El espacio como registro del tiempo.
A propósito del patio renacentista del castillo de Vélez Blanco
El castillo de Vélez Blanco (Almería) fue construido sobre los restos de una alcazaba islámica, entre 1506 y 1515, por orden de Pedro Fajardo, adelantado de Murcia, tras su nombramiento por los Reyes Católicos como marqués de los Vélez. Se atribuye al arquitecto italiano Francisco Florentino, junto a Martín Milanés y Francisco Salazar, maestros de canteros y carpinteros provenientes del País Vasco. Su traza inicial gótica pronto cambió hacia los nuevos modelos italianizantes para conformar una de las más sobresalientes obras del Renacimiento español. A partir del siglo XVII, el castillo comienza a sufrir una lenta decadencia, seguida de un continuado expolio, cuyo punto culminante sucederá en 1904, cuando uno de los patios renacentistas del castillo se venda y, después de algunas escalas en diversas ciudades europeas, acabe siendo trasladado a Nueva York en 1920, concretamente a la residencia privada del banquero George Blumenthal, situada en la esquina de Park Avenue con la calle 70. En la actualidad, el patio puede verse en el Museo Metropolitano de Nueva York, al que fue donado tras la muerte del banquero. La presente disposición del patio difiere en parte de la original, ya que hubo que adaptarlo a las condiciones concretas del espacio expositivo que le fue destinado, en un proceso de descontextualización y musealización que, hasta el momento, puede darse por concluido.
Mayo 1904-1992
La instalación Mayo 1904-1992 de Soledad Sevilla trabaja sobre los restos vacíos de ese patio, sobre la cicatriz de una arquitectura sustraída. En palabras de su autora: «El impacto de esa historia, aletargado hasta ese momento, desencadenó la idea de devolverle el patio al castillo. Nunca había estado en Vélez Blanco, no sabía si sería posible llevar a cabo ese proyecto. Cuando visité el castillo me pareció que el espacio era inmejorable para poder realizarlo. Se trataba de poner unas pantallas en los huecos que recogieran la imagen, y las paredes en ruinas fueron el soporte perfecto para la proyección. El equipo viajó a Nueva York y fotografió el patio, actualmente en el Metropolitan Museum, donde se instaló después de una serie de vicisitudes en la pasada década de los 60. La proyección tuvo lugar durante tres noches consecutivas. Encendíamos los proyectores al atardecer y. a medida que se iba haciendo de noche, la imagen iba cobrando intensidad; con la noche cerrada el patio alcanzaba todo su esplendor. También se apagaban lentamente, y el patio se esfumaba perdiéndose en la noche, poco a poco, como había aparecido».
Se trata, por tanto, de una restitución inmaterial que, a través de proyecciones, devolvieron durante tres noches los pórticos expoliados a su lugar de origen, mediante una fantasmagoría que iba haciéndose visible a medida que se ponía el sol y las proyecciones tomaban cuerpo en la oscuridad nocturna. Esta reconstrucción virtual de un espacio perdido pone de manifiesto la imposibilidad de recrear unas cualidades que han sido destruidas al trasladar los mármoles renacentistas a un lugar completamente diferente y alejado. La instalación enlaza, en cierto modo, con la teoría estética de Adorno y las tensiones socio-históricas depositadas en el material mismo de las obras de arte: «El momento histórico es constitutivo en las obras de arte; son auténticas las obras que se abandonan al material histórico de su tiempo sin reservas y sin jactarse de estar por encima de él. Estas obras son la historiografía inconsciente de su época; esto las conecta con el conocimiento».
La aparente contradicción entre la auténtica pieza, descontextualizada, hasta cierto punto modificada acríticamente y, por lo tanto, cosificada como mercancía, musealizada en otro continente presa de las corrientes económicas de un capitalismo desbocado, contrasta con la pieza contemporánea: la imagen proyectada de lo que ya no existe en su lugar y sentido original. En este sentido, la propuesta de Sevilla no parte de una mirada nostálgica que pretenda recuperar una historia pasada perdida. Se trata, más bien, de una reflexión visual sobre la memoria y el pasado que, colateralmente, incide en la mercantilización y la descontextualización de tantas obras de arte sacadas de su lugar de origen durante la Edad Moderna y la Contemporánea.
Apropiación y ausencia en el patrimonio
Más allá de esta reflexión, quizá la primera y más evidente, la obra nos habla también de la apropiación, ya que el patio de mármol, su realidad material violentada y transformada, es apropiada en imagen para ser devuelta simbólica y poéticamente a su lugar de origen. Recuperación de un fantasma, apropiación de un espectro que pone de manifiesto unos hechos que han sido práctica común hasta nuestros días: el comercio indiscriminado del patrimonio en lugares desfavorecidos, es decir, el expolio moderno. Así, la idea misma de autoría se atomiza en esta obra: el autor original del patio se disuelve entre el equipo concreto que se desplaza a Nueva York para fotografiar y grabar los restos de columnas y arcos, y la propia Sevilla que, como una suerte de director de cine, dirige la operación. En este sentido, Barthes y la ausencia de autor planean sobre Mayo 1904-1992.
La posmodernidad tiene también su espacio en esta instalación, en la retórica del fragmento y la recuperación de las formas del clasicismo tomada a partir de detalles aislados, situados en otro contexto, cambiadas de sentido. Artistas de diversas disciplinas como Italo Calvino, Peter Greenaway, Aldo Rossi o Michael Nyman harán del fragmento (clásico) y su transformación, el leitmotiv de gran parte de su obra. Esta práctica, común en la arquitectura posmoderna del último cuarto del siglo XX, no pasa desapercibida para una artista que declara lo siguiente acerca de la estrecha relación entre su obra y la arquitectura: «Desde siempre, mi trabajo ha estado condicionado por el espacio. Las aproximadamente sesenta instalaciones que he hecho, han sido piezas elaboradas con la fusión de alguna idea previa adaptada al espacio en el que se instalaba».
El espacio como registro del tiempo
Por último, la restitución elegida, la de la imagen proyectada remite a propuestas cinematográficas diversas. Por una parte, la profunda reflexión sobre el espacio como registro del tiempo realizada por José Luis Guerín en Tren de sombras (1997), en la que la proyección de imágenes del pasado desencadenaba la conciencia del presente. Por otra, de manera más superficial y lúdica, lo que sucede en La rosa púrpura del Cairo (1985) de Woody Allen. ¿Puede lo registrado en imágenes y después proyectado gozar de auténtica vida? ¿Puede lo fantasmagórico transformar efectivamente lo real? La desmaterialización del arte, su transformación en experiencia de la que nada queda después, más allá del registro fotográfico o narrativo de su acto, se hace patente.
Mayo 1904-1992 refleja, al mismo tiempo, la crudeza del expolio y las dificultades de recuperación de la memoria. Además, pone en tela de juicio la autoría (algo que es evidente en algunas obras patrimoniales, donde la identificación del espectador con una obra es del orden de lo familiar), al apropiarse de una imagen para restituirla. La instalación muestra, sin ambages el hálito poético de la autora para crear un espacio ensoñado, inmaterial, irreal, cercano a lo onírico. En palabras de Benjamin, la obra es capaz de volver a «la imagen del pasado que amenaza desaparecer con cada presente que no se reconozca mentado en ella».
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