Modelos de Arqueología industrial
Los recientes esfuerzos por preservar el patrimonio construido tienden a valorar no solo los ejemplos más evidentes de una arquitectura histórica, monumental, antigua y consolidada, sino otro tipo de actuaciones mucho más cercanas en el tiempo. En este sentido, la reivindicación de la arquitectura moderna y sus modelos urbanísticos ha tenido, por lo general, más éxito que la del patrimonio industrial contemporáneo. El campo de la llamada arqueología industrial es amplio y sus logros aún pueden mejorarse notablemente en nuestros días. Ejemplos tan solventes como la recuperación de las minas de carbón de Zollverein en Alemania o la reconversión del Matadero de Madrid, contrastan con otras situaciones menos afortunadas en las que estructuras de extraordinario valor y relevancia, por desgracia, han sido relegadas al ostracismo hasta su completa desaparición.
Una ortodoxa destrucción: el Toblerone de Almería
Este verano se cumplen diez años de una pérdida cercana e irreparable: la del silo de mineral de hierro de Almería, conocido popularmente como «Toblerone» por la similitud de su forma con la de unas famosas tabletas de chocolate. Este edificio industrial, operativo entre las décadas de los setenta y los noventa del pasado siglo, y que sería definitivamente desmantelado en el año 2013, se constituyó como un personaje destacado en la imagen de la ciudad, y su potencialidad y valor como patrimonio de una época industrial fue tristemente desdeñado por unas administraciones cortoplacistas y una ciudadanía desinformada o, al menos, mayoritariamente desafecta con su suerte.
El caso de Almería es particularmente interesante, pues entre la estación y el puerto de la ciudad aparecían dos construcciones relacionadas con la explotación minera del siglo pasado que corrieron muy distinta suerte. La primera, el Cable Inglés, es una interesante estructura de hierro que a punto estuvo de desaparecer de la ya castigada línea marítima de la ciudad. Su declaración in extremis como Bien de Interés Cultural propició la restauración actual del elemento. La segunda, el Toblerone, una construcción, mucho más reciente ya desaparecida, fue una colosal carcasa de protección frente a las descargas de mineral procedentes de las minas de hierro de los llanos de la Calahorra (Granada).
La absurda destrucción del Toblerone para la construcción de dos discutibles torres de viviendas de lujo abre el debate sobre la necesidad de asignar un valor patrimonial a la arquitectura contemporánea, extendiendo así la conciencia de que las obras relevantes del siglo XX deben ser también efectivamente protegidas. Frente a la indiferencia del gran público ante este patrimonio hace falta una doble labor: primero, una educación cultural, y segundo, una correcta intervención arquitectónica. Es necesario un trabajo teórico de reflexión sobre los conceptos patrimoniales para reconocerlos no como algo fijo, sino como algo vivo siempre ampliable, abierto a nuevos criterios. Debemos, por tanto, hacer entender el patrimonio como un conjunto formado por piezas construidas que nos hablan de cómo fue un momento determinado, que atestiguan el pensamiento de un tiempo concreto. En este sentido, la arqueología industrial, los restos recientes de grandes infraestructuras, poseen el doble interés de ser hitos temporales y físicos en los que mirarnos para comprendernos como sociedad.
El ejemplo del Toblerone, la oportunidad perdida para su recuperación como espacio protagonista de la ciudad a favor de unas banales torres de viviendas, nos recuerda las demoledoras palabras del poeta José Ángel Valente en relación a Almería: «Los nuevos almerienses viven en barrios mostrencos que podrían estar construidos en cualquier parte del mundo, barrios que no tienen memoria, que acaso no lleguen a tenerla nunca».
Una integración interdisciplinar: la estación de Alcázar Genil
Afirmaba el arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas: «Quien ignora el pasado no construirá nada nuevo. La memoria de nuestros antecesores, que es la Historia, constituye una valiosa herramienta para aprender, observar, analizar y pensar».
La estación de Metro de Alcázar Genil (2007-2012) fue la última obra de Jiménez Torrecillas antes de su fallecimiento. Estamos, sin duda, ante una obra de una absoluta madurez en la que algunos conceptos, como la equiparación de las ingenierías de los siglos XIII y XXI, nos llevan a dar una vuelta de tuerca, por analogía, a lo que puede significar la arqueología industrial en nuestros días.
Aunque de la alquería almohade del siglo XIII que da nombre a la estación, el Alcázar Genil, subsiste aún, en relativamente buenas condiciones de conservación, un modesto palacete, su gran alberca de riego y recreo (de aproximadamente 121 x 28 metros) había desaparecido hasta hace bien poco de la traza urbana arrasada por el salvaje desarrollo y crecimiento de la ciudad. De forma inesperada, durante la construcción de una de las estaciones de metro de la nueva infraestructura de transportes, aparecieron los restos de parte de dicha alberca sepultados bajo la vía principal de la zona, el Camino de Ronda, cuya construcción había supuesto tanto su destrucción como la conservación de parte del vestigio histórico bajo el asfalto.
El planteamiento inicial de la estación, que no tenía en cuenta la presencia de tal vestigio, haría necesaria la intervención de Jiménez Torrecillas para su integración en la compleja estructura del metro. Para el arquitecto, la conservación de los restos almohades in situ, en una cota situada a media profundidad entre la calle y el nivel de la estación, sería el punto de partida del proyecto, posibilitando que el recorrido habitual de los viajeros fuese compatible con el de una visita arqueológica. Así, para la integración de la alberca en el conjunto de la estación se construyó una bóveda de hormigón en arco escarzano casi plano, sobre la que apoyan los restos de los muros originales. La retirada del suelo de la alberca, previo cuidadoso estudio, catalogación y dibujo, dio paso a su restitución una vez finalizada la bóveda, lo que permitiría la excavación posterior para el acceso a los andenes. De este modo, ambas ingenierías, la agrícola del siglo XIII y el sofisticado transporte del siglo XXI se equiparan, estableciendo un perfecto diálogo entre dos momentos históricos de la ciudad.
Herencia, evolución…: transmisión.
«Herencia, evolución…: transmisión. El verdadero valor no está tanto en lo que generosamente hemos heredado, como en aquello que generosamente debemos aportar» La conocida frase del arquitecto bien puede aplicarse a las cuestiones que la arqueología industrial pone sobre la mesa. En este sentido, la desaparición del Toblerone de Almería resulta negativa no solo por la pérdida de un indiscutible referente urbano, físico e histórico, sino porque la riqueza de la propuesta arquitectónica que lo sustituye difícilmente podrá alcanzar nunca la de su predecesor. La oportunidad perdida para generar contenido urbano, para hacer ciudad, sigue patente en una zona llena de cicatrices nunca resueltas.
Frente a esto, la actuación de la estación Alcázar Genil muestra una estrategia por completo distinta. En palabras de Jiménez Torrecillas: «El proyecto equipara la valía de dos ingenierías, la antigua del Albercón y la nueva contemporánea, de una calidad incuestionable, en la confianza de que la tecnología actual y sus avances afirmen, aún más si cabe, el valor de permanencia y vigencia del hallazgo arqueológico. Dos ingenierías distanciadas ocho siglos, distintas caras de una misma moneda, realizadas por capacitados equipos que representan los avances de su época: y las dos ejecutadas con las técnicas más novedosas y eficaces, con los recursos técnicos y humanos más sobresalientes, con la más avanzada tecnología. En este sentido, no existen muchas diferencias entre los trabajadores implicados en la obra actual y aquellos que construyeron este Albercón, eslabones todos de una única cadena. A semejanza de otras intervenciones ya referidas, se puede convenir que el proyecto no insiste en un momento concreto del tiempo, sino que se instala en él».
Como conclusión, recurrimos a unas palabras de Massimo Scolari recogidas por Juan Calatrava, y que nos recuerdan que, para desentrañar el mensaje que dicta el espíritu del lugar, se necesita ese ojo que «sólo observa si la memoria le acompaña sin ser vista». Quizá sea este un punto de partida válido para encarar los retos actuales de la arqueología industrial.
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