Notas e impresiones sobre la representación fotográfica de la arquitectura
El fotógrafo Carlos Pérez Siquier (Almería, 1930-2021) afirmaba: «Como fotógrafo estimo que tengo un privilegio frente al arquitecto, cuando una fotografía no me gusta la rompo sin más miramiento, no la enseño. El arquitecto tiene que compartir todos los días con los demás una obra mal concebida que puede lastimar su conciencia con el paso del tiempo».
La ligereza de la representación fotográfica de la arquitectura frente a la rotundidad o pesadez de la obra real que se representa queda patente en esta sencilla reflexión. A menudo, la fotografía arquitectónica adolece de dicha ligereza, re-creando espacios casi irreconocibles al ser retratados. Aun así, el valor documental, registral, de la imagen fotográfica en relación a la arquitectura es evidente. Valga de ejemplo la mirada del propio Pérez Siquier sobre el barrio almeriense de la Chanca, retratado fielmente en la literatura por Juan Goytisolo, y que el fotógrafo abordó a partir de una «sencillez y sobriedad esencial caracterizada con volúmenes puros, colores primarios en las fachadas y techos blancos». La arquitectura y su fotografía como registro de lo social.
En 2008, el arquitecto Antonio Jiménez Torrecillas (Hellín 1962, Granada, 2015) reflexionaba acerca de la naturaleza de la fotografía: «Fotografiar es anotar un momento, congelarlo porque nos ha cambiado y no lo queremos olvidar. Cuando hablo de fotografiar no me refiero a la fotografía profesional de arquitectura. Me refiero a las fotos que todos hacemos cotidianamente, da igual de qué forma las hagamos, con el móvil, la cámara digital o la analógica, todos instrumentos maravillosos, blocs de notas instantáneos. Gracias a ellos podremos rememorar la sensación que nos suscitó un paisaje, o el sugerente aspecto de un muro concreto. Luis Barragán acumuló fotografías importantes a lo largo de su vida. Pasaba largas horas frente a ellas, imágenes por él escogidas, queriendo ver más allá de lo que mostraban, intentando transportarse al primer momento en que las vio, para no olvidar aquella primera sensación y todo lo que esa experiencia le había evocado. Aquello que muchas veces la fotografía no dice y que sin embargo en ella vemos. Porque, al contemplarlas, aquellos que las hicieron pueden recordar por qué las hicieron, y aquellos que aprendieron algo en ellas pueden revivir el momento de aquel aprendizaje».
De nuevo, algo del valor documental de la fotografía, pero aquí convertido en una herramienta de conocimiento arquitectónico. También algo que el poeta y arquitecto Joan Margarit utilizaba para definir la idea de poesía: el cambio producido en quien observa después de enfrentarse a una obra artística del tipo que sea. En ese sentido, la necesidad de anotar un momento que ha sido capaz de cambiarnos en algo revela cualidades poéticas de las que la fotografía, como medio de aprehensión, no es ajena. Así, la fotografía sería, para Jiménez Torrecillas, un eficaz instrumento para lograr comprender paisajes y arquitecturas, como sucede, por ejemplo, en su conocida serie dedicada a los secaderos de la Vega de Granada, muchos de los cuales ya no existen.
Sobre el tema de la Vega y la ciudad que aparece y el territorio que desaparece, el fotógrafo Argider Aparicio (Basauri, 1979) realizó un proyecto fotográfico que, bajo el título Aledaños pretendía mostrar aquellos lugares indeterminados, en el límite mismo del suburbio y el subagro. Según el fotógrafo: «Donde termina la ciudad comienza la vega. El límite es difuso, a veces invisible. La ciudad crece y conquista nuevos espacios. Un aledaño donde se bate una guerra silenciosa, donde la urbe conquista terrenos a base de hormigón y crea campamentos, fortalezas, trincheras habitadas. La presencia humana en estos lugares es extraña, a veces ridícula. Las formas y señales de la urbe se diseminan por el espacio, como vallas alertando su presencia. Las luces avanzan, contaminan». Aparicio registra las huellas de una ciudad que se expande sin control, en un momento volátil que, sin duda, no tardará en cambiar. Huellas de intromisión, de una antropización salvaje en un mundo en transición y transformación constante. La fotografía, aquí, testimonia un momento, recreando un mundo efímero del que se pueden extraer valiosas conclusiones arquitectónicas y urbanísticas, además de la poderosa estética de los espacios marginales, de los bordes.
Carlos Aguilera (Los Montesinos, 1992) recurre a menudo en su obra a espacios o zonas no representadas. Los espacios cotidianos entendidos desde su marginalidad cobran un sentido nuevo y la actividad que se desarrolla en ellos define aspectos inauditos de su arquitectura. Al fotografiar lo que generalmente se queda fuera de foco, Aguilera nos muestra aquellos lugares donde se llevan a cabo tareas que no suelen ser objeto de una visión artística convencional. En este sentido, la representación de la arquitectura aparece no como la mirada a sus espacios destacados o monumentales, sino hacia las actividades humanas que, a veces de forma desapercibida, albergan. En palabras del fotógrafo: «Llegar al centro de algo […] a través de lo que queda fuera. Intentar mejorar la iluminación del todo mediante pequeños focos laterales». Su último proyecto El turista un millón recurre a un elemento arquitectónico funcional y abstracto, el muro de hormigón del puerto de Tabarca, como telón de fondo de la gran comedia humana, aquella que sucede en todos los espacios sin necesidad de tener que caracterizarse.
Ya sea como documento, herramienta de conocimiento, registro de lo velozmente efímero o de las actividades que quedan al margen de la representación tradicional, la fotografía arquitectónica, como apunta Walter Benjamin al hablar de la mirada políticamente educada, «deja libre un campo donde todo lo íntimo desaparece en favor de la iluminación del detalle».
Desnudar el detalle. Hacer que quien lo mira pueda sacar sus propias conclusiones, componer su particular mundo, su relato.
José Miguel Gómez Acosta
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