Louis Faurer (Filadelfia, 1916 – Nueva York, 2001)
Una no sabe muy bien cómo funciona nada y cuanto más tiempo pasa y envejece tampoco es que se aclaren las cosas, más bien al contrario, se difuminan, deja de impresionar lo que impresiona,
como por qué no hay nadie en el museo, en esta exposición de Louis Faurer, cuando las calles están atestadas de gente comprando antes de almorzar, la misma que irá a las procesiones después de la siesta, como parte de un horario de asueto,
el museo está completamente solo y las fotografías me esperan solo a mí, tengo que reconocer que es agradable, es una suerte estar en este espacio, sin gente, pero no puedo comprenderlo, como no puedo comprender por qué algunas veces la fotografía puede parecer, o quizá ser, más real que la vida,
afuera,
el escenario de siempre, los turistas, el sol, la hora de la caña,
desde que se deja la infancia o quizá la adolescencia ni el buen tiempo es capaz de deslizarnos una sola promesa, la esperanza es esa estupidez que cancela el presente, el presente es solo esto, y con todo, esto no me parece en realidad esto,
sé que no me explico, a ver:
hace tiempo leí que John Berger, Susan Sontag, o Walter Benjamin
o los tres, en orden inverso, hablaban del peligro de la proliferación de imágenes que la expansión de la fotografía estaba generando, del miedo al mundo virtual que se dibujaba y de la necesidad de desechar las imágenes sin contexto, sin historia, las que no revelaran que pertenecían al mundo, las pretendidamente esencialistas que abogaban por una autodeterminación, por una autonomía, las que, pretendiéndolo o no, constituían un mundo propio, ajeno a la vida, ajena a lo real,
y eran pues alienantes, o estaban predispuestas a ser usadas como parte de una alienación,
y después de ver yo sola las tres plantas de fotografías de un Nueva York de posguerra mundial que yo visité en la preguerra de las torres
pienso
que estoy más en el mundo mirando esas imágenes de lo que lo estaba recorriendo las calles de Manhattan hace años, o incluso más en el mundo que cuando camino por Granada bajo el sol, con los turistas, los costaleros, las familias, el cielo, los pájaros, y pienso en qué ha podido pasar, si el miedo a que la imagen del mundo destruyera el mundo en el siglo XX está fuera de lugar ahora precisamente porque el siglo XXI es el espacio donde se constata que se ha producido por fin aquello que se temía, si ahora el mundo ha destituido lo real, si el mundo se ha destituido a sí mismo, si carece de capacidad para la referencialidad, ya sea por una mala gestión de la idea de tiempo o del yo, o
en fin,
decía
que ver en fotografías el Times Square de los cuarenta y los cincuenta, el cine negro, los mendigos, los policías vestidos de policías, las niñas que son niñas, la extraña soledad de unas mujeres que ahora a nadie extraña y pasa desapercibida porque todo es soledad y todo es ajeno y todo pasa desapercibido, excepto lo que disturba al yo lineal en su dimensión vital sensitiva,
me hace pensar que ante aquella disyuntiva de Faulkner,
-entre la pena y la nada elijo la pena-,
los seres humanos de las fotografías habían elegido la pena, o habrían podido elegirla, en cualquier caso,
y los que veo deambular por la calle hoy han elegido la nada,
o quizá ni son conscientes de qué es la nada y qué es la pena
o qué es, en qué consiste, una elección real
decía
que
estos ochenta años que han pasado desde esas fotos parecen haber acabado con algo fundamental que no se percibe, que no se puede concebir ni trasladar ni entender ni explicar y que hace de estas palabras una auténtico absurdo,
quizá lo sean ya
o lo hayan sido antes siquiera de ser pensadas, pero algo fundamental relacionado con lo que nos hace humanos,
decía,
se ha esfumado, creo, del mundo, sí,
pero suban las plantas del museo, vean, y luego paseen, caminen,
vayan por la ciudad, la que sea, y digan si están ciegos o si algo rotundamente propio ha desaparecido de lo propio
tal y como yo lo percibo
de este modo tan plausible,
leo en el libro de Roth al llegar a mi casa que ante un concierto de Rimski-Kórsakov siente que los músicos ponen al descubierto del público las ideas más entusiastas y juveniles sobre la vida, el anhelo indestructible de la manera en que las cosas no son o jamás podrán ser,
y es de eso de lo que hablo, de eso hemos sido despojados, de esa mentira necesaria, de saber que el arte es a menudo un eufemismo de lo real para soportar lo real y que hoy lo real es un eufemismo en sí mismo creado para no aceptar el dolor, la mentira necesaria se ha convertido en un constructo real y no hay dialéctica posible ni crecimiento posible ni camino posible para evolucionar o crecer o simplemente vivir como se ha de vivir, en curvas y no en rectas,
la fotografía de Faurer, como la de su amigo Robert Frank, la fotografía de posguerra, triste, amarga, no hace lo mismo que la música anterior a Schoenberg o Mahler, no embellece, no es un eufemismo
pero sí dice, como mucha música posterior a Schoenberg o Mahler, dónde falta la belleza, dónde está ausente, qué se ha escamoteado:
era triste y amarga porque algo que no existía o incluso que nunca había existido reclamaba su espacio y por eso mismo la belleza pervivía siempre,
ahora, sin embargo,
nada es triste o amargo porque adolezca de nada, lo amargo y triste carece de sentido, se ha borrado del mapa, nos hemos despojado de la pena para no sufrir
sin darnos cuenta de que nos despojábamos en realidad de la propia vida, de su relato, de su capacidad de recorrer un espacio hacia el nosotros, la mejora, el cambio, la búsqueda, la autoconciencia humana cancelada en un edonismo hueco y pragmático de horarios y obligaciones e identificaciones con ídolos pedestres y subnormales, con una voluntad que no es nuestra,
y a esto llego, sobre todo,
al ver a las dos niñas delante del policía, esa foto,
busquen esa foto,
donde el policía es más real que cualquiera que veas en la calle, que tiene más contexto que cualquiera que veas en Granada, o en el Nueva York de ahora, incluso aunque lo conozcas, incluso aunque estés casada con él: el que tocas es mucho menos humano, como eres tú mucho menos humana,
y entonces,
qué decir de las dos niñas,
los seres más increíblemente vivos de la historia contemporánea
aunque ahora estén muertas o sean unas ancianas,
al llegar a esas foto,
más que a las de los mendigos, o los coches, o los cines, o las supuestas solteras, más que a las de la mujer freudiana y la mano freudiana,más que a la de la mujer que peina la cortinilla del pelo de su pareja, es ahí, en las niñas, cuando me doy cuenta de todo,
de que hoy lo real es simulacro de lo real, lo que temía, creo que Berger (sí, era Berger), con la proliferación de imágenes, ha ocurrido:
no existe contexto para nadie, ni pasado siquiera, y menos futuro,
solo un camino recto hacia la disolución,
bueno,
es solo una impresión
pero es la que tengo, y es honesta,
y es que allí, en el Guerrero, sola delante de las fotos, durante la hora que estuve contemplándolas, sentí eso, que el mundo real estaba encerrado en el museo y que afuera había un escenario donde algo que ya no era real intentaba reproducirlo sin saberlo,
aunque puede que sí, que sea solo cosa mía, como me dicen a veces mi madre, me tengo que echar novio, o novia, le digo por enésima vez, o mis amigos, que insisten en que vaya al psicólogo y si hubiera alguno con contexto, con una verdadera vida, alguno de otro siglo, si pudiera ser, Jung por ejemplo, iría a verle, si no intenta convertirme en ellos
a cambio de un poco de alegría
porque yo, entre la pena y la nada,
como William Faulkner, como Faurer, como quien decide vivir y desechar cualquier modo de suicidio,
también elijo la pena.
Deja una respuesta