3. Comedor
No importa cómo vayan las cosas, hay que vivir con un plan. Mi padre repitió esta frase tantas veces que le regalé una camiseta con ese eslogan, en letras grandes. Es una sentencia que podría escribirse como un grafiti en una pared. No estoy seguro de haber seguido demasiados planes a lo largo de mi vida, sino que más bien me la he pasado huyendo. Así que en el Sanatorio obedezco todas las normas sobre mi alimentación, sin quejarme de nada. Sigo escrupulosamente todos los horarios que se han establecido. Tomo mis píldoras de inhibidores de recaptación de serotonina y mis cápsulas de vitaminas con una puntualidad que nunca seguí mientras viví fuera.
Tengo la impresión de que ahora el mundo marcha más deprisa, o de que hace años le dio por ir más despacio. Si no, no se explica que no me dé tiempo a hacer casi nada. Una posibilidad que se me ocurre para la ralentización del tiempo es la cantidad de pruebas nucleares realizadas intermitentemente en lugares inhóspitos como el desierto de Nevada. Hubo un mes de julio con tantas detonaciones que estoy casi seguro de que se alteró la rotación terrestre. El hecho de que fuesen pruebas subterráneas no lo hacía menos inquietante. Alguien de un periódico me mostró varias fotografías: la explosión no parecía gran cosa, no se diferenciaba de las detonaciones controladas con dinamita para construir raíles o carreteras, pero después me explicó que la bomba no había estallado en la superficie, sino dentro de túneles a varios cientos de metros bajo el suelo. Las imágenes, que parecían haberse tomado al lado de la detonación, en realidad se registraron desde kilómetros de distancia, por lo que aquella columna de humo con plumas de tierra tenía, en realidad, diez veces su tamaño. La ausencia de referencias visuales en el desierto impedía hacerse una idea completa de las dimensiones y la capacidad de destrucción de las bombas.
Yo no había escuchado nunca el sonido de una explosión (salvo en las películas, claro), ni era capaz de recordar con claridad el crujido que acompaña a una deflagración, por lo que aquella imagen estática, que no identificaba con nada conocido, era lo más cerca que yo había estado de la muerte. Desde ese momento tuve claro que, cuando un estallido te alcanza, no llegas a sentir el ruido sino que es la luz lo que te rompe en mil pedazos.
Lo que más tiempo me llevó aprender en mi corta experiencia de fotógrafo fue centrar el objetivo e intuir la trayectoria. Mis dedos pasaron tiempo acostumbrándose al cuerpo de mi cámara, y mi cámara desvelándome poco a poco la precisión de su mecánica, indicándome, por medio de su engranaje, con qué fuerza debía tirar de la palanca para hacer avanzar el negativo (lo que a menudo me provocó una incómoda ampolla en el pulgar), y qué presión debía ejercer al girar el objetivo. La paciencia a la hora de escrutar por la mirilla, o la visión en el momento del enfoque eran habilidades en las que no colaboraron ni las características de la cámara ni mi cada vez mayor interés por la lectura de manuales filosóficos.
Esta mañana he encontrado una nota doblada sobre la mesa de mi dormitorio. Debe de pertenecer a uno de los internos que a veces salen a dar un paseo alrededor del Sanatorio. Cada vez veo a más personas alrededor, la actividad dentro de la institución es creciente. La nota proporciona una lista de sentencias un tanto crípticas:
- Siempre hace falta alguien que se salte las normas.
- Algo está pasando y usted no sabe lo que es.
- Se nos están terminando las oportunidades de encontrar la verdad.
- Treinta días son suficientes.
- No intente definirlo con palabras.
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