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Tengo en casa ocho kilos de tomates que me dio el señor Di Gennaro. A él le dieron veinte, no sé si es que tiene algún amigo trabajando en los invernaderos o que los ha comprado, pero sea como sea, dado el escaso dinero que me queda, agradezco cualquier gesto que postergue mis gastos. Tengo exactamente 425 euros, todos ellos guardados en la guantera del coche. No es tan poco dinero. Mingorance ha dejado de pagarme hace dos semanas –algo que espero vuelva a hacer pronto–, y de sus clases aún me quedan 125. Los otros 300 los conseguí rescatar de la cuenta antes de que Hacienda me la embargara por una anomalía con la última declaración. Al parecer no podía beneficiarme de los 600 euros que el Estado ofrecía a quienes se veían obligados a cambiar de ciudad por cuestiones laborales, y aunque yo sí había cambiado de ciudad por cuestiones laborales –lo que podían verificar rápidamente mirando el alta y la baja de mi vida laboral–, no me había inscrito en el Inem, lo que era condición indispensable para incluir dicha demanda de devolución en mi declaración. Antes de irme definitivamente de Madrid, tras dar por finalizada mi vida de periodista, trabajé dos meses en una alienante empresa de encuestas telefónicas, pero cuando me llamaron de la academia del Albaycín volví a Granada. Sabía que debía acudir al Inem de Madrid cuando dejé de trabajar allí, y no es que lo olvidara, es que me fue imposible siquiera pisar sus dependencias. Era el verano de 2007 y las oficinas estaban colapsadas por miles de inmigrantes que intentaban formalizar sus papeles. La gente hasta hacía cola durante toda la noche para ser atendida. Por espacio de ocho o nueve horas, desde que se ponía el sol hasta que daba la vuelta al mundo, podías ver a mil personas enroscadas como ensaimadas a los edificios donde estaban las administraciones. Había parados que hacían cola para sellar y otros para vender su puesto al que llegaba por la mañana porque no había podido o querido hacer noche allí. Ni siquiera pregunté cuánto valían. Todo me pareció tan absurdo que cogí mi coche y salí de aquel infierno. Cierto es que no había cambiado mi dirección fiscal y que no pude por ello recibir las sucesivas sanciones por demora (que durante esos años hicieron que los 600 se convirtieran en 2000 euros) y los avisos posteriores de embargo de mi cuenta, pero también es cierto que yo vivía donde podía y que no me era posible contar con un lugar fijo para recibir el correo. Por suerte la mujer de mi hermano, que trabajaba en Hacienda, me avisó del embargo un día antes de que se hiciera efectivo y tuve tiempo de ir a un cajero y sacar 300 euros antes de decir adiós al resto (que ascendía a un total de 1655).
La única factura que mantengo es la del móvil, aunque no la pago yo. Mi padre trabaja o trabajaba en Telefónica y él se hace cargo de todos los móviles de la familia porque al parecer le sale muy barato (no lo veo desde hace seis años, es curioso pensar que sea el pago de ese recibo el único vínculo que aún mantenemos). Solo poseo mi coche, un Peugeot 406 del 99 que heredé de mi hermano y que se convertirá en mi casa en unos meses si antes no ocurre algo que lo impida. Lleva dos años sin pasar la ITV, y aunque está lleno de bollos y arañazos, se mantiene aún en bastante buena forma. Desde que está conmigo, excepto para cambiar el aceite, los filtros y un neumático, ha necesitado ir al taller únicamente la vez que estaba borracho y lo estrellé contra una farola. Tuve que comprarle un faro en un desguace y pagar a un chapista para que lo instalara, y también para que reparara el efecto acordeón del morro, que aún está gris, del color de la masilla (pintarlo salía demasiado caro y no es obligatorio, además, me gusta cómo le queda, es un gris azulado que contrasta bien con el gris metalizado de la chapa). En mi opinión este coche –me refiero al modelo de dos puertas, diseñado por Pininfarina–, es el más bonito que existe, aunque también es cierto que no puedo ser imparcial. Después de haber pasado por el estatus de mascota, estos últimos años ha adquirido uno más indefinido pero más cercano en cualquier caso al de un familiar político. En él cristalizan todos mis vínculos relacionados con el afecto, lo que puede decir mucho en contra mía, pero también en favor del Peugeot. Le cuesta subir las pendientes pronunciadas porque está viejo y es pesado, pero en llano puede adelantar a cualquiera, incluso a los viejos respetables que creen haber encontrado en la velocidad una reformulación de su extinguida testosterona.
Estar fuera del sistema –no ser cliente de ningún banco– te convierte en un espectro, y eso tiene inconvenientes, pero también ventajas. Soy consciente de que para la mayoría de cuestiones lo que he perdido es fundamentalmente libertad, pero analizándolo todo con cuidado, quizá no sea para tanto. De hecho, he empezado a apreciar y a disfrutar otros aspectos, hasta ahora invisibles, de la emancipación. Sé que hacer algo tan infantil como lanzarle un beso a la cámara de Tráfico cuando te hace una foto no compensa, pero te alegra el día, y en alguna medida, te hace sentir libre. Cuando uno se acostumbra a no tener nada y a no gastar nada, 425 euros en la guantera del coche son una fortuna. La vida ahora, más que antes, está compuesta de momentos desencadenados y uno puede disfrutar de ellos sin miedo de que estén sujetos a otros menos agradables. Ahora, por ejemplo, llevo una semana comiendo tomates (crudos, en ensalada, fritos, en gazpacho o salmorejo), una dieta que en otras circunstancias me habría preocupado por su elevado porcentaje de ácido úrico. Pero ¿cómo se me iba a ocurrir preocuparme por eso ahora? ¿Cuál es la alternativa? ¿Gastar el dinero que tengo? ¿Alimentarme del agua del mar? Ahora el abuso de tomate no es un problema más. Es un problema menos. Sé que es una libertad limitada, sujeta íntimamente a su contrario, pero ¿no es ese también el verdadero problema de la libertad burguesa?
Son las nueve de la mañana, y después de desayunar tostadas con aceite (y tomate), salgo de casa y abro la cochera, que no tiene acceso desde el interior. Cuando Lorente vio mi coche el primer día, insistió en que debía resguardarlo allí porque, según dijo, la brisa marina era muy corrosiva y podía erosionar la chapa. Los dos miramos entonces mi coche, que parecía haber sufrido la furia de varios huracanes, y le dije con la mirada que sí, que lo haría, que lo escondería en la cochera para que la carrocería no deteriorara la brisa marina de su playa.
Compruebo que arranca perfectamente, aunque no lo he puesto en marcha desde hace varios meses, y compruebo también que la cartera con el dinero sigue en la guantera. El depósito está lleno –antes de encerrarlo en su guarida decidí hacerle ese favor, dicen que no es bueno que los coches hibernen en reserva–, tiro de la palanca del capó y salgo a revisarlo con el libro de instrucciones en la mano. Puedo cambiar una rueda, echar anticongelante en el refrigerador y comprobar el nivel de aceite. También sé qué producto usar para que el tubo de escape no excrete un humo demasiado llamativo. Estos son todos mis conocimientos de mecánica, y creo que son más que suficientes. Casi siempre he tenido cerca a algún conocido más ilustrado que yo en estas cuestiones (es curioso comprobar cómo a estos aficionados hasta les ilusiona ayudar a quienes no sentimos el más mínimo interés en aprender esas cosas) y nunca he tenido mayores problemas con el mantenimiento de mis coches. El aceite está donde debe, pero le echo un poco de una lata que tengo en el maletero, regalo de un mecánico que me cambió los filtros hace años y que no he vuelto a ver. Las pocas veces que he necesitado echar mano de algún profesional he acudido a uno diferente cada vez, quizá porque la experiencia me ha convencido de que la mayoría de ellos opera con un código deontológico sospechosamente flexible. Por lo que he podido comprobar, la mayoría de mecánicos usan las mismas estrategias de captación de clientes que las de los camellos. La primera vez te dan un buen hachís, o te cobran poco por el cambio de aceite y te regalan media lata más para el camino. La segunda puede que ocurra algo parecido. Pero la tercera el hachís está muy cortado, o es marino, y el aceite cuesta el triple por algo que has hecho tú y que nadie en el taller te explica (y que no tiene nada que ver con el aceite). Supongo que ganarse y explotar la confianza de los clientes debe de ser un cebo común en otros sectores, pero o yo no he necesitado disfrutar de los servicios de sus profesionales, o lo han sabido esconder mejor.
He cogido de la colección de Lorente siete discos muy diferentes con la esperanza de acertar con el gusto de María. Mártires del Compás, Led Zeppelin, Cypress Hill, Sonic Youth, Venetian Snares y The Everly Brothers. Apuesto por los españoles y descarto de plano al canadiense. Cuando saco el coche y salgo a cerrar el garaje veo que el mar está como una balsa y que es difícil diferenciar dónde acaba el agua y dónde empieza el cielo. Hay dos bandas de nubes rosadas cruzando el horizonte y un grupo de gaviotas las retinta de este a oeste. Cuando se van parece que es su estela.
Al pasar por la fuente aminoro la marcha. Pienso en bajarme y llamar a la puerta de la autocaravana de Mingorance, pero decido no hacerlo cuando estoy más cerca. Las persianas están en la misma posición que ayer, está claro que se ha ido unos días a algún sitio y que por alguna razón no ha necesitado llevar consigo su vehículo (tengo motivos para imaginarlo en Valencia, a los mandos de un coche de alquiler).
María está en recepción ordenando unos papeles y me sonríe con ganas. Roberto, que vigila el camping de noche, ya se ha ido, y Luisa, que se ocupa de atender a los clientes durante el día, no ha aparecido aún. María tiene cara de sueño, pero está recién duchada y contenta, lo que conforma una contradicción que le hace parecer una niña (su cara parece la de alguien que ha llorado y ha encontrado una razón para dejar de hacerlo al instante). Lleva unos vaqueros elásticos que enfatizan su aspecto de gacela –pequeña y esbelta– y una camiseta morada con un dibujo en el que aparece una multitud en una manifestación. Tiene una leyenda: «Vuestro bienestar es nuestro malestar». Me gusta la frase y el dibujo, y me gusta ella y su cara soñolienta.
Me pregunta si he desayunado, le digo que sí y salimos al aparcamiento. Caminamos con fingida soltura, como si no fuera la primera vez que nos montamos en mi coche. En cuanto sube, se pone el cinturón y observa la cabina. Está algo sucia –envoltorios de caramelos, hojas de publicidad–, pero huele bien porque aún funciona el colgante de pino que puse en el retrovisor interior y porque vacié las colillas del cenicero cuando lo metí en la cochera. Antes de arrancar saco los discos de la guantera y se los tiendo para que ella elija. Se decide por Mártires del Compás, que parece conocer bien, y aunque me tienta, no le digo que entrevisté a Chico Ocaña, el cantante y compositor del grupo. Me pregunta si puede fumar, le digo que por supuesto y abro las ventanillas con el botón que hay en mi puerta. Arranco, miro fugazmente su entrepierna y salgo a la carretera. Cuando nos incorporamos a la vía principal, tras dejar atrás los invernaderos, ella baja el parasol de su asiento y se mira en el espejo. Tiene un perfil aerodinámico algo acusado, y le pregunto si está cómoda solo para que se gire y me mire un instante de frente. Compruebo que me gusta tanto como siempre y emprendemos la subida hasta el túnel del cabo Sacratif.
–¿Qué vas a hacer? –le pregunto.
–¿Qué voy a hacer cuándo?
–Hoy. En Granada.
–Pues lo mismo que tú, supongo. ¿No vas a la manifestación?
–¿La manifestación? No sabía que hubiera ninguna manifestación –de pronto parece decepcionada y siento la necesidad de arreglarlo–. No tengo televisión.
–Se han convocado manifestaciones en toda España para pedir una democracia real. Sabes que hay elecciones, ¿no?
–Sí, el año que viene.
–Las generales –dice–. Pero las autonómicas se votan ahora en casi todas las comunidades.
–No me acordaba –digo, y guardo silencio unos segundos–. De todas maneras nunca voto.
–¿Por qué?
Le explico durante unos kilómetros mi particular visión política y ella escucha atentamente mis palabras. Estamos cruzando la vega de Motril mientras el sol empieza a dar forma al día. María se muestra extrañamente satisfecha con mi discurso, como si lo hubiera pronunciado ella. Dice que mi visión de las cosas coincide con la suya y con el espíritu de la plataforma que ha convocado la marcha. Añade que mi aislamiento, que ella supone voluntario (sabe que soy pobre, pero cree que es una elección personal, que me he hartado y despedido de Madrid por decisión propia, lo que no es rigurosamente falso), le parece muy bien, aunque tiene sus inconvenientes. No me he enterado por ello de que hay en España masivas manifestaciones convocadas para defender la opinión que yo defiendo probablemente desde hace más tiempo que nadie. Dice que soy un visionario y luego se ríe, lo que me da a entender que no ha tomado muy en serio mi exposición. Debe de pensar que sí tengo televisión y que le he tomado el pelo. Mientras nos reímos –yo un poco desconcertado–, pienso de repente en la noche que follamos. A mi memoria llega una imagen, la que compuso cuando se giró sobre sus rodillas para hundir el pecho entre las piedras y hacerme acto seguido la mejor ofrenda que me han hecho en mucho tiempo. Mientras decaen las risas e intuyo cómo ella se toca el pelo y mira ahora por la ventanilla, recuerdo aquel escorzo. Su espalda apareció por detrás de la cadera al tiempo que sus ojos se asomaban tras su hombro izquierdo como un sol inseguro ante el dibujo de su luz sobre la tierra. Recuerdo que acaricié la división de las nalgas –donde los dedos resbalaban igual que en un metal pulido–, a lo que ella respondió curvando aún más la espalda y gimiendo en el mismo tono en que luego aullaría como la mujer loba en que ya se estaba convirtiendo.
Las risas se apagan poco a poco y yo pienso que si me pudiera leer el pensamiento probablemente pensaría que soy un cínico o un gilipollas, y destierro la imagen de mi cabeza.
–¿Para qué vas a Granada entonces?
–Me van a operar.
–¿En domingo?
–Sí –y de pronto me doy cuenta de que no lo había pensado, básicamente porque no acostumbro a saber en qué día vivo. Y me parece raro, sí. Deben de estar desbordados en la Seguridad Social–. Deben de estar desbordados en la Seguridad Social.
–¿Qué te pasa?
–Tengo un lunar en la espalda con muy mala pinta. Es azul.
Noto que ella no sabe cómo dar continuidad a la conversación, pero yo tampoco sé qué decir.
–Si quieres voy contigo –dice finalmente–. ¿A qué hora tienes la operación?
–A las doce.
–Pues perfecto. Supongo que te pondrán anestesia local. Saldrás andando en media hora, te da tiempo a ir a la manifestación. Es a las seis.
–¿No tienes nada que hacer hasta entonces?
–No. Pensaba ir a la Alhambra y sentarme allí a mirar el Albaycín. Hace mucho que no lo hago.
–Pues hazlo. No hace falta que me acompañes, es una tontería.
–Puedo acompañarte al hospital y luego podemos ir juntos a la Alhambra. Nos compramos unos bocadillos en el Aliatar y nos los comemos allí. Y después, a las seis, vamos a la Caleta.
–Por mí vale. ¿Estás segura?
–Claro.
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