La arquitectura en la poesía contemporánea
La generación del 50. Valente: una abstracción del paisaje
Si la generación del 98 y la del 27 ya presentaban signos de gran heterogeneidad, cercanos en ocasiones a invalidar, por volátil, el concepto mismo de generación, la del 50 acusará en mayor medida si cabe dicha característica. El caso de José Ángel Valente sirve perfectamente como aproximación al concepto de paisaje desde la poética propia de la mitad del siglo XX.
A menudo se ha señalado a Valente como poeta del silencio. Su mirada hacia el misticismo hace que su poesía vuelva hacia un origen anterior al lenguaje: el canto. «Un poema no existe si no se oye antes que su palabra, su silencio». En este sentido, quizá el paisaje más emblemático de la obra de Valente sea el desierto: «Cruzo un desierto y su secreta/ desolación sin nombre».
En terminología de Valente, la vuelta a la antepalabra, a la esencia aún no determinada del lenguaje, tiene su analogía en la antepupila: el mirar en sí mismo, como abstracción conceptual, antes que el propio acto o el objeto concreto que se mira. Relacionada con la idea de paisaje, la construcción de un sentido para lo que se ve adquiere connotaciones sustanciales que, más allá de la concreción del territorio, remiten a una serie de relaciones culturales abstractas o profundamente interiores entre quien contempla y el objeto contemplado. El problema no es lo que se ve, sino el ver mismo. La mirada, no el ojo.
El nombre del lugar, los topónimos, marcan no obstante un punto de concreción en algunos poemas de Valente, aunque su obra tienda, en general a la indeterminación. «La palabra ha de llevar al punto cero, al punto de la indeterminación infinita, de la infinita libertad». En “Silos”, el topónimo retorna a la esencia de Castilla como lugar de una utópica grandeza ya pasada. Sin embargo, Valente desanda este camino en el que el paisaje venía a construir una marcada identidad nacional para trascenderlo, interiorizando un paisaje de resonancias abstractas, directamente en las antípodas de la lectura hecha por las generaciones anteriores.
Silos
La luz.
La Yecla: el socavado
corazón de la piedra
o la ascensión del aire.
Arriba
el agrio son quebrado de los grajos.
Algo similar ocurre con otros dos topónimos: Víznar y Cabo de Gata. En el primero, los hechos concretos sucedidos en un territorio muy determinado (la muerte de Lorca) acaban trascendiendo dicha concreción para volver la mirada hacia el punto cero de la imprecisión. En el poema, el topónimo, de alguna manera el paisaje mismo, se hace uno con el lecho luctuoso para, inmediatamente, trascenderlo a la memoria abstracta que representa: «DESDE Granada subimos hasta Víznar. Vagamos por el borde sombrío del barranco. − ¿Dónde?, decíamos. Era el otoño. Las hermanas, las viudas, los hijos de los muertos venían con grandes ramos. Entraban en el bosque y los depositaban en algún lugar, inciertos, tanteantes. ¿En dónde había sucedido? – Lo mataron a él, decía la mujer, pero aquí también mataron a otros muchos, a tantos, a eso que ahora nadie recuerda. – Él ya no es él – dije. Es el nombre que toma la memoria, no inextinguible de todos».
En el segundo, Cabo de Gata recorre las cualidades místicas del desierto: la luz que transmuta el color en transparencia. El vacío que, antes que marcar el paisaje que está por venir, regresa en una caída interior al origen materno de lo innombrado: «El cabo entra en las aguas como el perfil de un muerto o de un durmiente con la cabellera anegada en el mar. El color no es color, es tan sólo la luz. Y la luz sucedía a la luz en láminas de tenue transparencia. El cabo baja hacia las aguas, dibujado perfil por la mano de un dios que aquí encontrara acabamiento, la perfección del sacrificio, delgadez de la línea que engendra un horizonte o el deseo sin fin de lo lejano. El dios y el mar. Y más allá, los dioses y los mares. Siempre. Como las aguas besan las arenas y tan sólo se alejan para volver, regreso a tu cintura, a tus labios mojados por el tiempo, a la luz de tu piel que el viento bajo de la tarde enciende. Territorio, tu cuerpo. El descenso afilado de la piedra hacia el mar, del cabo hacia las aguas. Y el vacío de todo lo creado envolvente, materno, como inmensa morada».
Entre el siglo XX y el XXI. A modo de conclusión: el paisaje emocional.
A comienzos de la década de los 80, Luis García Montero retomará una expresión de Antonio Machado para denominar una nueva corriente poética que triunfará largamente en España durante varias décadas: la otra sentimentalidad. La llamada poesía de la experiencia buscará en los afectos cercanos, en lo puramente cotidiano, la expresión de una intimidad personal, a la vez urbana y socialmente comprometida. Elementos propios de la vida corriente, así como sus paisajes (la calle, la casa, los espacios públicos, los espacios de nuestra común privacidad…) aparecen como enunciadores familiares de la naturaleza humana.
Ahora sé
que estas calles nos han hecho solitarios
y nuestro corazón
tiene el pulso amarillo
de las maderas lentas de un tranvía.
Sobre su cuerpo viejo
andábamos despacio, de forma irregular,
con una simetría parecida a los árboles.
Era hermoso acudir
cada mañana
y respetar la cita con la hiedra
del muro,
los ropajes cansados de las casas estrechas
y de las calles sucias. Agradable
cruzar sobre algún puente,
detenerse lo exacto
para ver cómo el agua discute en las orillas.
En su jardín olimos
los primeros inviernos, su curso indefinido
por entre las palmeras.
Casi nadie pasaba,
sólo había
cuarenta sillas rojas
de los bares cerrados y alguna soledad
definitiva.
Durante muchos años,
durante tantos días que pasaron
el uno tras el otro,
el deber era un cierto paseo solitario,
la cita con un rumbo que sólo desviamos
para pisar las horas que caían,
los sueños que faltaban,
la superficie helada de los charcos,
para saltar los setos
o besamos las uñas moradas por el frío.
Y llegando a la puerta solíamos comprar
pequeños caramelos de nata o de violetas.
Entrábamos por fin para mezclamos
como cada mañana de la vida
con el paso cansado, los azulejos fríos
de un mundo hecho en latín
y números romanos.
Ahora sé
que en aquella ciudad deshabitada
la gente andaba triste,
con una soledad definitiva
llena de abrigos largos y paraguas.
(Luis García Montero, El jardín extranjero, “Como cada mañana”).
El paisaje emocional tendrá amplia cabida en la obra de jóvenes poetas a comienzos del siglo XXI. Valga como ejemplo la figura de Luna Miguel y su libro Arrecife de las sirenas. En él, el lugar geográfico que lo intitula, nunca aparece de manera concreta. La autora, sin embargo, comparte la capacidad del paisaje como motivo de evocación y símbolo. «Otro lugar geográfico que nunca aparece es Almería, cuando en realidad el título del libro remite al arrecife de las sirenas, en Cabo de Gata. No sé si me considero romántica, pero comparto que la fuerza del paisaje cada vez es más importante para mí, o al menos lo fue durante la escritura de El arrecife. Creo que durante esos dos años lo que busqué fue un sitio en el que sentirme bien. Un sitio al que pudiera regresar y sentirlo como casa. Descubrí que eso no existe y que se lo tiene que crear uno. Que la casa está dentro de uno. Por eso no vi necesario incluir ciertos textos en los que sí se hablaba del arrecife de las sirenas geográfico. Cerca de ese sitio es donde están las cenizas de mi madre». La creación del paisaje emocional aparece claramente definida en sus versos: «lo que me libera del miedo y de la muerte/ es verte vivo en todos mis paisajes».
Como breve y nunca definitiva conclusión a este abordaje a la idea de paisaje en las letras hispánicas del siglo XX, desde lo concreto, lo simbólico, lo surreal, lo abstracto o lo emocional, recurriremos a Borges y a las palabras dichas en Madrid en octubre de 1921: «El paisaje —como todas las cosas en sí— no es absolutamente nada. La palabra paisaje es la condecoración verbal que otorgamos a la visualidad que nos rodea, cuando ésta nos ha untado con cualquier barniz conocido de la literatura».
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