«Soy incapaz de hacer filosofía sin imágenes» confesaba Georges Didi-Huberman el pasado abril en la facultad de Filosofía y Letras de Granada. El filósofo e historiador del arte visitó nuestra ciudad para conceder una entrevista en la universidad, y ofrecer dos días después una conferencia en el centro Guerrero que llevaba por título «La imaginación, nuestra Comuna». Tanto en un acto como en el otro, el teórico francés, en efecto, no dejó de apoyarse en imágenes de toda índole. Traídas unas de un recorrido canónico de la Historia del Arte y otras venidas de cualquier procedencia, a priori de menor calado (un trozo de periódico, una vieja fotografía, un grabado, un fotograma tomado de un film de los años setenta o, por qué no, una imagen verbal nacida de la lectura de un texto), las imágenes fueron montadas unas junto a otras en sus dos intervenciones. Allí fuimos invitados a pensar con él y con ellas, algunas de las problemáticas más candentes de un tiempo como el nuestro marcado por una profunda crisis. O mejor pongamos el término en plural, quizá así veamos con más tino las honduras de esta coyuntura: crisis de una política convertida en espectáculo y gobernanza; crisis de la historia que, desmemoriada, parece estar repitiendo sus capítulos más pesadillescos; crisis de las instituciones públicas sometidas con frecuencia a una lógica mercantilista; crisis del trabajo al que cada vez se venden más parcelas de nuestra existencia; crisis del tiempo que se hace vacío, que nunca se tiene; crisis de las imágenes que se encuentran por doquier y pudieran haber perdido su materialidad; crisis de la verdad cuando ya no se sabe dónde está, cuando por todos lados es fake; crisis de la experiencia y de la mirada, de la sensibilidad, que se ahoga y se embota en este horizonte frenético; crisis del cuerpo, cansado por el trabajo, vendido como mercancía o y diluido en una realidad donde prima lo virtual; crisis de lo común cuando las sociedad se compone de individuos atomizados puestos a competir entre ellos y cuando los espacios y tiempos para el encuentro se reducen. Y un largo etcétera.
Pero, precisamente por ello, para no desistir, para no caer en todas estas trampas, para apropiarnos de todo eso que está en riesgo, el hilo que embastaba las reflexiones de Didi-Huberman era una sugerente propuesta para entender la imaginación —esto es, la capacidad de producir imágenes— como sentido y bien compartido. La imaginación sería una facultad que nos reúne y nos incita a pensar en común otro mundo y otro tiempo posible. O sea, el principio de una apertura y la posibilidad de darle la vuelta a esa situación de crisis. Decía así:
No solo hay cosas comunes; hay también gestos comunes, facultades comunes, sensibilidades comunes. La imaginación es una de ellas: ¿podría constituirnos como comunidad, incluso como Comuna, es decir, ser una facultad de sublevación? ¿Una facultad política, como reiteraron los románticos, como Hannah Arendt dedujo más tarde de su lectura de Kant?
Sostengamos entonces, que el pensamiento de Didi-Huberman es un pensamiento (político) de urgencia, ideado para construir esa comunidad que nos falta. Pero es también un pensamiento que repara. Como los campesinos pobres de Renania que iban a los bosques estatales a recoger los leños secos que caían al suelo y que no eran, en principio, propiedad privada de los dueños del bosque y en cuya defensa escribió Karl Marx uno de sus primeros textos —con el que el francés abrió su conferencia en el Guerrero— también él se ha propuesto ir recogiendo aquellos conceptos, aquellas palabras e imágenes, todo lo que en los últimos años ha sido menospreciado por la tradición filosófica y por una visión cerrada de lo que significa el Arte. Se habían descartado y tirado por tierra demasiadas cosas. O bien porque, se juzgaba, eran irrelevantes y falsas, o bien porque, se consideraba, estaban gastadas y pertenecían al pasado, muchas ideas que fueron importantes —en especial durante los años veinte y treinta, cuando se gestan las primeras vanguardias— quedaron después relegadas. Solo ahora que nos hallamos como en los treinta, de nuevo, en un momento crítico, están siendo retomadas, con el filósofo francés a la cabeza. Nos referimos a la misma idea de imagen y al material sensible, antropológico, corporal y emotivo al que apela, además de a la recientemente rescatada noción de «utopía» que por tanto tiempo ha sido anatema, pasando por conceptos tan denostados como el de «pueblo» e «impureza» artística —ligada esta a la idea de que todo tiempo es un nudo de tiempos—, o la aceptación del azar, ese que desde los surrealistas sabemos que se puede provocar pero que, en todo caso, se encuentra siempre en el mismo momento en el que pensamos y nos encontramos con una imagen o incluso, cuando montamos/elaboramos el relato de lo pensado.
Pero quizá, la lección más rica que podemos aprender de él, es su incitación a arrojarnos a la experiencia. Didi-Huberman nos previene: es la inatención, la distancia con respecto a los demás, la cultura de détachement, que nos niega una sumersión en lo otro, en lo que no somos, la que constituye el actual «gobierno de sí» del neoliberalismo, que aunque nos da imágenes nos quiere ciegos y nos invita a no ver, que nos produce indiferentes, que al mismo tiempo que nos vuelve insensibles empaqueta las imágenes y las emociones para venderlas. En este sentido, más que crear un mundo abarrotado, pareciera como si las pretensiones del poder pasasen por fabricar una realidad como espacio en blanco en el que todo circula —empezando por el tiempo— en calidad de objeto. Un mundo, por tanto, no común sino lleno de distancias. En tal caso el problema no tendría que ver ni con el exceso ni con ninguna dificultad ontológica de las imágenes —como tampoco la tienen las emociones—, para hacernos pensar. Por la misma razón, el gesto utópico no sería ya empezar de cero, edificar la estructura de otra sociedad completamente nueva como si pudiésemos dibujar en una hoja en blanco y sin trazas del pasado. Tales hojas no existen, todo tiene por debajo alguna capa de color. El desafío ahora es empezar a imaginar y soñar (rêver como principio de rêvolution), abrirnos a la experiencia de lo que se tiene y está en trance de perderse. Por eso, tiene un enorme sentido hablar de todo esto en un museo, ese espacio común en el que mirar con los demás. Que la imaginación sea nuestra aliada y el museo nuestro lugar de encuentro.
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