En vísperas de 2020, Instagram, Twitter y Facebook se han asentado como enclaves virtuales de referencia para la difusión artística. Grandes museos y salas de exposiciones de todo el mundo han ingresado en la redes sociales y actualizan sus cuentas con anuncios de sus inauguraciones, documentación de sus eventos y pequeñas dosis de divulgación; muchos artistas actualizan sus perfiles de manera continuada, algunos casi a diario, con fotografías de sus obras, terminadas o en proceso; nacen cuentas dedicadas a una suerte de comisariado virtual; y miles de personas sin vinculación laboral a las instituciones artísticas exponen en la red las instantáneas de sus visitas a lugares de interés cultural.
No faltan sitios web especializados, pero es la amplitud canónica de Instagram la que promete un enlace con todas las capas de la sociedad. En el intento de hacernos una idea vaga y superficial del alcance del arte en la plataforma, podemos atender a los seguidores de las instituciones o personajes de referencia del mundo del arte, o al número de resultados de las búsquedas por palabras clave. Según escribo este artículo, la etiqueta (hashtag) «#art» acumula 574,844,257 resultados: fotografías de dibujos, autofotos, decoración de interiores, paisajes, citas de personajes famosos, anuncios publicitarios o gatos en posturas incómodas encuentran su hueco en esta etiqueta. Cuanto más se alarga la lista, menos concreta es, lo que denota la vigencia de una noción de arte bonito, cómodo para la vista, que nos enlaza con lo familiar y lo reconocible, junto con la intención de parasitar la popularidad del término. Si la etiqueta «#art» es de las más buscadas, lo conveniente será, según la lógica de los usuarios, utilizarla para que más personas se topen con el contenido, incluso si no tiene relación alguna con el mundo del arte. La habitual disparidad de etiquetas usadas para categorizar sus contenidos es prueba de ello, como en los casos de autofotos, selfis, acompañadas con la etiqueta «#dog». La etiqueta «#contemporaryart» ofrece 32.221.948 resultados, en general mucho más focalizados en lo que debería designar, igualmente salpicados de gatos y otras ocurrencias.
Incluso las publicaciones de arttyco (Arttyco Contemporary Art), una cuenta de divulgación artística que amasa 130.000 seguidores, rebosan etiquetas, de entre las cuales sorprenden «#instagood» e «#interiordesign». Estos excesos nacen del intento de permearse del lenguaje de la plataforma y extender su influencia, aunque suponga apelar a quienes conciben la obra de arte como un apéndice decorativo. En razón del rol social que desempeñan, las cuentas en redes sociales de salas de arte, museos y galerías no se permiten estas licencias. Las cuentas de la galería Gagosian, el Museo Reina Sofía, el MoMA, el Tate Modern, el Guggenheim o el Centro Guerrero acompañan sus publicaciones con rigor institucional y descripciones comedidas. Su proceso es el inverso al de las cuentas dedicadas al comisariado virtual, dado que la popularidad viene del éxito de la actividad en el espacio público —Antoni Muntadas, que entiende Internet como espacio público también, nos invitaría a distinguirlo del físico— y la utilización de la plataforma social es estrictamente informativa.
Estos son algunos de los aspectos externos de la relación entre el público y el arte a través de la red social que otorga mayor relevancia a la imagen, el primer escalón hacia la ceguera. Al final de la charla TED que impartió Jia Jia Fei —exestratega de publicidad en el Museo Guggenheim de Nueva York— en marzo de 2016 —ocho meses después, Donald Trump ganaría las elecciones presidenciales; recordemos con qué métodos—, la ponente asfixia su inicial posición neutral al abrazar las bondades de la difusión digital. Era necesario, y así lo hizo, que en esta conferencia, Art in the Age of Instagram (Arte en la era de Instagram), mencionara la posibilidad de que «la experiencia digital y la representación digital de los museos a través de las redes sociales reemplacen la experiencia física, en vivo, de contemplación artística». El escenario es a duras penas realista, y la conducción del ideario, capciosa: si bien las redes sociales no suponen tal riesgo para las instituciones artísticas —al contrario: las redes siempre requieren de novedades y de alguien que las vierta en ellas—, pueden definir la vivencia de la institución y de las obras y eventos que albergue. Cabían muchas más preguntas. ¿Puede confundirse el tiempo de vivencia de la obra de arte con el tiempo en que las imágenes son consumidas en la red social? ¿A cuál de las dos partes sirve la difusión en redes: a la democratización de la actividad artística, o al mantenimiento del poder por parte de la plataforma utilizada? ¿Se convierten las redes en el medio de referencia para indicarnos, ya no qué merece ser visto, sino qué existe, como ocurrió con la televisión en la segunda mitad del siglo pasado? ¿Podría regirse nuestra experiencia ordinaria por los estándares de lo digerible según Internet?
En lo que dejamos a un lado la manida polémica relativa al uso de nuestros datos privados por parte de terceros, de nuestra candente relación con las nuevas tecnologías, se destilan varias sospechas en relación a fractura de la vivencia del mundo como conjunto de espacios. Las instituciones artísticas, ahítas de tesoros, nunca dejarán de operar como lugares de peregrinación, y exigen comportamientos que los mismos artistas se han afanado en desarticular, revisar y recomponer, muy diferentes de los aceptados en otras esferas de la vida pública. Tan profundo será el cisma entre la normatividad de la vivencia de la institución artística y la normatividad del resto del espacio público como permitan el tiempo dedicado a la contemplación y la pluralidad de modos de estar en la sala. Los dispositivos tecnológicos portátiles con conexión inmediata a la red pueden achicar la distancia entre ambos mundos, y entre todos los demás compartimentos de nuestra subjetividad espacial. La yuxtaposición de los contenidos que guarda y los canales de comunicación que abre sobre la percepción del entorno provoca en la subjetividad del individuo la desvinculación entre lugar y espacio a la que aludía Anthony Giddens. Como explica Juan Martín Prada en Arte y Redes:
«Con Internet ningún dispositivo disciplinario puede fijarse a delimitaciones espaciales concretas y, por lo tanto, la relación entre espacios y órdenes concretos se diluye. Todos los efectos disciplinarios que eran dependientes de esas relaciones espacio-temporales que tenían que ser estables […] se convierten ahora en virtuales; ya ni hay espacios específicos ni regulación de tiempos para cada actividad».
A cuenta de la complejidad del dispositivo, cualquier lugar es susceptible de ser fagocitado por la cámara, comentado y juzgado al momento a través de los servicios de mensajería —la soledad ahora es imposible: lo más parecido es la decisión de postergar la socialización— y de impactar en la memoria con la misma debilidad, pues la acción corporal otrora dedicada a su exploración se diluye en la interacción con la máquina, la nueva mediadora, en la que se confía para preservar la información mejor que en uno mismo. La resistencia frente a los procesos de tortura, anulación y adiestramiento digitales han inspirado a artistas como el estadounidense Zach Blas, cuya obra, de ánimo azabache, versa sobre la febril dependencia del ser humano de los estímulos que emanan de los dispositivos móviles. Los cimientos de SANCTUM (2018) rayan la literalidad de las indagaciones de Michel Foucault sobre biopoder, vigilancia y disciplina, revisitados en el contexto de nuestra década.
Ante la aceleración y flexibilidad de la vida digital, siempre será demasiado pronto, o demasiado tarde, para dilucidar qué escenario resultará de la interacción entre los códigos de conducta en el ámbito artístico y los códigos comunicativos en redes sociales, salvo si vuelven a producirse fenómenos de la magnitud de la centralización de la actividad en la red mediante las grandes plataformas. En contra de lo que podría parecer una lucha irreconciliable o un riesgo de infección que haría carne hipermediática de las dinámicas de creación y difusión, los artistas encuentran estrategias de conciliación entre la complejidad semántica de sus obras y los nuevos medios. La colección de selfis en la cuenta de Instagram de Cindy Sherman continúa expandiéndose desde mayo de 2017, cuando publicó una fotografía de sí misma tímidamente deformada: el primero de sus autorretratos aberrantes, paródicos, que deben por igual a la caricatura y al estudio de la escenificación convencional durante el acto de fotografiarse a uno mismo. Hoy suma más de ciento diez, publicados de manera espontánea y errática, contraviniendo la compulsiva regularidad con la que hoy día se concibe la socialización de la autofoto, ese aborrecido amago de hacerse siempre presente.
Los expertos en animación y arte digital tienen su lugar en la galería, aunque en el caso de la iraní Marjan Moghaddam, su mayor logro ha resplandecido en la red: breves vídeos grabados con teléfono móvil que muestran la cotidianidad de cualquier sala de exposiciones en la que irrumpen elementos tridimensionales, generalmente humanoides mercuriales que bailan, se expanden, cristalizan, o disuelven. La sorna con que alude Moghaddam a una actividad virtual, paralela al mundo físico con el que se funde solo a través del medio digital y cuyas lógicas de la apacibilidad cuestiona, ha alcanzado el estatus de fenómeno viral: hoy mide los méritos de su currículum según las veces que se han visto sus obras en redes sociales. En el brete de discernir el impacto social de una obra, ¿puede ser el registro de las veces que se ha sido vista —ignoramos con qué grado de atención— más idóneo, objetivo o democrático que los modelos actuales? ¿No es excluyente para el público y los artistas que rehúyen la Red? Con todo, que la actividad artística alcance la viralidad es sintomática de la transgresión de los circuitos de difusión convencionales, de que ha debido desbordar las fronteras institucionales en que se la presupone, si es que jamás las pisó. Quizás el hito de haber conectado con el público, sin intermediarios ni los preámbulos propios de la farándula, sea la mejor noticia.
Bibliografía:
Lyon, David. Urrutia, Belén (trad.) (1996). Postmodernidad. Madrid: Alianza Editorial. ISBN: 84-206-0789-4
Prada, Juan Martín (2012). Arte y Redes. Madrid: Akal. ISBN: 978-84-460-3517-6
Prada, Juan Martín (2018). El ver y las imágenes en el tiempo de Internet. Madrid: Akal. ISBN: 978-84-460-4605-9
[TEDx Talks] Art in the Age of Instagram | Jia Jia Fei | TEDxMarthasVineyard. 2016, 2 de marzo. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=8DLNFDQt8Pc
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