Una obviedad: lo que ocurre en el interior de un museo no se entiende sin tomar en cuenta el exterior del tejido social en que se inserta. Debe entonces ser bienvenido el hecho de que el Centro José Guerrero acogiera, los pasados 7 y 9 de junio, las jornadas granadinas del proyecto REU08, una propuesta de trabajo colaborativo que recorre las capitales andaluzas (ya ha tenido lugar en Sevilla y Málaga, y se realiza paralelamente en Granada y Córdoba) y cuyo fin es el de reflexionar sobre políticas culturales, agentes culturales y ciudadanía, cartografiando su interacción en cada lugar y generando redes de trabajo que permitan tomar posiciones futuras. Bajo el título ¿Quién está detrás de la cultura?, REU08 convocó una sesión de presentación de comunicaciones y dos sesiones de trabajo que tienen ya de entrada una virtud: la de recordarnos que cultura moderna y política se entreveran sin remedio, que es imposible nombrar la una sin poner en juego la otra. Y que así fue, añadimos nosotros, desde el primer momento.
Participantes del primero de los grupos de discusión que tuvo lugar durante las jornadas.
Decía T.J. Clark que el arte moderno no nació con la apertura de la sala M. del Salon des Refusés, sino el 24 Vendimiario del Año II. Es decir, el 16 de Octubre de 1793: el día en que María Antonieta fue guillotinada. Y no es una boutade. El arte moderno se define por vertebrarse en torno a la contingencia desechando las normas predeterminadas. Y contingencia, en términos históricos, no quiere decir otra cosa que política. Pues bien: fue el 24 Vendimiario cuando tuvo lugar la fusión inaugural de arte y contingencia. En torno al mediodía, horas antes de la decapitación de la reina, la Sección del Museo marchó en procesión homenajeando a Marat, «el amigo del pueblo» asesinado por una girondina. La comitiva terminó su trayecto en el patio del Louvre, donde se exhibió públicamente el asombroso La muerte de Marat de David. No es casual que justo un día después la misma Sección del Museo solicitara, con éxito, el acceso al Club de los Jacobinos, donde sólo las más puras de entre las secciones revolucionarias parisinas fueron aceptadas y «pureza» es, aquí, un término clave. David había pasado dos meses pintando La muerte de Marat, posiblemente con aquel acto futuro en mente, asumiendo la tarea de representar en él al pueblo, en adelante la nueva imagen del poder. Pero representar al pueblo no era sencillo. Contrariamente al monarca, aquél no sólo emergía de la contingencia, hijo y actor de la historia y la política, sino que sus atributos, en términos sociales, constituían un vacío y se definían sólo por oposición a los aristócratas, a los ricos, a los holgazanes. Para los burgueses que realizaron la Revolución, la representación del pueblo, de aquellos cuyo trabajo de facto dirigían, sólo podía consistir en la postulación de un proceso de purificación, de abstracción, medido sólo por el límite de la vida humana libre del artificio que idealizaban. De ahí el indefinido cuerpo del Marat de David; de ahí la extraña articulación, el hiato, entre la contingencia radical del detalle político que invade la parte inferior del cuadro (las cartas, el tintero, el cuchillo, el billete ) y la parte superior donde no hay en realidad representación, ni siquiera de la nada, sino tan solo la pintura misma como pura actividad material más iluminada a la derecha, lejos del cuerpo, como era propio de alguien que creía en la luz de la historia, cifra tanto de la imposible representación del pueblo como del espacio de los posibles que su propia indeterminación abría. Y al pueblo y a su elevación (¿su purificación?) fue a quien igualmente se dirigió, apenas unas semanas después, la apertura del Museo del Louvre, inconcebible sin ese hiato que permitía la transformación del pueblo irrepresentable surgido de la contingencia histórico-política en el sujeto abstracto de la experiencia estética.
No es exagerado decir que durante siglo y medio ese hiato ha sido consustancial a la identidad del museo. El museo ha funcionado históricamente como un dispositivo de diferenciación del sujeto, como una institución afirmativa, por decirlo en términos de Marcuse, capaz de proporcionar la experiencia de una plenitud temporal y aparente que, a cambio, dejaba intactas, reafirmándolas, las condiciones históricas efectivas de formación de la subjetividad. Pero, como sostiene Benjamin Buchloh («La promesa fraudulenta», en 10.000 francos de recompensa (el museo de arte contemporáneo vivo o muerto)), el museo moderno albergaba también un elemento desestructurador del sujeto. Enfrentado a unas obras y a unos productores que se oponían dialécticamente a las definiciones dominantes del sujeto, del objeto y de la interacción entre ambos, el espectador aceptaba un desafío: armado de los criterios de juicio que el propio museo se encargaba de salvaguardar, recorría las operaciones del productor artístico y visualizaba organizaciones y funciones del objeto incompatibles con aquellas definiciones. Se veía así enfrentado a la valoración de la producción del objeto, a la visualización de la fisura existente entre el sujeto como abstracción representacional y las condiciones efectivas de su formación, indefectiblemente ligadas a la mano de obra y la producción. El museo como institución no era por tanto ideológicamente unívoco, y permitía una articulación productiva del hiato que presidió el origen político del arte moderno. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando, como anticipaban Beuys o Broodthaers, ese hiato se diluye?
Cuando históricamente los individuos de clase media se han convertido en pequeños capitalistas que especulan en el mercado de valores y abrazan su expansión a escala global, convertidos en participantes activos y constitutivos en el universo corporativo, comienzan a demandar, dice Buchloh, «también de la obra de arte y del museo la afirmación de su sentido de posesión de derechos y legitimidad». El desmantelamiento en las últimas décadas de los criterios de juicio y evaluación que antes el propio museo salvaguardaba, desmantelamiento cuyos resultados son la frecuente igualación del objeto de consumo y el objeto estético y la disolución de las condiciones materiales de la producción en el continuum del espectáculo, parecen satisfacer esa demanda. Este nuevo espectador se enfrenta ante la actual proliferación de arte contemporáneo no como ante el desafío dialéctico antes descrito, sino simplemente dispuesto a gozar el acto mágico de la generación de plusvalía a partir de la nada. Y, de este modo, una mutación en la exterioridad social parece haber encontrado un correlato institucional cuya contestación y reorientación es hoy tarea prioritaria del museo.
Dar cuenta de cómo esa exterioridad se estructura en el nivel local (en la medida en que hoy puede sin más decirse «local») requiere tomar en consideración un palimpsesto de estrategias y narrativas que hunden sus raíces en diferentes diacronías y modelos de eficacia simbólica, capaces al mismo tiempo de reorganizarse en torno a lógicas globales de homogeneización y diferenciación. REU08 se ha propuesto cartografiar los elementos de esa articulación:
desde la apuesta político-empresarial por la generación de plusvalías, ya sea a partir del fomento de una marca-ciudad que estimule el turismo cultural o bien a partir de la organización y rentabilización de la dinámica de la ciudad creativa, hasta la red de colectivos que, trabajando en intersticios no siempre visibles, son capaces de producir una contrarepresentación y generar una contra-memoria no especulativa. Una cartografía compleja, sin duda. Pero necesaria. Porque ya se sabe: sin un mapa es muy difícil navegar.
Gabriel Cabello
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