Escribe Zuckerman en Visita al maestro, una de las mejores novelas de Roth, que cuando es invitado a la casa de uno de los escritores que más admira, E. I. Lonoff, este le comenta que tiene la voz más persuasiva de su generación. Lenoff, ante el agradecido e incrédulo pasmo de Zuckerman por el cumplido, precisa alzando el dedo para marcar la diferencia: “No me refiero al estilo. Me refiero a la voz: algo que empieza en las corvas y va subiendo hasta más allá de la cabeza”. Zuckerman se pasa el resto de la historia preguntándose en qué consistirá exactamente eso de la voz sin hallar una respuesta, quizá en parte debido al denodado despiste que le suscita la presencia de la secretaria de Lenoff, una joven que parece ser la mismísima Ana Frank y a la que sin duda le gustaría tumbar en el suelo de su cocina tal y como ha invitado a tumbarse a todas las amigas de su novia antes de que esta decidiera abandonar la casa que compartían.
Otro Frank, Robert, nos sirve para llegar a los últimos días de Manuel Bello, el fotógrafo de Guadix cuya obra se expone ahora en la Sala Alta de los Condes de Gabia y cuya voz (ese intangible que no es el propio estilo, sino algo aún más inefable) nos sirve para entender dónde se halla la atracción que nos suscita su fotografía: Bello, enfermo de cáncer, ya moribundo en la cama del hospital, le pidió a su amigo y también fotógrafo Vicente del Amo, que le llevara el libro Los americanos, de Robert Frank. Según del Amo, parecía como si quisiera llevarse aquellas imágenes en la retina. Era 2009. Robert Frank tenía la voz más persuasiva de su generación. Probablemente pudiera decirse lo mismo de Bello a pesar de que en su caso nos remitiéramos a un espacio y una población más reducida. Sin embargo, creo que lo más acertado es decir simplemente que tenía voz: eso que nace en las corvas y va subiendo hacia más allá de la cabeza. Ese halo puramente laico pero que parece místico en algunos creadores, pues los convierte en profetas: es inevitable que aquellos que se les acercan se conviertan inmediatamente en sus epígonos.
Se podría señalar cierta influencia de Frank en Bello (como a Zuckerman la de Lenoff), sin embargo, a pesar de que encontremos cierta atmósfera familiar en alguna fotografía, el influjo más significativo sería más bien moral, por decirlo de algún modo, pues si algo le copió Bello a Frank fue esa máxima vital que le hizo alejarse de la ingeniería newtoniana y acercarse al nomadismo de ese gitano continental que era Henri Bergson.
A Bello le importaba un bledo que su fotografía trascendiera. Que se apreciara sí le importaba, pero no tenían que ser mil personas o millones. Había visto a alguien llorar con alguna fotografía suya. Le habían dado las gracias en alguna ocasión por haber hecho otra. En eso consiste la vocación. En necesitar hacer algo para que eso le ocurra a las personas. A dos. O a un millón. El arte tiene lugar cuando alguien reconoce el mundo a través de tu visión del mundo plasmado en una foto, un cuadro, un texto. Por eso es importante tener voz. Eso que ya casi nadie tiene ya y que se perderá pronto por completo debido a la injerencia de una inteligencia artificial a la que el neoliberalismo le ha allanado el terreno tras convertir la cultura (ni nos hemos dado cuenta de que lo ha hecho, y si lo hacemos, ya no nos importa, he aquí el gran drama) en un producto.
Robert Frank, Manuel Bello, Nathan Zuckerman son apenas unos puntos asomados a la aleta de estribor de un barco que estamos perdiendo de vista.
Con 23 años Manuel Bello empezó a trabajar como fotógrafo en el Diario de Granada, poco después se convertiría en el jefe de Fotografía del Diario Jaén. Sin embargo, enseguida dejaría de lado el trabajo de reportero para convertirse en freelance, un modo de vida mucho más acorde a su naturaleza y que le acercaría a publicaciones como Interviú, Tribuna, Tiempo o El Europeo.
En el periodismo no se hallaba lo que él estaba buscando. Seguramente no lo encontró fuera del periodismo, pero es que nadie lo encuentra nunca en ningún sitio. Ni Lenoff ni Zuckerman lo encontraron. Ni Robert Frank lo encontró tampoco. Ser humano significa básicamente no encontrar nada, eso sí: para poder llamarte de esa forma tienes que dedicar tu vida a buscarlo. Abandonarte por completo a la idea de no conseguirlo, pero también a la de perseguirlo a pesar de saber que será en vano. Nuestra identidad se basa en seguir al pie de la letra ese camino que carece de pie y de letra. En no saber y en no poder dejar de intentar saber. Es lo que hizo Bello con ahínco. Lo mismo que hizo Daido Moriyama y Baudelaire. Ser un perro callejero buscando el alma humana en los basureros de la ciudad. De ahí que Bello dejara el periodismo. Y de ahí que las reseñas sobre su trabajo relacionen sus obras siempre con lo desvaído, lo sugerido, lo evanescente.
Poca gente lo sabe, pero el mejor homenaje que le han hecho nunca a Manuel Bello, la mejor reseña y la mejor biografía, se la hizo Francisco Baena en 2017. Y no con un texto crítico o con más fotografías, sino con una novela en la que él no salía. Se llamaba Avery Jones y la publicó una pequeña editorial llamada Libros de autoengaño. Una novela donde se busca a Bello, donde no se le conoce, donde se le intuye, donde de hecho aparece, evanescente, sugerido, implícito. Él, Manuel Bello, es en la novela, el objeto de la búsqueda. Como un fotógrafo que se lanza a una road movie sin reloj y sin más orientación que la de un pálpito, la protagonista de Avery Jones se lanzará a la carretera y allí buscará a Manuel Bello. No lo encontrará, igual que Manuel Bello no encontró nunca lo que buscaba (de ahí que siguiera haciendo fotos y dejara tras de sí una gran obra):
“No sé por qué, pienso de inmediato en la foto que vi en casa de Pam. Algo vibraba en ella que me ponía en contacto con ¿qué? No sabría decir. Una oscilación. La reminiscencia de un estremecimiento muy lejano que de algún modo percibí. En eso sentí el eco sordísimo de una onda emitida por quién sabe qué, ni cuándo. No sé cómo, pero lo distinguí. Decido escribir sobre esa foto. La vi la misma noche que Susan me presentó a Fuzz. Quizá eso quiera decir algo”.
«Es noche cerrada, pero un potente foco tapado por la copa frondosa de un árbol baña con luz dura, muy contrastada, el jardín. Prácticamente convierte en nieve el césped. Hielo sobre el que el tronco recorta su potente verticalidad. Por las ropas del niño, por lo poco que vemos de sus ropas, ligeramente desenfocadas, podemos intuir que ha de ser primavera. Está apoyado sobre el asiento de un columpio casero: dos cuerdas paralelas que surgen de la fronda sujetan una tabla. Se agarra fuerte a ellas. Son delgadas, pero el niño es pequeño y lo sostienen bien, con estabilidad, sin peligro. No hay nadie más. Y eso es lo inquietante. Un jardín solitario, en plena noche oscura. Un niño solo. Sorprendido por el fotógrafo. Su gesto es ambiguo. Parece que ha sido descubierto y se afana por bajar y escabullirse. Pero el rostro es borroso. No sabemos si ríe, si nos conoce y juega a esconderse, o si, por el contrario, está aterrorizado. La única realidad indudable, quiero decir perfectamente dibujada, nítida en cada hoja, es la del árbol. La realidad botánica. Impasible ante la presencia humana que en seguida, tras unos segundos que no van a transcurrir porque estoy viendo una foto, va a desaparecer. No sé si perseguida por otra forma humana o animal que acaso podría comparecer en la foto siguiente que no existe, por una sombra o sus fantasmas. Lo bonito es que ese niño que se perdió para siempre en la vida, fuera de la foto, donde los segundos sí se sucedieron, sigue alerta aquí., listo para dar el salto que lo salve del tiempo. Para siempre».
Avery Jones, pág. 67
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