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La universidad fue quizá la primera gran decepción, la decepción fundacional, aquella que inauguró mi vida de adulto. Poco después de llegar a España, con apenas trece años, fui con mi padre a un concierto en el Aula Magna de Filosofía y Letras, y desde entonces cifré en aquel enorme sitio lleno de adultos el lugar exacto del porvenir. Solo necesitaba unos años para ser mayor, para asistir a las clases que allí se impartieran, para gozar de los discursos magistrales de los catedráticos, de la amistad de los compañeros, que imaginaba nobles, y de las compañeras, que imaginaba audaces y hermosas. Supongo que la música de Bach, el silencio educado que los espectadores guardaban y la enormidad del aula obraron la confusión. Mi padre español había ido allí para encontrarse con su amante, y si me hubiera fijado bien en los detalles que realmente importaban quizá me habría dado cuenta de que el mundo era algo muy diferente a lo que la música de Bach sugería. Me habría ahorrado el sufrimiento si de antemano hubiera sabido que la universidad era un lugar donde un puñado de mediocres ganaba un sueldazo gracias a que habían estudiado a conciencia el mejor modo de medrar entre los contados profesores con talento (que había que buscar minuciosamente entre las asignaturas optativas). Que las alumnas eran deformes y asustadizas, y los alumnos infantiloides, y que todos seguían el ejemplo intelectual de sus tutores. Cuando llegó el momento, tuve que asumir la decepción, y me adapté. Me volví un poco como todos para disfrutar algo de mi juventud. Pero cuando una chica que no me atraía, de la que no recordaba el nombre, se acercaba a la cafetería para decirme tartamudeando y con los ojos encharcados que se había enamorado de mí porque una noche de alcohol había acabado desnuda en la cabina de mi viejo Peugeot 505, algo se me descomponía por dentro. Algo que no estaba antes en el estómago se quebraba con la convicción de que aquello era un castigo indigno, un castigo por algo que no alcanzaba recordar haber hecho. ¿Dónde estaba la rubia de piernas largas que leía a Nathalie Sarraute y fumaba cigarrillos con una boquilla negra? ¿Dónde la morena rural que era fan de Louis Malle, poseedora de unas nalgas perfectas que movía a conciencia cuando subía las escaleras delante de ti? ¿Dónde se habían metido? Quizá yo no mereciera su amor, eso es cierto, pero al menos sí la aspiración a merecerlo. Esos referentes son fundamentales para la juventud y no encontrarlos fue tan desconcertante como no hallar en la biblioteca más que libros de autoayuda.
Pronto descubrí que había otros como yo, pero reconocerlos fue a la postre aún peor. Si bien al principio la amistad de aquellos decepcionados llenó de alguna forma los vacíos de la frustración, luego se hizo patente que compartir la desolación nunca acerca y al final solo sirve para magnificar las pequeñas vanidades, y poco a poco, aquel sentimiento común se volvió contra todos nosotros.
A mí me interesaba la historia, pero pronto me di cuenta de que no se trataba más que de un género literario vinculado al realismo. Mis profesores eran grises y aburridos, y exceptuando a alguno, todos respondían a la doble impostura: progre de derechas que esconde sus múltiples lagunas intelectuales con una argamasa de distancia y seriedad. Al ver a algunos profesores de literatura entrar en sus aulas me preguntaba si serían igual que los de historia y la respuesta afirmativa llegaba con rapidez sin necesidad de hacer comprobaciones. Sin embargo, una tarde, mientras fumaba en el pasillo con unos compañeros, vi a un profesor muy viejo con un sombrero azul caminar altivo por el suelo encerado. No lo pensé dos veces. Lo seguí y ocupé un asiento en su aula. Dio una clase magistral sobre Mallarmé y al día siguiente fui a secretaría para intentar cambiarme de carrera. No lo conseguí, pero no me importó. Ya estaba en tercero y no tenía sentido dejar en la cuneta todos los aprobados que había conseguido en historia, pero seguí acudiendo a las clases del profesor del sombrero y poco a poco fui haciendo nuevos amigos, amigos literarios, amigos que jugaban a ser escritores y soñaban con ser Dostoievski. Contagiado por su entusiasmo, comencé a escribir para la revista de la facultad, de la que formé parte de su consejo editorial. La universidad nos había cedido un pequeño espacio para que sacáramos adelante el proyecto. Si no recuerdo mal, la ventana de la habitación daba a uno de los patios interiores del edificio, cuyo paisaje no se componía de ropa mecida por el sonido de radios lejanas, sino de cemento crudo y franquista, grava y un árbol extraño y retorcido que crecía en ella como un símbolo barroco de dificultad y superación que alentaba a quienes creían en la palabra poética. En una reunión a la que asistí se debatió el nombre que se elegiría para la revista. Aún recuerdo algunos de los que se propusieron, aunque no consigo recordar cuál ganó finalmente (nunca tuve un ejemplar en mi mano, ni siquiera sé si al final se editó algún número). Guitarra frita, Mujer muñón, Ay morena, Ruso fiambre, El nadador verde, Raíz de Tanes, Aire viciado, Sinestesia, Beso negro literario, Enjambre de españolas, Carraca rococó, Fruta de madera, La cafetería de hielo, El molino de aire, Frutísima palabra, Fractal y vagina, Vivisección para Bibi, Bromuro y sombrero, La cárcel de papel. A mí me parecían todos bastante raros para una revista literaria, pero me gustaba Beso negro literario. Eran tres títulos en uno, y resultaba honesto porque aceptaba su cinismo (lo que quizá no sea otra cosa que el summum del cinismo, algo que, dicho sea de paso, definía muy bien al grupo de jóvenes escritores que pretendía dirigirla).
Con el tiempo deseé haber seguido relacionándome con los compañeros de historia –mucho más previsibles y sencillos–, pero entonces, ese año, conocer a los alumnos de Filología supuso conocer un mundo nuevo, casi el mundo esperado de los doce años. No sonaba a Bach, pero había notas suspendidas que parecían construir una pequeña sonata. Luego me di cuenta de que si alguna música se estaba generando entre nosotros debía de ser de Penderecki.
Acabé licenciándome a los cinco años. La carrera me resultó tan tediosa que aún me pregunto cómo pude acabarla, y tan rápido. Supongo que necesitaba huir de una casa donde aún convivía un matrimonio roto y donde me parecía estar de más bastante a menudo. Después estudié unas oposiciones y aprobé. En unos meses había conseguido lo que jamás imaginé, ser profesor. Y de historia. Al margen de algunos arranques de lucidez que puntualmente me habían llevado a sopesar otros caminos, podría decirse que terminé la carrera por inercia, casi como un autómata, y recuerdo que cuando me licencié y aprobé las oposiciones, sentía escalofríos si me ponía a pensar en el futuro. ¿Profesor de historia? Si hubiera sido de biología aún lo habría entendido. Ir por el campo y mostrar a unos niños los nombres que le hemos puesto a la naturaleza tenía cierto sentido. Pero ¿de historia? ¿Cómo yo, precisamente, que vivo o pretendo vivir en el lineal vector del presente, decidí estudiar historia? Quizá fuera mi origen el que me impulsó, cierta necesidad de estar a la altura de los españoles, de manejar la cultura como ellos, lo que por cierto ni en la universidad se aprende ni hace falta para sentirse integrado. La historia es una patraña, una gran patraña. Interesante, qué duda cabe, como la literatura, pero antes que eso, una gran patraña. Como la literatura.
A pesar de que haber ganado la plaza, al cabo de tres meses la rechacé. Ni era buen profesor ni soportaba a los alumnos y a pesar del sueldo me vi obligado a obrar con sensatez. Me fui a Madrid y tuve otros trabajos. Pero con el tiempo, los perdí. Un día una academia de idiomas a la que había enviado mi currículum por correo me llamó y volví a Granada para trabajar otra vez de profesor, pero ese trabajo también lo perdí. Y ahora estoy aquí.
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