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Los veranos que siguieron representaron no solo un prólogo de la vida adulta, sino que serían, aunque entonces no lo supiéramos, la única parcela de la vida adulta que valdría la pena recordar con el tiempo. En realidad, aquel prólogo era un enorme simulacro antes que una verdadera iniciación, pues los elementos dolorosos o decepcionantes de la vida madura no aparecían por ningún lado. Apenas había obligaciones, excepto las domésticas y familiares, que eran relajadas, y el tiempo y el espacio acotados –julio y agosto, y el pueblo de Calahonda y alrededores–, enfatizaban la sensación de que hacíamos una instrucción, pero no de la vida, sino de los hábitos y los placeres burgueses. Los padres nos facilitaban el dinero para cerveza y cigarrillos (que con los años gastaríamos en whisky y porros), y a cambio nosotros permanecíamos alejados de los apartamentos, lo que ayudaba bastante a que las vacaciones de ellos fueran el descanso que tanto perseguían. Todo era tiempo libre, aunque el tiempo siempre se aprovechaba, en el fondo, para aprender. Aprendíamos sobre nosotros mismos, sobre lo que seríamos en el futuro, algo que, básicamente, hacíamos a través del arrojo. El arrojo con las olas y las rocas se parecía mucho al arrojo con que afrontábamos las peleas en el barrio. Sin embargo, el arrojo con las amigas era algo nuevo. En el barrio los amores los llevábamos en secreto para no sufrir puyas, pero en la playa no había ningún Camacho, sino decenas de exultantes adolescentes con los pechos desarrollados y muchas ganas de que se los miraran (y, como acabamos comprobando, también de que se los tocaran). En uno aprendimos a pelearnos y a respetar la jerarquía de la fuerza. En otro aprendimos a fumar, a luchar con las palabras y a acariciar las partes íntimas de las adolescentes, un tesoro con el que ni siquiera se podía soñar en el barrio. No había color. Sin la necesidad de estudiar y con aquella convivencia prácticamente a tiempo completo con jóvenes de nuestra edad (excepto para comer y dormir, siempre estábamos juntos, y a veces también para eso), la vida adquiría un aroma a independencia y voluntad que nos fortalecía interiormente y nos hacía sentir que éramos personas completas, adultos que comenzaban un camino que por supuesto imaginábamos mucho mejor de lo que en realidad sería.
Pero, ¿puedo extraer alguna enseñanza de todo esto que no sea saber que lo he vivido, que lo he disfrutado y que jamás lo voy a volver a disfrutar? Quizá el problema esté en que no es la primera vez que recuerdo esos veranos y que, de algún modo, sí se han estancado en mi memoria, emponzoñando el presente y el futuro con el fulgor hueco de su piel desechada. Es una piel de serpiente tirada en la carretera, a merced del tiempo y de los coches que pasan y la van desvencijando, pero que yo me empeño en ver rellena de verdadera serpiente. Por supuesto, no es cierto que yo viva el presente. Es verdad que apenas recuerdo nada que no haya disfrutado sin reservas y que tengo que hacer un esfuerzo consciente para rescatar la mayoría de experiencias que he vivido, pero los veranos de mi juventud vuelven a menudo a mi memoria sin que necesite estar aquí para que ocurra. Quién sabe, quizá hasta haya aceptado vivir en casa de Lorente porque crea poder recuperar algo de interés por la vida al hacerlo, aunque no sepa exactamente cómo y esté convencido en el fondo de que no solo es algo absurdo, sino hasta contraproducente.
Calahonda ha crecido bastante estos últimos años. Hay construcciones donde antes había descampados con chiringuitos de noche, y desde que dejé de ver este pueblo como el santuario de la única vida por entero disfrutable, pienso que ha perdido todo su encanto. Pero sé que es mentira. Soy yo el que ha perdido su encanto y el que ha puesto en su lugar esta mirada gris que me hace ver la vida como un fiasco, un espacio y un tiempo que se definen básicamente por ser decadentes (en el peor sentido de la palabra), y encima, por carecer de estilo. El señor Di Gennaro me daría la razón en lo de la decadencia (es evidente), pero me echaría en cara lo del estilo. Diría que el estilo es precisamente lo que tiene que poner uno, y que responsabilizar a la vida de eso era un signo de debilidad, aunque lo diría de otro modo. Al estilo lo llamaría dignidad y añadiría que es lo que verdaderamente brota cuando uno madura. Si es que uno quiere madurar. Y no le faltaría razón.
Paso por delante del Kita, el bar de los soportales de Daraxa (que ahora tiene otro nombre), y recorro la calle principal. El supermercado de Antonia creo que ha dejado de funcionar, y enfrente, la heladería La Fragata está cerrada. Al dueño le estuvimos robando helados durante años porque dejaba la nevera bajo la ventana cuando cerraba. Era fácil extender un brazo por los barrotes y hacerse con Frigodedos, Cornetos y Dráculas, lo que era un gran punto y final a las noches en que no bebíamos. Del Conjuro no hay rastro y el ultramarinos de Serafín ha sido reconvertido por sus hijos en una tienda de ropa y en un pub, y también están cerrados. El Cárdenas y el bar de Luis quedan lejos, pero es de suponer que tampoco se pondrán en funcionamiento hasta dentro de un par de meses. Solo al final encuentro el único bar que abre todo el año, el Ancla. Allí me tomo un café con leche y observo por la cristalera la calle que acoge la iglesia y el cuartel de la Guardia Civil, donde quizá vaya con Aanisa dentro de unos días, después de llevarla a la playa y de rebozar su cuerpo por la arena como si acabara de llegar a Europa. La calle desemboca en el paseo, el lugar desde donde se ven los fuegos artificiales en julio, en la semana de fiestas. No me quedo mucho, estoy nervioso por si alguien (un espíritu o el viento), me roba la preciada bicicleta de Roberto, que está esperándome contra una farola de la estrecha y fantasmal calle.
El ultramarinos del viejo sin dientes está cerrado, pero por suerte encuentro abierto el supermercado que hay al otro lado de la carretera nacional. Allí compro café, pasta, queso y doce latas de atún, y me voy con la bici al puerto, donde me quedo traspuesto mirando los botes mecidos por las suaves olas.
A las seis llego puntual a La Orilla. Devuelvo la bicicleta a Roberto, que está escribiendo algo en una libreta y se muestra mucho más despierto que antes. Por alguna razón sonríe al darme el portátil, pero deja de hacerlo en cuanto le doy la bolsa de comida para que la meta en el frigorífico de bebidas del pequeño supermercado. Entiende que no compre aquí, sabe que los precios del supermercado del camping son prohibitivos, lo que la mayoría de los extranjeros ni siquiera sospecha, básicamente porque son mucho más bajos que los de las tiendas que ellos frecuentan en Hamburgo, Gante y Ámsterdam. Pero me arrepiento. Solo el queso podría estropearse, y no lo hará con esta temperatura, así es que me llevo la comida y el ordenador conmigo.
En cuanto me tumbo suena el móvil. Hay un mensaje de María. Ha tenido que irse a Motril y me espera mañana en la playa a las doce del mediodía. Al parecer tiene una sorpresa. Veo a Sergio caminando hacia la playa con su peculiar estilo, y él me ve a mí y me hace un corte de mangas que me recuerda a la infancia: cruza los brazos muy lentamente, sin ahorrarse nada del recorrido, y no apoya en la articulación del brazo derecho la mano izquierda, sino el antebrazo. Al final cierra el puño que mantiene en alto y lo agita como si desde ahí se emitiera realmente el insulto.
El cielo da la impresión de estar sufriendo un cambio imperceptible hacia lo inverosímil, otra vez. La luz de la tarde parece contener partículas minúsculas de plomo o de mercurio que hacen el aire pesado y ligeramente plateado. Camino hacia la autocaravana de Mingorance, mientras miro los invernaderos a mi derecha. A uno le han quitado el plástico y puedo ver su básica estructura de hierro, y el terreno de siembra, ahora sin fruto. Arriba, en la sierra, la estación militar parece más sofisticada, o más moderna, porque el sol hace brillar la cúpula metálica del edificio más grande, y los molinos, un poco más abajo, mueven sus aspas con parsimonia, como si saludaran.
La autocaravana de Mingorance sigue estando sola, junto a la fuente. La rodeo antes de llamar por si escucho algo que me advierta que es mejor que no lo haga. Cuando toco con los nudillos la puerta, nadie contesta. Busco piedras grandes con las que golpear la cerradura y romperla. Selecciono tres, una plana y alargada, una redonda más pequeña y una roca que casi no puedo levantar con ambas manos y con la que no podré hacer otra cosa que un movimiento ridículo antes de estamparla contra mi pie. Dejo las dos últimas en el suelo y me acerco a la cerradura con la plana. En cuanto doy el primer golpe, la liviana puerta se abre con violencia. O he tenido mucha suerte o la cerradura siempre ha estado rota, lo que no me extrañaría mucho.
–¡Mingo! ¡Eh, Mingorance! –digo sin asomarme aún al interior– ¿Estás ahí?
Nadie contesta. Me acerco a la orilla, por si estuviera bañándose, pero no se ve a nadie en la franja de playa que alcanzan mis ojos. Asomo la cabeza por una de las ventanas y encuentro la habitación exactamente igual que siempre. El desorden en una autocaravana pasa de la calidez al caos con un par de botellas y ceniceros más de la cuenta encima de las angostas mesas, pero cuando los quito de en medio (vacío las colillas y tiro los cascos vacíos en una bolsa), tampoco estoy a gusto. En realidad la sensación es de inquietud, y no está relacionada con el desorden. No sé dónde se ha metido Mingorance esta última semana, ni sé por qué ha dejado su casa en medio de la carretera. Fugazmente pienso que no debo tocar nada y que tengo que salir de aquí en cuanto pueda, pero luego la idea me parece ridícula. Para mi sorpresa, las llaves están puestas y la batería funciona, y opto por encender la pequeña luz que se nutre del acumulador del vehículo, y terminar de ordenar y limpiar el espacio.
Quizá alguien me vea merodear y se acerque, pero estoy dispuesto a afrontarlo, no sin reservas. Mientras limpio las mesas y tiro a la bolsa papeles, ceniza y migas de pan, una parte de mí permanece alerta a lo inesperado. A que la puerta se abra y alguien me pida explicaciones con un tono desafiante (lo que sería bastante inverosímil, bien pensado). Lanzo con vehemencia los restos a la bolsa y me conduzco con movimientos bruscos, como si la caravana fuera mía y encontrármela así hubiera supuesto una falta de consideración absoluta por parte de Mingorance, a quien se la habría prestado. Cabría preguntarse por qué ordeno su casa rodante y no la de Lorente, donde vivo, y supongo que la respuesta está, dejando al margen mi estado nervioso, en el tamaño: allí siempre hay huecos para sentarse y no tienes la sensación de estar dentro de un enorme cenicero. Cuando dejo todo más o menos limpio, decido apagar la luz para ahorrar y también porque en el fondo, no quiero que la Guardia Civil llegue a preguntar por los papeles y a informarme de que allí no se puede acampar. De hecho, pensando en esto, decido también cerrar la puerta y echar la llave. Aún huele a colillas, pero enseguida me acostumbro.
Abro la nevera y compruebo que no hay nada, excepto dos cervezas calientes. Me siento frente a la mesa y veo a través de la ventana de plástico la carretera apagarse poco a poco, hasta que se hace de noche. De pronto me doy cuenta de que estoy apoyando el pie izquierdo encima de algo compacto. Me pica la curiosidad y vuelvo a encender la luz. Es una caja y mide aproximadamente treinta centímetros de largo por veinte de ancho y puede que pese algo más de dos kilos, calculo por encima. Sé lo que contiene en cuanto la sostengo en las manos, pero no por eso dejo de abrirla, aunque me cuesta bastante más de lo que cabría esperar (de lo que esperaría un hábil manitas de mediana edad, pero también yo, que estoy tan nervioso que no atino siquiera a separar las costuras). Es hachís. No parece que sea muy bueno, pero es hachís. En los minutos en que me quedo mirando el contenido, el olor de la resina ha impregnado la habitación, anegando del todo el olor a tabaco retestinado. Vuelvo a cerrar la caja, pero no encuentro nada con lo que sellar otra vez la parte despegada. Opto por meterla tal y como está en una bolsa, y esta en otra bolsa, y esta en otra, con la intención de apagar su intenso rastro.
Encima de la cama está la libreta de ejercicios de Mingorance, la que utiliza para estudiar inglés y dibujar cómics sin mucho desparpajo. Ni siquiera tengo que pasar las hojas para encontrarme una dirección sin nombre: C/Álvaro Cunqueiro, 26, 1º C. Vigo. Sin duda, es lo último que ha apuntado Mingorance en la libreta. Estoy bastante nervioso y no se me ocurre otra cosa que coger las bolsas con la basura que he recopilado e ir a tirarlas al contenedor que hay junto a las duchas. Después meto en el barreño que hay bajo la pila los platos y los cubiertos sucios (todos los que hay en la autocaravana están sucios), y voy hasta la fuente, donde los lavo a la luz de una farola. Subo de nuevo, cierro la puerta y me siento al volante. Tras permanecer sentado unos minutos mirando los mandos, salgo de allí.
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