6
Cuando empieza la ascensión, que no es muy acusada –Granada está a setecientos metros por encima del nivel del mar–, tengo que reducir a cuarta, y después a tercera, lo que en circunstancias normales me habría molestado por el gasto añadido de gasoil que habría supuesto, pero hoy además me avergüenza por lo que pueda pensar María. Por un momento me siento tentado de hablar del excesivo peso con el que construyeron el modelo de coche, algo completamente ficticio que a base de preguntármelo he acabado creyéndome, pero hasta los camiones que hemos dejado atrás hace un rato nos adelantan, y el comentario sonaría a excusa, y la excusa a ridiculez. Ellos pesan diez veces más. Lo que sí puedo hacer es tomarme la revancha después, cuando lleguen las rectas. Los hombres tenemos un buen puñado de respuestas absurdas guardadas en el arcón del instinto, y me temo que, aunque se atemperen, todas ellas seguirán a nuestra disposición incluso después de cumplir los noventa. Ahora no solo me molesta que María asista a la impotencia del coche, también me avergüenza no tener más herramientas que mi masculina inmadurez para lidiar con el asunto. Por supuesto, sería mejor pensar como seguramente piensa María, que no tenemos prisa –son las diez– y que yendo a noventa podemos disfrutar más el paisaje. Pero en la recta antes de Dúrcal pongo el 406 a ciento ochenta y María me pide que reduzca. En cuanto veo la marca del indicador, piso el freno suavemente y reduzco hasta ciento diez.
–Si el lunar es tan inofensivo como dices, no tienes por qué dejar este mundo. Además, yo no tengo ninguna culpa.
–Perdona, me he despistado.
Miro por el retrovisor el camión que me ha adelantado después de pasar Vélez y que acabo de pasar como un ciclón. Parece desquiciado, como el tráiler de Duel. Bajo las ventanillas y le pido un Chesterfield a María, la marca que he fumado hasta que me cambié al tabaco de liar. Desde que fumo Pueblo no me gustan los cigarrillos de cajetilla, pero no es el momento de liar ninguno ahora, aunque alguna vez lo haya hecho circulando a esta velocidad (si lo hiciera ahora, María pensaría que se ha equivocado definitivamente conmigo). El camión nos rebasa y nos rocía con el polvo que se desprende de su carga, precariamente cubierta con una malla verde, y toca el claxon. Protesta, con toda razón, por mis cambios de velocidad. Si supiera que soy inmune a las multas y que a mi lado hay una mujer a la que intento seducir y comprender, se haría cargo de mi actitud, como yo me haría cargo de que a él, a pesar de todo, le quedaran ganas de mandarme a la mierda.
Hasta Granada seguimos a noventa, fumando y escuchando ahora Led Zeppelin, sin apenas hablar, compartiendo un paisaje que los dos conocemos pero que es completamente nuevo. Tengo que reprimir mis ganas de tocarle el muslo y conducir así, lo que habría hecho del viaje algo aún mejor de lo que está resultando. Me arrepiento de haber acelerado tanto y me pregunto si tendrá en cuenta el detalle, pero lo olvido en seguida. Está cantando Stairway to Heaven y sus gestos contenidos y tímidos que miro con el rabillo del ojo me están haciendo olvidar todos mis problemas.
La entrada a la ciudad desde la costa se hace a través de una autovía con suaves repechos que no impiden al 406 seguir en quinta, pero que son lo suficientemente pronunciados para descubrir la ciudad de repente, tras coronar uno de ellos, en el Suspiro del Moro. La imagen inédita para las empresas de postales –no se ve la Sierra y la Alhambra no destaca– se pega al parabrisas sin demasiados aspavientos, como la información de un piloto que indica cansinamente el inminente descenso.
No hay casi nadie en la circunvalación, y me resulta sencillo salir por Méndez Núñez y probar fortuna en los aparcamientos de zona blanca que hay en torno a la facultad de Políticas. No tengo miedo a las multas, pero sí a que la grúa se lleve mi coche. Al parecer en esta época de fiebre recaudadora puede que te ocurra hasta con un inocente estacionamiento en los espacios que el ayuntamiento se ha agenciado solo porque sus funcionarios han comprado pintura azul. Y la grúa no es como las fotos de Tráfico ni como los papeles que me da la Guardia Civil y que yo lanzo alegremente al contenedor de reciclaje. A quienes trabajan allí les importa muy poco si estás o no al margen: para sacar tu coche necesitas un buen fajo de billetes, lo que los convierte en el gremio más cercano en apariencia al ancestral mundo de la mafia. Tras dar un par de vueltas, veo una Berlingo salir marcha atrás y me lanzo a por su espacio. Cuando cierro el coche y empezamos a caminar me doy cuenta de que estamos a domingo y que podría haber aparcado en zona azul sin ningún problema.
Aunque le insisto a María para que no pierda el tiempo en un deprimente hospital, me manda callar y sigue caminando conmigo por la avenida de Andalucía primero y por la de Madrid después, hasta el hospital clínico de San Cecilio. Apenas hay coches circulando y la temperatura es perfecta para pasear y perderse en las abstractas identificaciones que van tejiéndose en la memoria con lo que vemos y recordamos. Esta parte de Granada es un espacio marginal de mi pasado, y al menos para mí, es únicamente una zona de paso hacia el Albaycín, los bares de tapas de la plaza de toros, o las casas que venden cocaína muy cortada en Haza Grande, pero sobre todo, la parte del centro que hay que cruzar para llegar al campus universitario de la Cartuja. Recuerdo el enorme Peugeot 505 con el que iba a clase la mayoría de los días. Mi padre se había comprado un Ford Mondeo y tuvo el detalle de no vender el viejo 505 para que mi hermano y yo pudiéramos compartirlo. Juan Carlos tenía veinte años, yo dieciocho, y el coche se convirtió en la piedra angular de nuestra vida social y sexual durante un tiempo. Fundamentalmente era suyo –yo seguía sintiéndome en segundo plano, y no solo por mi edad, lo que siempre viví de una forma bastante natural–, pero un año después, cuando mis padres le compraron una Suzuki 600, me convertí en el único propietario del coche. Juan Carlos perdió inmediatamente todo interés por el Peugeot, lo que no era de extrañar, pues durante los años que siguieron al regalo de la moto –y en parte, gracias a él– creo que llegó a disfrutar de los favores sexuales de prácticamente todas las alumnas sin compromiso de la facultad de Derecho, además de los de una conocida profesora de Romano que se parecía a Sofía Loren y estaba casada con otro de sus profesores, al que traía de cabeza (como traía a mi hermano y a algún que otro galán juvenil recién apercibido de que acudir a clase no solo era esencial para copar sus aspiraciones de gobernar el bufete que heredaría en el futuro de manos de su padre, sino otras más cercanas, tangibles y placenteras).
El Peugeot fundó mi devoción por los coches grandes. Su enorme morro y su peculiar tracción trasera daban cierta sensación de inestabilidad en las curvas, pero su desmesurada anchura la neutralizaba, haciendo imaginar a quien iba dentro que navegaba en un enorme bote mecido por una suave marejada. Eran los noventa y casi todos los recuerdos del coche están ligados al sonido de Seattle (aunque lo que más sonaba en el casete era el Blood Sugar Sex Magik), y al sexo oral. La amplitud de la cabina se prestaba a que el coche se detuviera en un descampado y el piloto y la copiloto se quitaran el cinturón y la ropa para volcar su interés sobre el asiento de al lado y comenzar esa doméstica aventura de exploración que sin duda constituye gran parte del interés que esta vida nos ofrece. Sin el ejemplo de mi hermano Juan Carlos creo que mi arrojo con las mujeres se habría visto empequeñecido por mi peculiar misantropía, que a aquellas alturas ya había brotado y crecido considerablemente. Sin embargo, yo no era un seductor como él. Al fin y al cabo no teníamos los mismos genes, y después de sufrir las iniciáticas y humillantes negativas de las compañeras más guapas del instituto –con cobras incluidas en alguna fiesta alcohólica y primeriza–, decidí pasar al otro lado en el juego de estrategias amorosas y esperar a que me eligieran. Mi estrategia de espera tuvo como efecto su propia causa. Quedarme al margen y esperar supuso precisamente eso, esperar y quedarme al margen. Estuve en el dique seco mucho tiempo, pero después aprendí a hacerme atractivo a través de mis opiniones, lo que en la facultad (donde éramos pocos alumnos y muchas alumnas, casi todas fáciles y poco agraciadas), resultó fácil ejercitar. En tercero de carrera recogí bastantes frutos. Luego me di cuenta de que todo aquel sexo rápido que estaba buscando desaforadamente era algo que no quería en realidad, y me deprimí. Lo que pasaba era que todas aquellas estudiantes de Historia no me gustaban de verdad, pero me di cuenta tarde porque lo que sí me gustaba era que me hicieran caso. Tengo que reconocer que disfruté de la temporal fama que adquirí entre mis compañeros de Historia, lo que en adelante ayudó a situar mi autoestima en un espacio donde no tuviera especial relevancia entre mis emociones. Aquellos éxitos fugaces eran una satisfacción limitada y su fulgor se agotó demasiado pronto. En realidad yo quería algo más que ver bragas tensadas en las pantorrillas de las ocupantes del asiento del copiloto. Quería, por lo menos, que me gustaran las dueñas de esas bragas. Por entonces confundía la misantropía con la misoginia y la suerte con la pusilanimidad, pero por fortuna salí de aquel error, reforcé mi voluntad y devolví mi desprecio al género humano en general. Dos novias obraron el milagro: una estudiante de Traductores que conocí el penúltimo año de carrera y que no pude conservar (era demasiado joven y guapa para mí, y para cualquiera), y una médico inteligente y extremadamente liberal en la cama con la que viví en Madrid durante los dos años que precedieron a su furiosa necesidad de tener hijos. No se los di y ella decidió tenerlos con otro a los pocos meses de haberme perdido de vista, lo que me dejó suficientemente trastornado como para buscar trabajo fuera de la capital y volver finalmente a Granada, opción que en parte ahora lamento porque no fue la mejor para evitar la situación que sufro últimamente. Aunque quizá si me hubiera quedado no habría encontrado nada mejor que las encuestas telefónicas y en este momento no solo sería pobre, sino que además estaría desquiciado por lo hostil que es Madrid para quienes no tienen mucho. Pero quién sabe.
María y yo esperamos en la planta de dermatología a que me llamen para entrar al quirófano. He mostrado mi carné y mi número de la Seguridad Social en recepción y me han dado un volante que he entregado a la secretaria de planta, una señora de mediana edad que se conduce con la gracia impostada de las profesoras de primaria, llena de condescendencia e histriónica amabilidad, como si los enfermos fueran, igual que son los niños, inocentes en potencial peligro.
En la sala de espera hay dos hombres sudamericanos que parecen ser pareja y una mujer de mediana edad vestida como las actrices porno que aún sacan partido del fenómeno MILF. Tiene grandes tetas embutidas en un sujetador una talla menor que la suya y calza botas negras de caña alta. Los gruesos labios parecen pintados con óleo por el exceso de brillo y se cruza de piernas mientras espera. Da la impresión de mirarse desde fuera para comprobar si está atractiva, y su hijo, un adolescente sentado a su lado, hace algo similar mientras resopla con impaciencia y adopta posturas viriles –debe de estar en el último tramo de la etapa–, lo que a mis ojos los convierte a ambos en una arquetípica pareja de debilidad atemporal. Cuando entra una enfermera y dice mi nombre, María, que se ha mantenido en silencio y aparentemente arrepentida de haberme acompañado, me coge del brazo antes de que me levante y me estampa un beso en los labios mientras me susurra que esté tranquilo, que todo irá bien, algo que yo doy por hecho. El beso me sorprende y me hace sonreír. Tengo la impresión de que tanto la pareja de sudamericanos como la MILF y su hijo han observado mi reacción y han sacado conclusiones acertadas sobre la inestabilidad que rodea mi vida (aunque quizá ellos la achaquen erróneamente a un problema grave de salud).
Entro en la habitación que hace de prólogo al quirófano con la enfermera, que me deja allí, observado por los pacientes que hay en el pasillo, pues la puerta se ha quedado abierta. Otra enfermera aparece con la cara tapada por una mascarilla, un gorro y unas gafas, lo que me hace pensar en un futuro de pandemias como la que había parecido que se cerniría sobre nosotros en 2009 con la gripe A, por la que han muerto al año once personas y que ha hecho ricos a Donald Rumsfeld y a los dirigentes de Roche con la masiva venta de Tamiflu, el maravilloso fármaco compuesto al parecer por un 90 % de anís estrellado. Esta enfermera, a la que no veo articular las palabras que pronuncia, me dice que me quite la camiseta y yo lo hago a la vista de la gente que espera afuera. Luego me da unas bolsas para los zapatos y otra para la cabeza, y cuando me las calzo todas, entro con ella al quirófano. Veo a un cirujano junto a una estrecha camilla iluminada por una potente luz. Él también está oculto tras un gorro y una mascarilla, y cuando me acerco no sé qué hacer. No lo saludo, no sé si es que estoy nervioso o que me parece raro mostrarme amable con alguien que básicamente oculta su identidad, pero en seguida empiezan a darme instrucciones y todo adquiere el ritmo mecánico y frío que el lugar y los disfraces demandan. Me han puesto una bata que no se abrocha por detrás y me han pedido que me tumbe en la camilla, advirtiéndome de que es estrecha y aconsejándome que adopte la postura que me resulte más cómoda. Lo hago. Estoy tumbado boca abajo, pero la camilla es realmente angosta y apenas cubre mi tronco, así es que no sé dónde poner los brazos. Decido colocar las manos bajo mi cuerpo para que mi peso no descanse del todo sobre los pulmones, y la postura hace que mis brazos flexionados sobresalgan como aspas e impidan al cirujano moverse a sus anchas. Pero lo hace todo tan rápido que no tengo tiempo de cambiar de posición, y cuando me clava la aguja y me inyecta la anestesia decido que es muy tarde. Durante los cinco minutos que ha durado la intervención me he dedicado a mirar los zuecos blancos de la enfermera, que no estaban limpios, y a pensar en el beso que me acaba de dar María en la sala de espera. El médico me ha preguntado casi al final a qué me dedicaba. Le he dicho que era periodista en paro y después, tras una pausa, he añadido que era también profesor en paro. Él ha susurrado que eso le sonaba de algo y a continuación ha esbozado una suave risa que ha despojado al comentario de condescendencia y me ha hecho sentir bien. No le he visto la cara, pero está claro que es joven. Luego la enfermera me ha dicho que tenga cuidado al bajar –al parecer mucha gente se cae de la camilla–, y he salido sin decir nada, pues cuando pensaba girarme para dar las gracias y decir adiós, la enfermera me ha conducido con rapidez a la primera habitación. En la salita hay una niña a la que le han quitado algo de la piel del brazo y llora desconsoladamente junto a su madre. Mi camiseta está en una percha que hay justo detrás de ellas. Le pido a la enfermera que me la alcance, pero no llega bien y al desengancharla se le escapa y se posa sobre la cabeza de la niña, que aún llora. Su madre la recoge y me la tiende.
–¿Todo bien? –dice María cuando me ve aparecer en la sala de espera.
–Todo perfecto –digo, y voy con ella hasta el puesto de recepción de planta, donde entrego a la profesora de primaria el papel que me ha dado la enfermera. La mujer teclea los datos que han escrito en el quirófano, pero algo no ha funcionado y hace un chiste a costa de su torpeza con los ordenadores. Luego lee que hay una biopsia de un lunar y su gesto cambia. Parece preocupada.
–Mira, aquí tienes –dice mostrándome otro papel–, este es el antiséptico que tienes que comprar. Te lavas con él la herida dos veces al día. Y a las dos semanas vas a que te quiten los puntos. En cualquier centro, da igual. Si hubiera algún problema –se refiere a si encuentran cáncer extendido más allá de los límites del corte del lunar, para lo cual apaga la sonrisa y se sube las gafas con un dedo–, te avisaremos en seguida. Si no te llamamos es que todo está bien. Y si ves que te duele, a urgencias.
–Pero no puede ser malo –digo–. He estado esperando para operarme un año y medio.
La mujer parece desconcertada, no encuentra nada que decir y vuelve los ojos al ordenador. Me arrepiento de lo que he dicho. Sé que no puede ser malo y si ella ha nombrado la posibilidad es porque no está al tanto de la situación. Aunque, si esto es así, ¿para qué iban a hacerme una biopsia? Decido olvidarme, es absurdo hacer cábalas cuando uno no entiende cómo funciona nada, y de paso descargo a la mujer de la incomodidad en que la ha sumido mi sorpresa. Le digo adiós, le doy las gracias y salgo de una vez del hospital con María a mi lado.
Fuera el día resplandece, el sol ha coronado ese lugar desde donde enciende los árboles y casi los hace arder de verde puro. La limpidez del cielo hace que los objetos y las personas sean más nítidos que nunca, más reales, y al mismo tiempo –no sé por qué–, menos cercanos. De pronto noto cómo algo empieza a torcerse poco a poco en mi interior. Al principio es una sensación que va acompañada de su propia consciencia de pequeñez y creo que se va a disipar en cuanto crucemos una calle y caminemos por la sombra –ahora hace calor–, sin embargo, todo lo que brilla ante mis ojos se apaga bruscamente en un instante. La sacudida se debe a lo que he intentado olvidar hace un rato y noto ahora volver con una fuerza renovada. La biopsia del lunar. La palabra biopsia me parece bastante importante, aunque no sé exactamente en qué consiste lo que designa y que vagamente traduzco como un tipo especializado de procedimiento. Me imagino el lunar en un bote de cristal, observado al trasluz por dos médicos que tienen prisa y que se miran al cabo de unos segundos diciendo:
–Está bien ¿no?
–Sí, está bien. Vamos.
Y desaparecen de la escena tan rápido como lo habría hecho Groucho Marx en busca de la millonaria que tiene que financiar el hospital.
Tampoco ayuda el silencio de María –que parece absorta y decepcionada con lo que ve en la ciudad– ni la nube de humo negro que nos tragamos del tubo de escape de un coche que seguramente no pasa la ITV y cuyo dueño es tan irresponsable que no sabe que solo es necesario gastarse siete euros al año en un bote que se vierte en el depósito para no llamar la atención de las autoridades y no joder a los demás. Ni tampoco la molestia que, cuando cruzamos la plaza Bib-Rambla para llegar al Aliatar, empiezo a notar en la espalda por culpa de la anestesia, que se ha esfumado, cediendo su lugar en la herida a un pinchazo no demasiado intenso, pero tan molesto como un mosquito capaz de sostener su picadura.
Cuando llegamos a los jardines abiertos de la entrada a la Alhambra, junto al palacio de Carlos V, los bocadillos y las cervezas sí ayudan a reconducir algo las cosas, y aunque solo hablamos de trivialidades –yo no me arrepiento de no haber comprado un shawarma en lugar de bocadillos y ella habla del Aliatar con entusiasmo, como si se tratara de un negocio de su familia–, al menos el silencio ya no da vueltas a nuestro alrededor, erosionando la amistad o lo que sea que compartamos.
Desafortunadamente llegan unos perroflautas con esa alegría que proyectan a modo de asalto y nos obligan a dejar nuestra conversación para atender la suya. No es sino la estratagema de siempre: intentan vendernos algo mientras nos despistan con otra cosa. Lo que hacen es muy parecido a lo que hacen los anuncios de televisión, que es también lo que hacen los trileros, y mientras escucho los panfletos que vomita uno de ellos para conseguir algo a cambio me entran ganas de agredirles (sería un justo pago a la intrusión que están llevando a cabo). Quiero interrumpirle para explicarle que sus estrategias son, básicamente, capitalistas, pero que ellos no tienen la culpa porque son unos hijos más, como lo soy yo, de la devastación con que el velado fascismo positivista vacía nuestros cerebros mientras finge que nos los llena. Ellos, de hecho, son un ejemplo radical de esa devastación, pues no se enteran de nada. Si escucharan esta opinión se ofenderían y defenderían su indiscutible y muy particular elección de libertad, y al hacerlo concederían paradójicamente al capitalismo eso que le hace a él estar tan vivo y a ellos tan muertos: que es un modelo social que permite opciones ideológicas, el único que ha sido capaz de otorgarlas en toda la historia. Cuando lo único que ha hecho ha sido apropiarse de absolutamente todo. Hasta de la picaresca.
La joven (son una pareja) toca una flauta y el joven se ha cansado de hablar del sistema y de la manifestación que al parecer él ha convocado en toda España. Me observa masticar y asentir mientras miro el Albaycín, y decide adoptar una actitud más frontal.
–¿Queréis marihuana? –Tiene dos coletas en las sienes y huele a perro mojado. Eso, a una distancia prudencial. Casi estoy tentado de preguntarle si tiene hachís.
–No. No fumo porros –digo con sequedad.
–¿Quieres farlopa? –pregunta ahora colocándose más cerca.
–¿Vendéis cocaína?
–Vendemos lo que tú quieras.
Entonces le sonrío. Nada como escuchar esa frase para ver mis gruñidos justificados. Le informo varias veces de que no queremos nada, excepto hacer lo que estamos haciendo, pero no se da por aludido. Con su falsa simpatía, estos vagabundos han aprendido a abrirse paso igual que lo hacen los políticos, o los comerciales, y al final tienes que aguantarlos. Por no oírlos, a veces hasta les das de tu litro. Entonces acercan su mano para coger el vidrio, hueles su cuerpo desde más cerca y te arrepientes un poco más de la misericordia obligatoria de estos tiempos tan cívicos. Pero ya es tarde. Ahí está, bebiéndose tu cerveza. Y de pronto se saca una flauta dulce y empieza a destrozarlo todo mucho más rápido de lo que estaba haciéndolo su novia.
Lo que me pregunto ahora sosteniendo esta sensación de impotencia es por qué tengo que aguantarlos yo. No es justo. Yo estoy como él y me busco una forma de no hacerlo evidente. Al final repercute en mi carácter, pero soy yo en última instancia quien asume la molestia de mi frustración. Deberían aguantarlos los turistas y los empresarios. Lo que les falta a los jipis lo tienen ellos, pero somos los que tenemos lo justo quienes nos vemos obligados a compensarles. Así es que la igualdad se conforma entre la clase media y la clase baja. O entre la clase baja y la clase baja. Los guiris y los empresarios, rosas o marrones, españoles o extranjeros, salen del restaurante y se meten directamente en el taxi. Y de ahí van al hotel o al carmen. Están acotados, glosados en un margen de lujo, y es imposible sentarse en el suelo, a sus pies, y tocarles la flauta o los cojones.
Por suerte los jipis ven a otro grupo más amplio y corren tras ellos. Tengo la sensación de que los perroflautas van a liderar la manifestación y de que me voy a deprimir mucho más por la tarde. María asegura que los perroflautas no tienen ni idea de en qué consiste el encuentro de esta tarde.
Nos echamos un rato bajo un árbol centenario de los jardines para dormir la siesta –yo boca abajo– y todo se calma definitivamente por un rato. El pinchazo en la espalda ha remitido ligeramente, así como el calor y la sensación de que lo que nos rodea está de alguna manera dispuesto única y exclusivamente para hacernos echar de menos nuestra solitaria y tranquila playa. María se duerme al instante. Veo que uno de sus pezones se ha salido del sujetador negro que la holgada camiseta ha dejado al descubierto durante todo el día. Es una imagen estimulante, pero tiene también algo de ridícula y se lo escondo subiendo el tirante con cuidado (no me atrevo a tocar la copa). El sol se filtra a través de las hojas como un cliché cinematográfico –la infancia, pero también un amor que comienza–, y mi cuerpo se destensa poco a poco mientras observo la luz vaporosa y húmeda que titila levemente acompañada del sonido del viento sobre los árboles.
Deja una respuesta