El artista granadino Roberto Urbano (1979) se ha consolidado en los últimos años como uno de los escultores más relevantes de su generación por la contundente e intrigante presencia de la voz que hay detrás de su propuesta artística. Una voz que se aleja de la voluntad por distinguirse y que se distingue por una genuina voluntad por interpelar dialécticamente la realidad como método de indagación de la propia identidad.
El artista exhibe estos días Maesltröm en la Sala Alta del Palacio de los Condes de Gabia, una muestra integrada por seis piezas escultóricas donde el uso de la metáfora, la alegoría y la paradoja, así como el empleo del ready made y de los más variados materiales, confluyen para construir un paisaje desollado en el que lo heterogéneo presentará su mundana declaración de principios: el arte ‒que habita tanto las obras acabadas como las fallidas‒ está íntimamente ligado a la noción de viaje y a su condición de proceso. Es decir, a su potencialidad como vehículo para alcanzar un destino, pero también para convertirse en naufragio.
Será sin embargo el naufragio lo que se inscriba como destino en la propuesta de esta exposición, no porque la evocación del desastre esté ligada a nuestra más inmediata realidad –aunque lo sea, y de forma tan inevitable como palmaria al inicio de este año– sino porque su reivindicación forma parte esa búsqueda que a Urbano le ha empujado siempre a ver en el revés de la convención una de las vetas más fértiles desde donde contemplar lo real.
La referencia literaria al legendario torbellino noruego que da título a la muestra nos hace pensar que si la verdadera libertad solo puede ser alcanzada cuando se asume sin rodeos el miedo a la muerte y al peligro, la única prueba de genuina libertad es el naufragio. El éxito podrá ser alcanzado bajo esas mismas condiciones, pero nunca tendremos pruebas tan incontestables de que esas condiciones se han asumido que cuando vemos los cascotes de un hundimiento. El marino que ha conquistado una tierra o el artista que ha terminado con éxito una obra pueden engañarnos. El primero puede haber rodeado los peligros, haber trazado el trayecto más prudente. El segundo puede haber copiado a otro artista, o a sí mismo, sin arriesgarse un ápice a perder el norte. El error, por tanto, será el único signo incontestable de una genuina lucha contra la adversidad, la prueba irrefutable de que se ha elegido la libertad, la impredecibilidad de lo ingobernable frente al camino trazado hacia la apacible costa de la fama o de la mercadotecnia.
«Partir del error asimilando el fracaso permite reconciliarse con la realidad en otros términos más allá de positivo y negativo, de este modo las ideas se nos presentan como proyecciones a nivel de comprensión, y de este modo la verdad está constantemente sometida a revisión», dice Urbano. Si la verdad debe ser sometida persistentemente a revisión es precisamente porque no existe. Y si no existe no hay destino más allá que el del naufragio repetido, que es, frente a la idea de costa, el epítome de la transformación y la novedad. De este modo podríamos concluir que solo el error puede conformar, junto al resto de errores que le precedieron y los que se sucederán, el único proceso posible de ese hilo de tiempo en constante mutación que es nuestra historia.
Urbano va a desbrozar estas ideas sobre la movilidad a partir de un estatismo que evoca continuamente los flujos del proceso. El mar de hielo de Caspar David Friedrich designa un mar de hielo, pero lo que hay pintado en él no es tanto una imagen como la encarnación de otras imágenes. El cuadro es el último fotograma de un movimiento narrativo donde conseguimos ver los frenéticos vaivenes del agua antes de la cristalización, cuando fue líquida. Ese es el modo en que se nos presentarán las piezas de Urbano en la muestra, unas piezas que a pesar de ser inmóviles exudan vibración, como si quisieran señalar las vertiginosas sacudidas que desembocaron en la acinesia que contemplamos, como si el interior de cada una de ellas contuviera memoria, pasado, vida osificada. En su quietud está implícita la fuerza bruta y la colisión, el delirio y la búsqueda del caos por adaptarse al caos.
Sus esculturas podrían definirse como fósiles del movimiento.
La tensión que irradian está conformada por ese juego dialéctico que rehúye del vacío esencialismo de la belleza o la conquista de un destino para hacer desembocar la voluntad (de vivir, de viajar o de crear) en el abandono activo de una búsqueda que se convierte en experiencia vital. Es por eso que en su obra se dan cita multiplicidad de factores, focos y materias, constructores todos ellos de una concepción del arte que carece de centro, pero que no pretende ser ciega, sino libre.
El caos no se ordena en el museo, sino que se interpreta. En las paredes de la Sala Alta del Palacio de los Condes de Gabia encontramos el legado de Dionisos, acaso presentado en paredes y suelos apolíneos que el propio Dionisos destruye, o donde al menos grita su necesidad de destrucción, que no es en el fondo sino esa necesidad de cambio y de transformación que se halla en la verdadera búsqueda que evoca. Eso muestra Tubalcain, la ola de hierro y pinchos que retumba en silencio contra la pared. O Los papeles de Cornwall, el enorme papel arrugado, monumento al proceso creativo que se detiene, como un viaje, en Rumbo a la Cólquida, símbolo de la búsqueda del vellocino de Jasón, donde el artista halla el tesoro precisamente porque, como un argonauta, se ha abandonado a la impredecibilidad del viaje a la deriva.
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