocentrismo megalómano, consideraba el yo como el propio mundo y cerraba las costuras dialécticas del hombre en torno al propio hombre. Un bastardo concepto de lo moderno que triunfó y que no ha hecho otra cosa que alquitranar las autopistas del modelo social que nos contiene (y bajo las que se sepulta el legado ilustrado que posibilitó una vez la verdadera modernidad).
Puede que suene desmesurado afirmar que Rudofsky fue uno de los personajes más importantes de la cultura del siglo pasado, pero eso se debe a nuestra costumbre de pensar que lo estético es sólo estético y nunca ideológico. Lo estético siempre es ideológico, y bajo esa premisa es como conseguimos comprender la dimensión de un artista que debería verse como un filósofo moral antes que como un simple renovador de los espacios y los hábitos domésticos.
Si decimos que Rudofsky irrumpe en la historia no es para poner énfasis en la importancia de su trabajo, sino para ilustrar el hecho de que sus obras están relacionadas con la denuncia de un error de dirección en el camino de la historia. Su trabajo es políticamentalmente disidente. Acepta la modernidad porque es una fuente de libertad que le permite hablar, pero usa esa libertad para hacer una crítica de la propia modernidad, para señalar el callejón sin salida -y sin libertad- en el que poco a poco le han ido introduciendo aquellos que pretenden hacer de lo moderno, de esa fuente de libertad, un nuevo yugo especulador y, por supuesto, antimoderno.
Rudofsky fue lo suficientemente inteligente, valiente y honesto para mirar más allá de las modas y las corrientes del diseño y la arquitectura, los ámbitos donde más se prodigó. Él siguió fijándose en la integración de los edificios en la tierra y de las ropas en los cuerpos, e intentó mostrar los errores que habían hecho posible que olvidáramos que esa armonía, precisamente, había sido siempre el objetivo del arte de construir y de diseñar. Si lo llamamos arqueólogo es porque psicoanaliza la civilización y si lo llamamos aguafiestas es porque acota la vanguardia, pero no porque sea, ni mucho menos, un reaccionario. Rudofsky se limitó a señalar la vereda por donde deberíamos haber caminado para hallar un futuro con sentido en la historia. La vereda antigua y dejada atrás, aquella donde lo
moderno -ese hallazgo esbozado en el Renacimiento gracias al legado grecorromano y que la Ilustración terminó de apuntalar-, no terminaba enterrado bajo la autopista que finalmente nos ha llevado al medievo posmoderno.
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