Se dice que la instalación es el verdadero formato del arte contemporáneo porque es en el que el énfasis deja de estar en el autor para recaer en el
espectador. Es el espectador quien completa la instalación con su modo de ver, con la elección de un espacio y un comportamiento frente a la pieza. Ya no tenemos una visión del mundo sino yuxtaposiciones de visiones del mundo y la fluctuación de medios que nutren la instalación elabora una red sobre la que la red de quien la contempla se enmaraña contemporáneamente. Esa es la experiencia moderna, ese balbuceo espontáneo, que ya preconizó Baudelaire. Su paroxismo.
Pero dejando de lado las sinergias, los rizomas y esas palabras que utilizan los tontos para dar la sensación de que son listos,
como dijo aquel guionista de dibujos animados representado en Los Simpson para hacer referencia, antes de ser despedido, a las palabras que acababa de decir su jefe,
(aunque ahora hablo por mí),
y dejando de lado lo contemporáneo (me refiero a lo rabioso, lo instalador y enmarañado),
me pregunto si esta disquisición tan posmoderna
no podría utilizarse para hacer una distinción entre dos subdisciplinas clásicas y, supuestamente, no modernas o no solo modernas, la escultura y la pintura.
Una de las principales condiciones que hace a la instalación el gran formato del arte contemporáneo –al margen de lo heterogéneo y transversal– es que el espacio en el que se muestra se puede recorrer. Depende de quién y cómo instale la pieza, es verdad, pero en principio podíamos decir que en escultura, al contrario que en la escultura, es el espectador quien elige la perspectiva, el hueco desde donde observarla.
El espectador puede agacharse y verla en decúbito supino, rodearla, verla de espaldas o incluso abriendo una claraboya en el techo y sacando la cabeza tal y como aparece Murdock Rivera en ese vídeo que da risa y miedo,
por eso,
me pregunto
¿no podría entenderse la escultura como un formato que, a pesar de estar por detrás de la instalación en cuanto a capacidad para adquirir divisa moderna, sí está claramente por delante de la pintura
(de la que se decía que había vuelto en esta fase de la post-postmodernidad, mucho más moderna que antes, signifique este absurdo clasificador lo que signifique),
dado que el espectador puede, al contrario que en un cuadro, elegir la perspectiva desde donde observar la obra?
¿Y no pasa esto desde siempre?
Quiero decir, ¿no podía el espectador elegir el foco desde donde observar a Laocoonte y sus hijos (al menos en teoría porque el Papa y sus amigos lo ponen en un sitio poco recorrible en el Museo Pío Clementino) desde poco después de morir Cristo aka Mesías aka Jesús de Nazaret?
Resumiendo: ¿no es la escultura, según los criterios, o algunos de esos criterios que esgrimen para definir a lo moderno, la gran disciplina moderna entre las clásicas?
Y aparte, pero también al lado: ¿No es la escultura, a todo esto, la raíz primigenia de la instalación?
Un pintor se me acerca sonriente:
¿No es el cuadro, dice, no ya la metáfora de la ventana que da al mundo sino la visionaria anticipación de la pantalla que lo reconstruye?
Pues no sé.
Yo no sé casi nada, le digo. Ni si quiera sé bien de qué estoy hablando. Yo oigo cosas, como se suele decir. Lo que pasa es que yo no solo lo digo de mí misma y sin desprecio, sino con orgullo y autorespeto (mezcla de la palabra autor y la palabra espeto), pues sé lo que se esconde tras el desconocimiento y su valentía: el comienzo y la consecución.
Hablando de desconocer,
tampoco sabía que aquí en Granada había tres escultores a los que la crítica especializada de ámbito nacional ya estaba cifrando como tres de los puntales más importantes de lo, dicen, será la escena de la escultura nacional en las próximas décadas.
Lo curioso es que ya los conocía, pero como personas, no como conceptos: me he tomado alguna cerveza con ellos en el Candela después de asistir a alguna inauguración del Guerrero antes de saber a qué se dedicaban. Sinceramente, creía que eran mecánicos o albañiles por cómo tenían las manos cuando me la estrechaban. Pero no, resulta que eran escultores. Esos tres escultores precisamente.
Y en eso caí el otro día, cuando fui a una charla que celebró en la sala LA IDEA, contigua a las estanterías de la librería Bakakai, la primera de una serie de conversaciones perteneciente al Ciclo de diálogos sobre Arte Actual. Allí Roberto Urbano presentó la escultura de un enorme pelícano sin ojos. En los próximos meses Pablo Capitán y Álvaro Albadalejo (ese es el trío de marras) presentarán una obra propia y conversarán sobre ella en la misma sala.
Aquel día con Roberto Urbano y su Gorgona habló Jesús Zurita.
Zurita se convirtió, como de costumbre, en una especie de chamán ante el público. Empezó hablando de líneas de fuerza de la obra, que contextualizó entre los muros y los puntos de fuga de la sala en la que estábamos para acabar describiendo a los espectadores según el espacio que ocupábamos cada uno, haciendo que todos llegáramos a experimentar una especie de satori junto al pelícano y el espacio en el que estábamos. Daba la sensación de que todos nosotros, el pelícano y la sala estaban contenidos en un cuadro que él estaba componiendo.
Bueno, así lo vi yo. Pero es que yo soy un poco zen
y no sé si por eso mismo, también desordenada, así es que pongo aquí mismo, dado que no estoy haciendo ninguna crítica a la obra de Urbano sino un primer intento de acercarme a la idea de cómo mirar una escultura hoy,
el fragmento del texto que Juan Viedma Vega ha escrito expresamente para esta Gorgona:
Acercarse al arte contemporáneo y no hablar inmediatamente de la liquidez del ser humano de hoy, sino de lo que hay más allá de su cuerpo, sus relaciones o su permanente estado de crisis —lo que no quiere decir que sea ajeno la humanidad—, cobra hoy un valor político incalculable. Con independencia de lo que el pelícano ciego de Urbano evoque, el naturalismo de la escultura demuestra una dedicación sincera hacia la forma animal, el contenedor de una pulsión vital tan familiar como distante. Su título nos conduce a pensar que se trata de otro ser vivo al que le ha sido arrebatada su propia vivencia del tiempo y del mundo, cegado por los ritmos a los que el humano contemporáneo se obliga a subsistir. Según esta lectura, Gorgona es el nombre del asesino con el que anula a su víctima.
Aquella noche, por cierto, durante la conversación, alguien le dijo a Gabriel Cabello, que estaba entre el público (y que presentará próximamente, al parecer, la obra de Albadalejo en este Ciclo), que nos explicara a todos la escultura en relación a la idea de duración de Bergson. La idea era compleja para desentrañarla en ese momento, sin embargo, la propuesta me intrigó. Sonaba lo suficientemente peregrina como para que alguien como yo, que soy la culminación posmoderna de aquella visión que Diderot tenía sobre su propia capacidad disciplinaria (su chiste, su esperpento) la recogiera.
Soy fan de Peter Handke
(también de Diderot aunque no haya leído nada de él: su empeño por crear salones literarios junto a su amigo D´Holbach me hace verlo hoy, retrospectivamente, como una especie de Virgilio buscando una salida a lo que no sabía que era un infierno)
y hacía poco había releído el Poema a la duración, en la que el escritor austriaco hace un homenaje a Bergson y a su famosa y particular idea del tiempo. Y sí, le encontré sentido a aquella pregunta. Quizá no tanto como para hilvanar la noción bergsoninana con la especificidad de la escultura de un modo inextricable, pero quizá sí para unir esos dones perdidos hace mucho (y que nos permitían percibir el verdadero tiempo interior) con la incapacidad moderna, adquirida desde hace relativamente poco, para acercarnos a cualquier forma de arte que nos hable exclusivamente del otro, sin incluirnos.
(Porque, ¿no es ese en parte el problema, esa inclusión obsesiva, implícita, del otro en el yo?
¿No es, aparte del lugar natural en el que ha desembocado el relato de la dialéctica en la contemporaneidad -y que tiene su riqueza, sin duda- también la propia neutralización de lo que su despliegue dialéctico generaba?
¿Que el peso recaiga en el espectador no anula el logos, no destruye el diálogo?
¿No podemos dar un paso atrás una vez que hemos visto ese punto de llegada inmovilizador entre dos interlocutores que se confunden y dejar la interactividad para la playstation?).
Esta es la peregrinación: la instalación es el punto de llegada de una historia del arte que ha creído en el tiempo de la física, y en su yuxtaposición, y la escultura, el formato del arte que aún creía en la duración.
La duración es el modo en que el tiempo es captado por el yo íntimo y la intuición del yo íntimo. No es otra cosa que «la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro yo se deja vivir, cuando se abstiene de establecer una separación entre el estado presente y los estados anteriores», es decir, cuando percibe el tiempo como algo indivisible. Es precisamente el concepto que hizo a Machado escribir su famoso verso, tan citado, sobre el caminante.
El tiempo real no es el tiempo de la física, no es el tiempo de los minutos y segundos, no es el del telediario. El tiempo real es interior.
Bergson nos alertaba contra un tiempo mensurable, útil para las ciencias, pero no para la vida. Ni para el arte.
La percepción del tiempo debe ser como la percepción de las notas de una melodía, seguir esa fluctuación. Y por supuesto, debe hacerse desde la intuición, no desde la razón. Para que una nota presente suene y tenga sentido, debe hacerlo en función de otras pasadas que no pueden volver pero que han dejado su impronta como pasado. Y eso hace que el presente suene. Que el pasado haya estado, resuene, no que esté y suene simultáneamente.
En un tiempo fragmentario como el de ahora y bajo paradigmas tan audaces como implacables en su determinismo, estamos más lejos que nunca de la duración. Todo suena al mismo tiempo (afuera, pero también dentro de nuestras cabezas). Y, de igual forma, estamos también lejos de un concepto de arte que no nos incluya en el acto de representar. Como el presente y el pasado, debemos percibir el yo y el otro como algo distinto, pero en un tiempo indivisible. Eso ocurre al ver una escultura, donde el yo del artista y del espectador pueden reconocerse, precisamente a través de la pieza, pero no quizá, al ver una instalación, donde ambos son el mismo y la pieza ese lugar, la yuxtaposición donde converge un diálogo que se ha yuxtapuesto.
El arte, y más aún el arte que nos permite mirar al arte desde donde nos dé la gana, y sobre todo, sin que este nos obligue a participar en su cristalización (más allá de que lo ayudemos, a través de nuestros ojos, a generar la imagen que miramos) está íntimamente ligado a la duración. La duración podría entenderse como una epistemología, como una condición de posibilidad de un tipo de arte que sí dialoga, o que decide dialogar sin yuxtaponer diálogos, haciendo la experiencia artística no mejor, pero sí más inteligible.
Que este tiempo sea ininteligible no tiene por qué hacer que sea ininteligible su abordaje. O no siempre tiene por qué.
A Bergson lo tacharon de místico, pero algunos científicos, los que indagaron más en la contradicción de la naturaleza y fueron lo suficientemente humildes como para reconocer que no toda la naturaleza puede medirse con sus herramientas, lo rescataron. Como el nobel de química Yllia Prigogine, que en mil novecientos ochenta y tantos alabó su trabajo para señalar que el tiempo no debía de ser un objeto de estudio de los científicos, sino de los poetas y de los filósofos. Y puede que también, de los escultores.
Próximo evento a cargo de Álvaro Albadalejo y Gabriel Cabello previsto para febrero de 2020. Más información:
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