A propósito de la Vega de Granada y los paisajes que desaparecen
Elogio de la imperfección
Leopoldo Torres Balbás enunció los principios de la ciudad que desaparece. Un poco antes, en la revista Arquitectura, había comenzado a perfilar sus ideas acerca de la restauración de edificios históricos. De alguna manera, había comenzado a señalar cómo actuar en parte del tejido básico de esa ciudad que, inevitablemente, se transformaba o desaparecía. El historicismo romántico de Viollet-le-Duc, por entonces, era una corriente ampliamente aceptada, en la que la unidad de estilo admitía tanto la destrucción de aquellas partes no originales, aunque no por ello menos interesantes desde un punto de vista arquitectónico o histórico, como la reconstrucción en un falso estilo original de aquellos elementos ya inexistentes o en estado de ruina. En los escritos de Torres Balbás al respecto hay implícito un elogio a la imperfección, al valor el intrínseco del paso del tiempo: «Aún tendremos seguramente que realizar muchas campañas en defensa de viejos edificios que se quieran restaurar radicalmente o completar, haciendo desaparecer su valor arqueológico, y, lo que es más grave, privándoles de la belleza y el factor pintoresco que el tiempo le ha ido prestando en una labor secular. Aún contemplaremos entristecidos, cómo se van sustituyendo las piedras desgastadas por los años de algunos monumentos por otras perfectamente labradas, de aristas vivas, hasta convertir aquellos en obras recién hechas, sin el menor deterioro ni la más pequeña incorrección. Pero esperamos que las generaciones futuras sean más respetuosas con nuestro patrimonio artístico y tengan un espíritu más sensible para apreciar la pintoresca belleza de los restos arquitectónicos del pasado».
Evidentemente, este elogio de la imperfección no está exento de un espíritu crítico o un carácter científico. Por el contrario, parte de ahí para integrar consideraciones sobre el paso del tiempo, la autenticidad y el carácter de herencia de los monumentos. Ideas que están presentes en el pensamiento de figuras como Francisco de Goya, Anatole France, Josep Puig i Cadafalch o Teodoro de Anasagasti.
El paisaje que desparece
A la ciudad de Granada, entendida como paisaje, sólo puede accederse a través de tres visiones intrínsecamente relacionadas e inseparables: la presencia lejana de la sierra, el propio tejido del paisaje urbano y el territorio cercano de su vega. Entre los siglos XIX y XX esta idea de paisaje comenzó a experimentar una extraordinaria transformación. La industria azucarera produjo cambios económicos, sociales y urbanos a una velocidad nunca antes vista. Granada se introdujo en el siglo XX con grandes cambios en su morfología, su conectividad y su relación con el territorio. En lo concreto, la vega fue colonizada por más de una decena de ingenios, espacios industriales de alto interés arquitectónico e ingenieril, destinados a la transformación de la remolacha en azúcar, con la consiguiente aparición de sistemas de apoyo tanto de irrigación como de transporte. El antiguo paisaje agrario de las comarcas limítrofes a Granada, prácticamente inalterado durante siglos, se transformó en apenas unos años de forma radical, prefigurando nuestra percepción actual del mismo. El siguiente capítulo llega con el declive de la industria azucarera, que traerá, a mediados del siglo XX, la aparición del cultivo de tabaco. Una actividad muy diferente a la anterior, dotada de su propia lógica, que aporta algunas edificaciones singulares, muy alejadas de la compleja monumentalidad fabril de los ingenios, y con una actividad prácticamente testimonial en nuestros días.
Mientras todo esto ocurre, la propia ciudad asiste a un intenso cambio que transformará por completo su centro, con la apertura de la Gran Vía, la implantación de nuevos modelos de arquitectura burguesa y la desaparición de numerosos elementos patrimoniales. La afirmación de Torres Balbás de que en Granada hay una ciudad que desaparece no será, entonces, menos cierta de que también existe un paisaje que desaparece.
La Vega de Granada presenta una actividad de antropización sostenida en el tiempo, donde la red de cultivos, parcelación, vías de comunicación, redes hidráulicas y poblaciones dotan de identidad a un territorio en continua transformación. Una transformación que, si cabe, se ha acelerado en las últimas décadas, a tenor de los importantes movimientos demográficos, socioeconómicos y funcionales que marcan la relación de la ciudad y su vega. Así, casi sin solución de continuidad, la unidad homogénea del cultivo agrícola se ha transformado en un territorio fragmentado, de gran complejidad y precario equilibrio, en el que cada vez es más difícil reconocer la riqueza de los valores tradicionales de un paisaje que, en gran medida, resulta imprescindible para entender la ciudad y sus procesos socioeconómicos, estéticos y culturales.
El valor de una arquitectura que desaparece
El modelo agrícola de la Vega de Granada presenta claros signos de agotamiento. Su crítica situación aboca, sin duda, a un futro en el que la sostenibilidad y la innovación tendrán mucho que decir. Como espacio singular, la Vega, aún en tales circunstancias, presenta elementos propios de un innegable valor, y que funcionan como símbolo global de una difícil situación: los secaderos de tabaco. Se trata de una arquitectura minúscula, espontánea, sin planificación real. Una arquitectura que responde a la razón de su uso, a la limitación de su material, a las condiciones del lugar donde surge. Una arquitectura que, en la mayoría de las ocasiones, no dura mucho en el tiempo, ni desea trascender con otros significados, sino que simplemente traduce una necesidad como un hecho preciso. Los secaderos de tabaco son pequeñas piezas diseminadas en el territorio, vestigios de una forma de entender lo cercano, marcadas con la poesía de lo pragmático, con una carga de verdad arrolladora, con la sencillez de lo que existe. Por su propia naturaleza efímera, no podemos detenerlos ni congelarlos en su paso, pero sí aprender de su naturaleza. Y, sobre todo, disfrutarla en su existencia limitada y su lógica concreta. En su belleza que no es obvia quizá, pero sí indiscutible.
El eficaz sistema constructivo de los secaderos, propio de la cultura popular rural, produce una forma simple, cercana a la imagen arquetípica de una casa. Sus materiales son de una enorme pobreza. Rollizos, varillas y cortezas de madera de chopo, chapas de acero galvanizadas lisas y onduladas, tejas reutilizadas, ladrillos perforados y macizos, cañas, lienzos de plástico y telas. Surgidos, por lo tanto, de manera directa y espontánea, rápidamente se perciben como un hecho ligado fuertemente al lugar. Su cualidad esencial no admite nada que no sea preciso. Su propia realidad hace que nos parezca que son intemporales.
Los secaderos de tabaco de la Vega son la huella construida de una floreciente actividad económica. Su declive está ligado a la desaparición paulatina de una forma de vida tradicional que depende de la explotación agrícola, así como a la desaparición de sus paisajes. Algo de esta arquitectura que desaparece está presente, como si de un símbolo se tratase, en la esencia misma del paisaje que desaparece.
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