«Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestro sentimiento, incluso nuestra acción. Sin eso no somos nada».
Luis Buñuel
Vivimos en el fake, y tal es así que tenemos que decirlo con un anglicismo, con una palabra que es, es sí misma, en este idioma,
un fake. Un barbarismo es «una expresión o giro procedentes de una lengua extranjera», pero también
«una incorrección en el uso del lenguaje que consiste en pronunciar o escribir mal las palabras o en utilizar palabras equivocadas o inexistentes en la lengua».
Va con cursiva, se subraya, se señala, pero se utiliza, se desliza. Los barbarismos son necesarios en un mundo cada vez más globalizado. Amplían. Pero no olvidemos que un mundo globalizado es ya un fake, pues tiende a la destrucción de las culturas que se han ido gestando a lo largo de la historia. Si la globalización destruye la historia, aunque un barbarismo no sea un fake per se, su exacerbado crecimiento sí es un síntoma de una situación que podríamos definir como fake. Los fakes se suman al léxico, pero reducen.
En los años que siguieron al bautismo de la Generación del 27 no existía lo fake. Existía lo kitsch, su precedente, el deseo de aparentar, de pretender ser, aquello que, en el ámbito de las obras de arte, suprimía la catarsis y la conciencia estética, tal y como señaló Adorno. Lo fake entendido como cultura global que deshumanizaba, como fascismo encubierto, daba sus primeros pasos. Pero el fascismo, en la juventud de Buñuel, era frontal.
Entonces no había cinismo, o no se había oficializado como herramienta con la que encubrir el fascismo, con la que hacer de este algo sofisticado. Lo que había era contundente estulticia unida al miedo. Miedo a aquella tradición sádico-católica a la que era mejor pertenecer que tener en contra, a aquel Dios que era la hipérbole del peor villano de cómic, que no habitaba en Gothan, sino en el mismísimo infierno de Dante.
Pensábamos que el progreso supondría la supresión del fascismo, pero no ha sido así. Lo podemos constatar en la exposición de Andrés Rábago (ya saben, El Roto) que el día 30 se inaugura en el Guerrero. Rábago lleva toda su vida desmontando las lógicas fascistas. Las de antes y las de ahora. La vigencia de sus denuncias nos hace entender que el progreso, tristemente, se define hoy en día como una sofisticación del despotismo. Cómo aprovecharse de otro y parecer que lo ayudas. El fascismo frontal resurge últimamente en Europa, en parte, por el hartazgo que le inspira el despotismo encubierto del neoliberalismo dominante. Y lo peor es que la gente empieza a comprarles sus ideas. La gente normal. No es una justificación, al contrario. Es la prueba de que dejar hacer a los tramposos va a acabar legitimando un escenario más atroz.
Lo peor es que la gente que no tiene ese gen narcisista, se contagia. Os copio aquí el epítome de un hombre fake contemporáneo que encontré en la novela que me leí este verano (Los ídolos sin mundo, de Tomás Reig, publicado por Detritus):
Según elaboró interiormente Víctor, Juanmi no respondía al arquetipo moderno de hombre que exudaba seguridad y mediocridad a partes iguales, aquel tan extendido —y tan denostado por él—, era más bien alguien que aspiraba a serlo, que aún no había encontrado el equilibrio necesario para entender y luego sobrellevar su propia futilidad. Juanmi no se había convencido aún de que para esconder su inanidad lo mejor que podía hacer era proyectar fe en sí mismo, probablemente porque no hubiera encontrado todavía la forma de proveerse bien de una apostura que le arropara de confianza —puede que debido a su implacable tartajeo—, por lo que, de momento, parecía haber optado por obviar el hecho incontestable de que se trataba de un mediocre, a pesar de lo cual era posible atisbar en sus gestos ligeras señales que hacían pensar que empezaba a persuadirse de ello y que ensayaba algunas fórmulas, aún precarias, para poder ocultarlo.
Como dice Buñuel en la cita, sin la memoria no somos nada, y ahora estamos camino de desaparecer en nuestras ínfulas. Las ínfulas del yo son el reverso de la historia, que se disuelve por la sobreinformación y la inanidad con que se contemplan hoy las valiosas consignas que nos ha legado siempre la cultura y el arte.
El Roto es un referente en la denuncia de esa pérdida. Como lo es Antonio Arias.
Hace unos días, cuando ya había empezado a tomar notas para escribir algo desordenado y sin forma sobre la cultura fake, fui a un concierto sorpresa que Antonio Arias dio en el Centro Guerrero.
Unos días atrás el cantante había presentado en el Centro la portada del próximo disco de Lagartija Nick, El perro andaluz,
un disco que recupera las letras de la poesía de Luis Buñuel y que saldrá oficialmente el 16 de diciembre pero del que se adelantarán unos temas en un pequeño concierto el día 27 de octubre, dentro de la programación del Festival de Jóvenes Realizadores.
Junto a él estaba Alfonso Puyal, profesor de comunicación Audiovisual en la Complutense y creador artístico de la portada del disco, que nos enseñó los elementos que contenían su collage mientras nos explicaba otras cosas (como que el título del celebérrimo film y del poemario de Buñuel era el mismo, pero que aquel tuvo distintos nombres antes: ¡Vaya marista!, La marista en la ballesta, Prohibido asomarse al interior).
A veces Antonio Arias asomaba la cabeza por detrás de la explicación y matizaba o hacía glosas sobre algunas cosas que decía Puyal, sobre la divergencia del artículo que acompaña a «perro andaluz» en los poemas y la película de Buñuel, o sobre la inclusión de este en nuestra particular Generación del 27 granaína, compuesta por Val del Omar y Lorca.
«No nos importa lo que haya de supuesto ataque de Buñuel a Lorca en el título de ‘Un perro andaluz’. Eso nos sirve para convocar a nuestro poeta una vez más».
Todos pensábamos que tocaría algo, pero nos quedamos con las ganas. Sin embargo, unos días después, el miércoles 21 de septiembre, me avisan de que sí va a tocar algunos temas del disco en el Centro. Voy hasta allí y escucho las cuatro canciones que toca.
Y es cuando pienso que puedo escribir sobre el concierto e incluirlo en el artículo sobre la cultura fake. E incluso haciendo un titular fake que permita a los lectores engancharse a este post y luego explicar que en un mundo en que lo fake se normaliza, Antonio Arias debe de ser el mayor fake, pues él mismo es su reverso: el significado de fake por oposición. Lo opuesto a la cita de Reig. Es lo que pienso, sinceramente, tras ver el concierto.
No solo porque en unos quince minutos o menos nos haya dejado a las treinta personas que estamos allí con los ojos un poco más abiertos que antes. No solo porque me gustasen para mí las libélulas que comparte con Buñuel, ni porque parezca haber lanzado el poema del aragonés al espacio exterior con «Me gustaría para mí»,
ni porque esa canción, que está en Spotify (la única aún), me parezca una pequeña y gran abstracción contemporánea sobre la imposibilidad del amor contemporáneo (que convoca, paradójicamente su posibilidad: he aquí el poder del arte, y de la historia).
Tampoco es por lo que Antonio Arias lleva a sus espaldas como historiador. Por haberse subrogado siempre a quienes rescata y admira, Lorca, Buñuel o Val del Omar, ni por haberlo hecho en el Omega con quien era coautor del rescate lorquiano, el gran Morente
(es que las guitarras esas, joder, son un hito de nuestra cultura),
ni porque haya cantado a los hermanos Quero, ni porque supiera y dijera lo que era fake sin decirlo en las 20 versiones. Tampoco porque cuando acaba de tocar y estamos todos tan agradecidos parezca que no ha hecho nada. Ni porque deje en evidencia en un espacio de tiempo tan pequeño que posee talento, eso tan raro. Ni porque al salir de donde ha tocado con quien le ha acompañado tan bien (¿con una mandolina?, perdona, tengo mala memoria) parezca de verdad que sea él quien nos agradece a nosotros algo.
Ni tampoco es porque se le ilumine el rostro cuando Paco le dice que puede dejar la guitarra allí en el Centro y recogerla después de las cervezas, ni porque corra hacia la esquina para guardarla exactamente como habría corrido a coger el bocadillo quien tiene quince años y le han llamado al portero para que se baje a la calle. Todos saben que está descartada mi tendencia lisonjera de groupie (me gustan los hombres solo vestidos), pero es que es eso lo que he visto. Algo muy raro y muy normal. Una persona. Ya sé que hay muchas (aunque cada vez menos), pero lo importante para mí fue comprender lo rápido que me lo dejó claro sin querer.
Lo alto que sobrevuela las ínfulas posmodernas del yo.
Porque cualquiera, después de hacer lo que puede hacer y demostró en el Centro Guerrero, podría perfectamente, y más en estos tiempos fake,
caer en la tentación de crecerse y de convertirse
en mucho menos.
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