En El arte y el espacio, un breve texto de 1969 nacido del encuentro entre Chillida y Martin Heidegger, el filósofo alemán discurre sobre la naturaleza del sitio que abriga la obra de arte y la interacción entre el espacio vacío y la escultura. Antes de poner en valor el acto de espaciar —la liberación del espacio— y de tomar el vacío y la vastedad como premisas para discernir el ser del espacio, Heidegger, de acuerdo a que «el arte es la puesta en obra de la verdad», sugiere que la proyección espacial de la operación artística plástica ayuda al discernimiento de dicho ser, de dicha peculiaridad esquiva. «Las cosas mismas son los sitios», enuncia, con acierto poético; las posibilidades que provee un lugar están determinadas por la disposición de sus elementos. Los espacios se aparecen delimitados a la mente por diferentes estrategias que implican el control del vacío, el trazado de recorridos o la dotación de dimensiones y herramientas para los cometidos a los que se destinan. Sin embargo, si bien el ensayo es hijo de sus días y un testimonio valioso y ordenado de la locuacidad distintiva de la escultura para abordar la tridimensionalidad, hoy puede sorprender que Heidegger, que examinó exhaustivamente el fenómeno artístico, se ciñera solo a este registro para analizar el espacio en el que acontecen los hechos artísticos. Aunque en el texto menciona el «arte plástico», la prevalencia de la escultura es del todo significativa, acaso por la influencia de su amistad con Chillida, quien ilustró El arte y el espacio. La pintura, la fotografía y el dibujo no están condenados a una presencia exigua por depender —y no siempre— de la pared. La corroboración de este hecho no nos redirige necesariamente al gran formato, como las invasiones del lenguaje telegráfico de Barbara Kruger. Incluso algunas mentalidades reaccionarias ante los planteamientos postmodernos se ven obligadas a contemplar un radio de respeto, de silencio, que permita la adecuada inspección de la obra bidimensional. A tenor de las últimas décadas, la contigüidad entre fotografías o pinturas evoca un solo cuerpo; la reiteración exacta de la distancia y la altura se asocia a las obras que integran series y tiradas; y las distancias entre el suelo y la obra que desafían el convencional encuentro directo con la mirada son las que desencadenan nuevas relaciones con el cuerpo. La instalación, cuya evolución Heidegger no pudo presenciar, evidencia y capitaliza el valor de sus piezas según la disposición. Los nuevos modos de exposición en sala se permean de sus lecciones, de lo que es buen ejemplo la colectiva A Home is not a House, que tuvo lugar en diciembre en Fri Art, centro de arte contemporáneo en Friburgo.
Es evidente que la correcta lectura de la obra de arte depende de su disposición en el espacio, pero en el contexto de la instalación el grado de complejidad de esta problemática se eleva más allá de la mera exhibición de lo que es necesariamente visible en la obra, lo que confiere dos halos de misticismo: uno para la obra, en razón de su extraordinaria fragilidad semántica, cuya posición vuelve a ser simbólica, y otro para el autor, que engorda su lista de competencias. El ámbito de la instalación supone una transformación en la percepción del espacio expositivo. En el caso, por ejemplo, de las Celdas de Louise Bourgeois —hay constancia de sesenta Celdas según Petra Joos, comisaria, que llevó veintiocho al Guggenheim de Bilbao—, este actúa como contenedor de un nuevo espacio al que debe subordinarse. El tránsito por la sala, condicionado por presencias de extraordinaria complejidad, debe cederles su protagonismo. Bourgeois describió su meta con claridad: «Cuando comencé la construcción de las Celdas quería crear mi propia arquitectura, y no depender del espacio del museo, no tener que adaptar mi escala a sus dimensiones. Quería constituir un espacio real al que entrar y por el que caminar».
Así como la artista invita al espectador a entrar en algunas de sus Celdas, lo excluye de otras y condiciona su observación. Como una vez fue posible entrar, en la conciencia irrumpen la externalidad de contemplaciones pretéritas y la profundidad de las que están por venir. La narración jeroglífica de sus recuerdos incluye objetos encontrados, vallas de acero, biombos, tejidos o frascos de perfume, flanqueados todos por el ingrediente intangible del permiso. Obras tardías, corporeizan el bodegón flamenco y el enigma surrealista.
Los recorridos en acero de Richard Serra suponen un punto de inflexión similar para el espacio expositivo, y al borde del precipicio que separa la escultura de la obra transitable, Sam Falls funda el centro de Tongues in Trees, Books in Brooks, Sermons in Stones con una sencilla estructura a partir de vigas que componen medio cubo. Al otro lado de las estrategias de corporeización del espacio, por continuar con la terminología heideggeriana, encontramos la inhabilitación del tránsito humano. Ejemplo nacional fue la intervención de Eugenio Ampudia en 2015, que inundó la Nave 0 de Matadero Madrid. La masa de agua espera la mínima acción de los visitantes, la contemplación suficiente que anega toda expectativa de proyección espacial de nuestros cuerpos, en siniestra sintonía con el mito de Narciso.
Afirma Miles Groth, a propósito de Heidegger, que, según el filósofo, «todas las formas de existencia (Existenz) tienen algo de sagrado que les es propio en la comarca (Gegend) de la existencia (Existenz). Esto es algo que las obras de arte hacen explícito». No obstante, el panorama artístico de las últimas décadas se ha encargado repetidas veces de desembarazarse de la responsabilidad de explicitar esta presunta sacralidad. Durante la década de los sesenta Warhol y Oldenburg optaron, en sustitución del paroxismo que se asoció a los expresionistas abstractos, por variantes de la ironía, la acidez y la nimiedad incompatibles con la misión detallada por Heidegger. Por mentar a algunas superestrellas, hoy se sostienen —o se sostuvieron— sobre estos valores Cattelan, Wurm, Pensato o Hirst. Si el espacio puede ayudar al ejercicio artístico a revelar brizna alguna de sacralidad, será en la medida en que favorezca los fenómenos del extrañamiento de la mirada y la contemplación. Sin restar por ello un ápice de gloria a la mitología de Bourgeois, quizás fuese el acierto de Ampudia, en su sencillez y humedad, la que más sorprendería al filósofo alemán, pues son pocos los permisos que concede el agua.
Louise Bourgeois. Structures of Existence: The Cells. Guggenheim Bilbao. Recuperado de: <https://www.guggenheim-bilbao.eus/en/learn/schools/teachers-guides/cell-ii>
Bernadac, M. (ed.) (1998). “Red Rooms” in Louise Bourgeois: Oeuvres récentes/Recent works [Catálogo]. Burdeos: Musée d’art contemporain de Bordeaux y Londres: Serpentine Gallery.
Heidegger, M. Escudero, J. (trad.) (2012). El arte y el espacio. Barcelona: Herder Editorial, S. L. ISBN: 978-84-254-2993-4
Groth, M. Palomino, R. (trad.) (2018). Arte y vacío: espacio y lugar en Heidegger y Chillida. Nueva York: Warner College. THÉMATA. Revista de Filosofía. ISSN: 0212-8365
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