En un reciente número de la revista Brumaria dedicado a la imaginación política, Darío Corbeira y Marcelo Expósito escribían que quizá sea ahora el momento de establecer las geneologías de las prácticas artísticas en las que la herencia radical de las vanguardias históricas coincida con las nuevas formas de política y de representación social. Experiencias diseminadas en América Latina o en Europa del Este cuya historización, lejos de neutralizarlas, supondría una multiplicidad en conexiones y establecimiento de redes. Es necesario aventurar diagramas genealógicos, declaraban.
No deja de ser paradójica esta llamada a lo diagramático, a la multiplicidad reducida a un mapa de nodos conectados entre sí. Por un lado, se repiten las formas de escritura de la historia; como es sabido, el diagrama es el elemento tomado de la organización empresarial fordista que Alfred Barr utilizó para domesticar e institucionalizar la vanguardia en el recién fundado MoMA. Por otro, reducir una historia cuyo pasado se encuentra incorporado al presente como elemento de consumo a un mapa abstracto puede convertirse en una tarea similar a la de construir a partir de ruinas, o a una historia después del paradigma do-it-yourself, un ejercicio de historización ajeno a cualquier posible totalidad. Algo así viene a ser el siguiente diagrama de la artista Zannie Begg, una cartografía de las relaciones entre multitud e imperio, con algunas omisiones, pero con un sentido lúdico y fragmentario inevitable.
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