
La arquitectura real
El cultivo del tabaco en la Vega de Granada es relativamente reciente. El cultivo de la remolacha durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX jugó un papel primordial en la economía local, acentuado tras la crisis del 98. Como materialización arquitectónica de ese momento, Granada vio surgir una serie de edificios industriales: las azucareras. También, en gran medida, una de las transformaciones urbanas más significativas de su época: la apertura de la Gran Vía. Algunas de dichas fábricas azucareras siguen en pie, con distinta suerte, en nuestros días, integradas como piezas de primer orden en una nueva categoría patrimonial, sólo muy recientemente conceptualizada, como es el patrimonio industrial. La llegada del tabaco es bastante posterior, y su importancia económica y repercusión social es claramente inferior a la de la remolacha. No obstante, como resultado derivado de su fugaz expansión y largo declive, el territorio de la Vega quedó punteado por una serie de frágiles, efímeras pero eficaces construcciones destinadas al proceso de secado de la hoja del tabaco.
Los secaderos de la Vega de Granada tienen múltiples lecturas. Son el reflejo construido de la realidad social y económica de un momento determinado, pero son también objetos plásticos de una innegable atracción estética. Son, en definitiva, un inédito artefacto arquitectónico que ha llamado la atención de artistas y profesionales de muy diversas disciplinas y procedencias. En este contexto aparece aquello que se ha definido como arquitectura real, una arquitectura que, más allá de su existencia objetiva, destaca por su concreción, efectividad, naturalidad e integración. También por su cualidad espontánea, sincera y flexible.
A propósito de estas ideas, citamos un texto perteneciente a La luz sitiada. Secaderos y ruinas de la Vega de Granada (Márgenes Editores, 2017): «Hay una arquitectura real que responde a la razón de su uso, a la limitación de su material, a las condiciones del lugar donde surge. Una arquitectura que, a falta de pretensiones más elevadas que estas, forja la tradición de quienes somos. Es, en la mayoría de las ocasiones, una arquitectura que no dura mucho tiempo, ni desea trascender con otros significados. Simplemente traduce una necesidad, como un hecho preciso que sucede aquí y ahora, y cuyo sentido no tiene más importancia, pero tampoco menos. Esa arquitectura real, sea cual sea su manifestación, aparece marcada con la poesía de lo pragmático, con una carga de verdad arrolladora, con la sencillez de lo que existe. No podemos detenerla ni congelarla en su paso, pero sí aprender de su naturaleza. Y, sobre todo, disfrutarla en su existencia limitada y su lógica concreta. En su belleza que no es obvia quizá, pero sí indiscutible».
La poesía de lo pragmático
En 1964, el MoMA de Nueva York inauguró la exposición Architecture without architects –Arquitectura sin arquitectos–, organizada por el arquitecto de origen austriaco Bernard Rudofsky. En ella se produjo una lectura alternativa de las vanguardias desde una defensa y puesta en valor de la arquitectura vernácula o tradicional como fuente de la que nutrir una nueva modernidad. Las primeras palabras del catálogo de la exposición pueden leerse como una verdadera declaración de intenciones: «La arquitectura vernácula no sigue los ciclos de la moda. Es casi inmutable, inmejorable, dado que cumple con su cometido a la perfección».
La crítica a la modernidad de Rudofsky surge como una llamada de atención ante la pérdida de conexión con un sentido común tradicional transmitido a lo largo de la historia, presente de manera lógica y natural en la arquitectura vernácula. La necesidad de mirar hacia la esencia de la arquitectura heredada para encontrar las fuentes de la modernidad contrastaba, ya en la década de 1960, con los postulados uniformizadores y poco flexibles de un Estilo Internacional que comenzaba a dar claras señales de agotamiento. En ese contexto, la paradigmática exposición comisariada por Rudofsky supuso un fuerte revulsivo ante algunas ideas previas de cómo debía entenderse la modernidad en la arquitectura. La gran diversidad de construcciones populares seleccionadas en la exposición, así como el poder evocador de sus imágenes, lograrían hilvanar un discurso capaz de reivindicar las cualidades de una arquitectura real. Los iglús en Alaska, los cementerios andaluces, la arquitectura de tierra de Malí… supondrían un viaje de ida hacia una realidad arquitectónica viva. Una respuesta sencilla, justa y funcional a los requerimientos de sus ocupantes, cuya belleza, indiscutible, respondía a algo que, décadas más tarde, acabaría conformándose como la poesía de lo pragmático.
A pesar del éxito de la muestra, el saber secular de la arquitectura sin arquitectos tardaría en abrirse paso en las propuestas contemporáneas. Sin embargo, su referente sirvió para allanar el camino hacia una manera de entender la arquitectura capaz de reconciliarse con su propia tradición. Rudofsky, al poner el foco de su discurso en la desnaturalización de la propia evolución de la contemporaneidad, dejaba patente el interés por la arquitectura vernácula como fuente de conocimiento, así como la evidente fractura entre dicho conocimiento y la abstracción casi totalitaria o utópica de gran parte de las propuestas más radicales de la modernidad. Aunque la necesidad de mirar hacia la arquitectura histórica había quedado reflejada en numerosos textos, no será hasta la segunda mitad del siglo XX cuando empiecen a revisarse conceptos como genius loci, o cuando la arquitectura popular, sus técnicas, conceptos y estéticas, reclamen su imprescindible papel en el debate arquitectónico contemporáneo.
Aprender de lo cercano
La obra de Antonio Jiménez Torrecillas parece la cristalización ideológica y concreta de muchas de las ideas avanzadas por Rudofsky en su muestra Arquitectura sin arquitectos, puesto que los elementos arquitectónicos o territoriales de un determinado entorno pueden acabar adquiriendo un carácter universal gracias al aprendizaje que proporcionan. La transmisión de conocimiento que puede encontrarse en la herencia recibida, lejos de entenderse como un acto de sumisión o aceptación inamovible, pretende reivindicar lo valioso que habita en aquello que ya existía con anterioridad, para leerlo desde una nueva clave, absolutamente contemporánea, relacionada con la evolución natural de las sociedades en el tiempo. En este sentido, Jiménez Torrecillas afirmaría: «Quien ignora el pasado no construirá nada nuevo. La memoria de nuestros antecesores, que es la Historia, constituye una valiosa herramienta para aprender a observar, analizar y pensar. Miramos hacia atrás para avanzar». Así, resulta interesante apreciar cómo cada cultura ha desarrollado, a lo largo de la historia, lo que Jiménez Torrecillas denominaba la expresión de lo común. Esta particular destilación, consecuencia quizá de nuestra condición como seres sociales, aúna los logros de quienes nos precedieron, en una tradición que pretende alcanzar cotas cada vez más altas de sofisticación, y cuya permanencia en el tiempo siempre es más frágil de lo que a primera vista parece.
Ese interés por aprender de lo cercano será algo que marque profundamente la obra del arquitecto granadino: «El acto creativo no está tanto en inventar algo nuevo como en desvelar en algo nuevo lo que ya existe y había sido olvidado. Casi todo está aquí, ya existe, es cuestión de hacerlo perceptible. Casi todo hace referencia a las condiciones innatas de nuestra especie». Tanto en Rudofsky como en Jiménez Torrecillas encontramos el anhelo de formar parte de una tradición. También una querencia por las diversas tradiciones que, una vez conocidas, aprehendidas si se quiere, permiten arrojar una nueva luz sobre la propia. En este sentido, ambos arquitectos encontraron en el viaje un valor pedagógico. En ambos, el aprendizaje de lo cercano va de la mano de una gran apertura de miras, en la que la herencia y la transmisión conducen siempre a la evolución. La conocida máxima de Jiménez Torrecillas puede resumirlo perfectamente: «El verdadero valor no está tanto en lo que generosamente hemos heredado, como en aquello que generosamente debemos aportar».
Ser atractivos sin pretenderlo
Antonio Jiménez Torrecillas dejó un gran legado construido tras su muerte. No menor resulta el legado inmaterial: la mirada transmitida a una generación de arquitectos. La mirada sobre lo espontáneo, lo no reglado, lo tradicional, lo vernáculo en relación a lo contemporáneo. La mirada sobre los secaderos de tabaco de la Vega de Granada.
Antonio F. Morillas es uno de esos arquitectos que, como un eslabón más en la cadena de transmisión de conocimiento, refleja en su obra la ideología de Jiménez Torrecillas. Para él, la fotografía se convierte en una poderosa herramienta de reflexión arquitectónica, una forma de aproximarse a la expresión de lo común que, tantas veces sin saberlo, nos marca y nos rodea. Un ejemplo de ello es su exposición fotográfica sobre los últimos secaderos de Granada y sus transformaciones, titulada De lo cercano.
Durante más de una década, Antonio F. Morillas ha ido creando todo un inventario de secaderos de tabaco, pero sobre todo de las situaciones, transformaciones y cambios que sobre ellos acontece. El resultado es una colección de imágenes que muestran la radiografía de un momento presente, intentando explicar los procesos y la inestabilidad efímera de una arquitectura menor, capaz de mostrar en su humildad los rasgos y matices más elevados. En sus palabras: «Toda arquitectura es el resultado de una prolongada decantación cultural, un producto íntimamente ligado a su paisaje social y físico capaz de trascender la materialidad para conformar símbolos identitarios. El catálogo arquitectónico se define así como una red de saberes interconectados que superan el esquema evolutivo único, lineal y progresivo. Las construcciones vernaculares y anónimas, con los secaderos de la Vega de Granada como caso particular, nos dan la oportunidad de reconocer soluciones inteligentes y todavía oportunas para el debate contemporáneo.
Las ruinas viejas del paisaje postindustrial son un campo fértil para las prácticas menores, según lo definido por Jill Stoner: estructuras carentes ya del sentido original y cuya materialidad sigue siendo un símbolo de la memoria del territorio, de la inteligencia y el esfuerzo de las comunidades. La reconversión marginal de los secaderos representa la conquista política del espacio construido y permiten imaginar otras operativas posibles cuando la función deja de tener sentido. Esta reescritura del espacio es asumida aquí como un potente ejercicio estético, con imponentes resonancias líricas en lo social y lo cultural. Ciertas arquitecturas cercanas condenadas a desaparecer que siguen inspirando el pensamiento contemporáneo».

Esa punzante nostalgia que nos deja la pérdida (la de Antonio Jiménez Torrecillas, la de los propios secaderos de tabaco…) se transmuta, en la convicción expresada por Antonio F. Morillas, de que lo verdaderamente trágico no es tanto la pérdida de la realidad física, sino la ausencia de memoria y aprendizaje, la ruptura de la cadena de transmisión de la que todos formamos parte. Sobre ese suelo intenta asentarse el concepto de su obra.
Los ciclos de construcción, desaparición y transformación de los secaderos se suceden según su lógica natural, produciendo en nosotros una inédita atracción. Tal y como expresó, con absoluto acierto, el arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas: «Es fascinante sentir la atracción estética que produce un objeto que en ningún momento persiguió este fin. […] Los secaderos como un artefacto arquitectónico con una función concreta. No persiguen fin estético alguno sino que se construyen de la forma más sencilla y económica con lo que cada quien tiene a mano. Entonces, ¿por qué nos sobrecogen cuando estamos ante ellos?».



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