Los pétalos mustios del zeitgeist del siglo XXI pueden culpar a la red de dependencias que teje el desarrollo tecnológico cuando se enfoca al dominio militar o a la vigilancia masiva. Está por ver si la emancipación prometida compensa los daños, aunque una mera comparación no basta para delimitar la moral humana. El desarrollo tecnológico no ha dejado de ejercer su condenatoria influencia en el mantenimiento, la destrucción y el rescate de la vida, y desde mediados del siglo pasado vislumbramos su complejización a cámara lenta, cuando, si bien sin abandonar la forma de antagonismo entre máquinas y trabajadores, ahonda ahora en las diferencias de clase o en las delimitaciones semánticas y morales de lo vivo y de lo consciente.
Abundan los relatos sobre sensibilidades capaces de proyectarse y extenderse en artificios, como el ultraje de la estatua de Afrodita de Cnido, de Praxíteles; la historia de Pigmalión y Galatea; y el amor del delirante y afectado Nathaniel por un autómata, Olimpia, en El hombre de arena, del prusiano E.T.A. Hoffmann. En 1976 Fellini trasladaría la escena del baile entre Nathaniel y Olimpia a su interpretación de la vida de Giacomo Casanova. Con las muñecas sexuales personalizables de la empresa RealDoll culmina la persecución; la figura del cíborg propia del siglo XXI encarna el ansia de una interacción simbiótica entre el cuerpo y la robótica, la cual corregiría las imperfecciones humanas y expandiría nuestro potencial cognitivo. La inteligencia artificial tampoco escapa a esta ramificación unilateral y objetificante de las pasiones, parodiada en Her, de Spike Jonze. Dado el carácter morboso del contacto máquina-humano, estas fantasías han penetrado en el entretenimiento infantil, donde las inteligencias artificiales se asombran natural e inexorablemente ante la complejidad emocional de los seres humanos, a los que optan por defender o amar por propia voluntad, o con los que, como la Galatea del mito de Pigmalión, comparten conducta y moral. Las primeras adaptaciones cinematográficas de Ghost in the shell, el manga de Masamune Shirow, destacan entre lo pop por su amargura, su madurez y su prontitud. Comparable por su magnitud a la muy anterior 2001: Una odisea en el espacio, ensombrece incontables ejemplos apropiados (pero anecdóticos) del imaginario ciberpunk. «Si los robots tuviesen voz, apuesto a que habrían gritado “¡no quería convertirme en humano!”», medita Kusanagi en la secuela de 2004 de la saga japonesa. ¿Tan horrible es habitar lo que tiene fecha de caducidad?
Este vistazo al pasado sugiere que la simbiosis entre lo inerte y lo vivo sigue una dirección ilusionante: la vida y la conciencia, en calidad de fenómenos emergentes, pueden acontecer de lo inerte cuando su disposición atómica lo permite; ocurrirán cuando aproximemos lo inerte a lo vivo, cuando implantemos el uno en el otro. Para tomar distancia de la euforia aceleracionista debemos preguntarnos si es posible que el verdadero curso sea el opuesto, o si hay base para presunto binomio. ¿Simplifica la máquina nuestra humanidad o la desvirtúa? En cuyo caso, ¿lo hace siempre, o solo en un set específico de relaciones? «¿Están los humanos perdiendo esta habilidad [la sensibilidad] a medida que su comunicación pasa cada vez menos por la conjunción de cuerpos y cada vez más por la conexión de máquinas, segmentos, fragmentos sintácticos y materia semántica?» se pregunta Bifo Berardi, para contestar luego que sí.
Ya barajamos en artículos anteriores que ciertos usos de las TICs pueden azuzar nuestras capacidades cognitivas. ¿Sigue siendo memoria aquella información que no se corporeíza? Mediante la externalización de la memoria y la delegación en discos duros y dispositivos USB desamparamos nuestras facultades mnemotécnicas y, con ellas, la estabilidad de nuestra narración interior, eco del temor de Platón por la dependencia de la escritura que expresó en su Fedro, como nos recuerda Berardi. Unido a la compulsividad del hipervínculo, esto se ha traducido en desajustes de la concentración y de la memoria a largo plazo, pero del mismo modo que los libros no acabaron con la memoria que trastocaron, los déficits aducidos encuentran causas más específicas en la banalidad o en la integración actual de las TICs en el modelo de competitividad laboral. La hiperespecialización de los nuevos dispositivos, pensados para aumentar la productividad —lo que ha llevado escáneres e impresoras a nuestros hogares y, de paso, ha deslocalizado nuestro trabajo—, eclipsa el misterio de la inteligencia animal, pues impone una teleología instrumental y lineal de objetivos a corto plazo, incomparable con la viscosa, milenaria porosidad de la constitución de los organismos vivos.
Pero hay tantas fricciones como motivos para la ilusión. La artista, coreógrafa y activista Moon Ribas vivió durante siete años con unos implantes en sus pies que agudizaban su percepción de los movimientos de la tierra. lo que la llevó, en un sorprendente giro de nuestras expectativas, a distanciarse de la normatividad humana y a derrochar empatía por otras formas de vida. En 2018 declaró para Russia Today que «[como] cíborg, no me siento más cercana a las máquinas o a los robots, sino al planeta y a otros animales». Se los retiró a mediados de 2019 y lo anunció en su cuenta de Instagram: «He empezado a experimentar cómo es sentir la ausencia de mi sensor cibernético y ahora siento terremotos fantasma. ¿Cuánto tiempo durarán? ¿Afectará la extracción de los órganos cibernéticos a mi identidad?». Su amigo de la infancia y también artista y activista cíborg, Neil Harbisson, ha padecido y gozado de una mayor repercusión mediática, pues su órgano, una antena que cae como la de los rapes abisales, es, por necesidad, visible. Con ella interpreta en clave sonora los colores que no puede ver debido a la acromatopsia con la que nació. Ambos compaginan espectáculo, charlas TED, dinámicas de divulgación y performance para sensibilizar al público sobre cómo un nuevo sentido injertado configura la experiencia y sobre su potencial terapéutico, aunque las menciones a las problemáticas biopolíticas transhumanistas son mucho menos frecuentes que el barniz de devoción individualista desde el que promueven el movimiento cíborg. Más allá de las artes, debemos celebrar la prótesis oseointegrada desarrollada por el investigador mexicano Max Ortiz Catalán, hito reciente en la comunicación neuromuscular por medio de electrodos.
Empresarios estadounidenses como Elon Musk y Mark Zuckerberg encarnan hoy el mesianismo transhumanista como lo hiciera Steve Jobs. Han defendido una relación de dependencia plena entre los nuevos dispositivos y los cuerpos. Generan en torno a ellos una credulidad entusiasta por la que sus partidarios abrazan toda novedad en el mercado tecnológico y justifican la aceleración del consumo y la externalización de la productividad sobre el relato de prodigios que crean bienes-insignia del progreso. Su uso del lenguaje evoca sueños de funcionalidad y optimización aplicables a las áreas de la vida interior de la misma manera que se aplican algoritmos a tareas. Un exdirectivo de Yahoo, Salim Ismail defendió, en la estela de Musk con Neuralink, que «necesitamos chips que monitoricen nuestras redes neuronales». «Los ingenieros sugieren que, con las herramientas adecuadas, seremos capaces de arreglarnos, mejorarnos y actualizarnos a nosotros mismos» relata Gelles en relación al léxico habitual en Sillicon Valley. Es un vocabulario similar al que ha manejado y subvertido el chipriota Stelarc, uno de los artistas cíborg más experimentados, que se ha sometido a múltiples modos de interacción con prótesis y estimulación eléctrica de sus músculos e indagado en lo que llama arquitecturas anatómicas alternativas. Sus performances huelen a profecía: el cuerpo del artista es movido a placer por las máquinas a las que se ata, previamente programadas o conectadas a la red. Stelarc renuncia al control de sí mismo en favor del dominio tecnológico.
A las bondades transhumanistas en el campo de la medicina o de la resignificación de la humanidad acompañan las dudas sobre las condiciones en que se producen las mercancías que integramos en nuestros cuerpos y vidas; su coste medioambiental —¿qué delirios tecnológicos podemos permitirnos en un contexto de paulatina escasez y cuáles son de obligada realización?—; su mantenimiento y el tipo de relación que mantendríamos con sus creadores y con el capital; y sobre qué supuestos, retórica o estados de ánimo se juzga al cuerpo humano como algo defectuoso pendiente de revisión. Lo que unos ven como falibilidad en lo vivo es la expresión de la propensión al cambio, al enlace con lo inesperado. «[…] es imperativo no otorgar a estas lógicas el monopolio de la racionalidad, y hacer valer, contra un modo de racionalidad normativo que promete una supuesta perfección en todas las cosas, modos de racionalidad basados en la aceptación de la pluralidad de los seres y la incertidumbre de la vida», propone el pensador francés Éric Sadin.
Bibliografía/webgrafía:
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Berardi, Franco; López, Alejandra (trad.). (2017). Fenomenología del fin: sensibilidad y mutación conectiva. Buenos Aires: Caja Negra. ISBN: 978-987-1622-56-6
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La artista cíborg española Moon Ribas: «Defendemos la libertad de que cada uno se diseñe a sí mismo» | RT en Español. 2018, 9 de enero. Recuperado de <https://www.youtube.com/watch?v=LXN1PVqYN9Y&ab_channel=RTenEspa%C3%B1ol>
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