Recorrido en torno a la cambiante idea de museo en el último siglo
Una imagen, un reclamo
Más allá del concepto mismo de museo de arte contemporáneo, en el que se mezcla aquello que se acepta como ya consagrado (a veces simplemente por el paso un tiempo relativo o el mero archivo de una moda ya concluida) con propuestas efímeras, adscritas plenamente al momento presente, más arriesgadas o volátiles, el mundo de este tipo de museos es también el mundo de una imagen externa que funciona como reclamo.
El museo clásico, lugar en el que se atesora incuestionablemente el patrimonio artístico de una época, lugar, tendencia o creador, tiende su influencia hacia los centros de arte contemporáneo, enfocados en otras estéticas muchos más inestables, a veces incómodas, disruptivas o banales. Sin embargo, en la actual cultura de la imagen y el mensaje inmediato, tanto unos como otros acaban recurriendo un reclamo, a veces simplemente arquitectónico, icónico, a mitad de camino entre el símbolo y la marca comercial.
La idea de edificio neutro, contenedor silencioso de obras de arte que son consideradas como las auténticas protagonistas, se ha ido transformado en algo más complejo y elaborado cuya materialización ha venido acompañada de luces y sombras. Sin embargo, resulta indudable el papel de reactivador urbano, en ocasiones por encima del papel de reactivador cultural, que algunos de estos edificios icónicos han tenido en la ciudad contemporánea. El museo de arte contemporáneo, como edificio estrella y herramienta de planificación y regeneración urbanística, ha sido una estrategia política más allá de su mero contenido artístico.
El siglo XX puso en el mapa de nuestro imaginario arquitectónico algunos de los más representativos edificios de su tiempo en forma de museos de arte contemporáneo: del Museo Guggenheim de Nueva York, de Frank Lloyd Wright, al Museo Guggenheim de Bilbao, de Frank O. Gehry, pasando por obras tan conocidas y simbólicas como el Centro Pompidou de París, de Renzo Piano y Richard Rogers, o propuestas más locales pero de indudable repercusión como el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca o el propio Centro José Guerrero de Granada.
Contenedores de incertidumbre
¿Cómo mostrar las preocupaciones estéticas de la contemporaneidad? ¿Cómo contener lo que está sucediendo, lo que está siendo creado, en este preciso instante? Esa incertidumbre es una de las líneas fundamentales por las que transitan los museos de arte contemporáneo. El reto de estos contenedores de incertidumbre es, en buena medida, compartir un contenido para el que aún no existe un discurso asentado, que cuenta a veces con escasas referencias, y cuya mayor validación descansa frecuentemente en el riesgo de su propuesta. Así, la labor de dichos museos acaba siendo, aunque no sea esta necesariamente su única premisa, elaborar el relato del arte de nuestro tiempo: el relato inestable de la novedad que resulta fundamental para entender la radiografía instantánea de un momento concreto. Apuestas arriesgadas, promoción de creadores, lecturas abiertas, búsqueda necesaria por encima de certezas: todo museo de arte contemporáneo ha de comportarse como un ente de espíritu creador.
La labor meramente cultural, en estos museos, va de la mano de la llamada industria del entretenimiento. La delgada línea que separa la creación artística del consumo democrático de la cultura es uno de los puntos de mayor fricción y fertilidad para estos espacios. La idea de museo como contenedor y generador de entretenimiento, de cultura de masas, de reclamo turístico, de identificador de la ciudad contemporánea convive con su visión más comprometida con el mundo de la creación. El hecho de visitar una ciudad supone, en nuestros días, la necesidad absoluta de visitar sus centros de arte (contemporáneos o no). Una necesidad creada que poco tiene que ver con el interés real suscitado por las piezas de arte en los visitantes, sino con una inercia sociocultural, política y económica capaz de crear masas acríticas de consumidores de cultura.
Sin embargo, en todo este salvaje ecosistema, hay aún un espacio para recoger el arte (o al menos cierto arte) que surge sin solución de continuidad como reflejo de una época, la nuestra, que sucede aquí y ahora.
El pequeño museo más bello del mundo
Entre las grandes instituciones culturales y artísticas de Estados Unidos, destaca el MoMA de Nueva York, el influyente museo de arte moderno, un referente clave a la hora de establecer los discursos del arte contemporáneo. En 1967, su primer director, Alfred H. Barr, tras cesar su labor en el icónico museo neoyorquino, viajó a la ciudad de Cuenca. Allí visitó el espacio expositivo que, certeramente, calificaría como «el pequeño museo más bello del mundo». El Museo de Arte Abstracto Español, inaugurado un año antes por el artista y coleccionista Fernando Zóbel, representaba un concepto museístico de escala reducida y casi marginal, opuesto, en un sentido, a la expansividad imparable del MoMA, pero no por ello de menor significado, calidad o valor. Algo tan transgresor como apostar por el informalismo y la abstracción en la España tardofranquista, adquiría una dimensión trascendental en el panorama del arte contemporáneo. La decisión de ubicar dicho espacio en las históricas Casas Colgadas, sobre la hoz del río Huécar, muestra hasta qué punto la modernidad puede entenderse sin problema como el eslabón último (presente) de una tradición que ha conducido al arte por diversos caminos a través de los tiempos. El pequeño museo se convertiría en un espacio sorprendentemente libre, situado en las antípodas de la cultura del régimen, capaz de poner en valor a toda una serie de jóvenes artistas en un país que no tendría instituciones de peso semejante hasta la llegada de la plena democracia, más de veinte años después.
El Centro Guerrero
Junto con el museo icono, pieza singular cuya actividad fluctúa entre la promoción artística y la generación de un foco de atracción turístico, han proliferado museos de carácter nacional, regional o local que definen una idea singular de identidad. Kiasma en Helsinki, Louisiana en Copenhague, Macba en Barcelona, Musac en León… los ejemplos son innumerables y en cada uno hay un rasgo definitorio propio, casi intransferible. Entre las bases fundamentales de dichos museos está la reflexión acerca de su propio papel, más allá de la colección permanente de piezas de la historia reciente del arte, albergando acciones de distinto calado tendentes a tensionar lo establecido, el discurso asentado, los caminos artísticos ya aceptados. En este sentido, los museos de arte contemporáneo tienden a manifestar la interdependencia entre la invención del arte y la del espacio mismo donde puede mostrarse. ¿Cómo mostrar, catalogar y preservar modelos inestables de arte, procesos inacabados, fronteras desdibujadas entre lenguajes o la irrupción de las nuevas tecnologías? ¿Cómo llegar a un acuerdo satisfactorio entre estas premisas y la posibilidad de una autonomía de la obra de arte contemporánea ajena al proceso museístico, es decir, a su propia musealización?
El Centro José Guerrero es el referente del arte contemporáneo en Granada. Más allá de su labor de conservación, exhibición y puesta en labor de la obra del pintor granadino, exponente destacado del expresionismo abstracto, este espacio ha apostado desde su inicio por las más variadas propuestas artísticas actuales, complementadas además con actividades ligadas al cine, la literatura o la música. El edificio, una discreta pieza patrimonial intervenida con absoluto respeto y acierto por el arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas, se adaptó a los requisitos de la museología actual. Ubicado en un contexto urbano de relevancia histórica, en plena Alcaicería, junto a la Madraza, antigua universidad árabe, la Catedral renacentista y la Capilla Real, el Centro José Guerrero se posa desde la contemporaneidad, para rendir homenaje al paisaje de las cubiertas catedralicias desde su sala mirador. La escala monumental de la cuidad se encuentra, pacíficamente con la escala humana del museo. La tradición, aquí, se entiende como vanguardia en un proceso definido con acierto por el arquitecto en su conocida máxima: «Herencia, evolución…: transmisión. El verdadero valor no está tanto en lo que generosamente hemos heredado, como en aquello que generosamente debemos aportar».
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