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Cuando el 406 rebasa la cota del Suspiro del Moro, aparece Granada, que está sucia y difuminada por una nube enorme que la engulle a medias. La casa de mi hermano está en el Camino Bajo de Huétor, muy cerca de la que tenían mis padres en los Vergeles, en el barrio del Zaidín. El Zaidín fue el paisaje de gran parte de mi niñez y de toda mi adolescencia. Es un barrio que en los ochenta tenía merecida fama de peligroso, pero hoy es una zona tranquila y sencilla llena de bares de tapas y de niños que juegan en la calle. Antes supongo que sería más o menos lo mismo (de los bares de tapas no sé nada, pero yo era uno de esos niños como los que hoy veo, que jugaba todo el día en sus calles), con el añadido de que había atracos callejeros a punta de navaja perpetrados por los gitanos que se asentaban temporalmente en los descampados (las zonas periféricas en los ochenta eran claramente alopécicas, lo que ha sido subsanado en las últimas décadas por los injertos de la histeria especulativa) o por yonquis que seguramente yo tomaba por gitanos muy flacos y muy ajados.
En cuanto me hice amigo de quien finalmente se convirtió en un espécimen de marcada relevancia callejera en el barrio, dejaron de robarme, lo que había estado ocurriendo con bastante asiduidad los primeros años que pasé en España. La mayoría de las veces me robaban el reloj cuando volvía del colegio y era casi de noche, un reloj que por entonces regalaban con los botes grandes de ColaCao y que yo reponía puntualmente cada dos o tres semanas. De ese modo me convertí en el responsable de que la mayoría de miembros de la comunidad gitana del Zaidín luciera grandes relojes de Naranjito convenientemente pervertidos por el amarillo y el rojo intensos de la marca (varios años después del Mundial de 1982, la gorda mascota, que yo no conocía, seguía siendo rentable). Nunca lo había pensado, pero recordando ahora la indolencia con que daba una y otra vez aquel reloj de plástico al gitano de turno, pienso que probablemente lo llevara como tapadera para que no me quitaran las monedas de los recreativos, o las J’hayber que lucía tan orgulloso en el colegio. Solo una vez lo pasé mal. Las primeras Navidades que viví con mi nueva familia, los Reyes Magos –tan desconocidos para mí hasta entonces como Naranjito– me trajeron una bicicleta BH roja, y al segundo o tercer día de cogerla me paró en seco un gitano de quince años y me dijo que aquella bicicleta era suya. Añadió que yo había ido a su casa por la noche y se la había robado. Me puse a llorar en seguida y creo que antes que nada lo hice por la sorpresa de aquel cinismo, que no conocía. ¿Cómo responder a aquella flagrante inversión de los acontecimientos, vilmente aderezada con detalles? Por suerte, un hombre me vio llorar aún subido a la bici y echó al joven ladrón de la escena. Logré conservar la bici, pero apenas la cogí para ir por el barrio desde entonces por miedo a que me la robaran, o por miedo a que me acusaran de haberla robado yo antes.
Aún es pronto y decido deambular un poco por el barrio. Los días ahora son largos, pero la lluvia y las nubes recrean con más precisión los días laborables de mi infancia, que son fundamentalmente invernales. Aparco el coche cuando veo mi colegio y lo rodeo a pie mirando las canchas de fútbol y baloncesto, y los dos edificios que las cercan y que acogían entonces las aulas de primera y segunda etapa respectivamente.
De estas canchas surgen de inmediato imágenes deshilvanadas de peleas, partidos, risas, pero por encima de todo destilan recuerdos de amor. Me pasa lo mismo cuando pienso en las instalaciones de mi colegio en Estados Unidos. Allí sufrí un aislado y extraño enamoramiento cuando entré en la high school a los seis (nunca entré realmente porque se necesitaba tener catorce años para hacerlo, pero en el centro escolar donde mi madre trabajaba en Bennington, el elementary y el middle school se impartían en el mismo edificio que el high school, que ejercía de sinécdoque). Todas las mañanas pasaban lista y por alguna razón llegué a la conclusión de que la niña que iba justo delante de mí, que se llamaba Águeda y era colombiana o venezolana, me correspondía de alguna forma y debía de ser, pues, mi novia. Cuando era niño y no entendía alguna situación solía pensar que había algo que se me escapaba de cuanto me rodeaba, y paradójicamente me agarraba a la fantasía más estrambótica para no verme expulsado del todo de la realidad. Supongo que el aire marcial de las listas pronunciadas –los niños atentos, esperando oír su nombre–, precedidas del himno nacional que escuchábamos de pie y con la mano en el corazón, me ayudaron a confundir una necesidad con una arbitrariedad. Para un niño como yo, que hasta entonces se dedicaba a jugar solo entre los árboles de Vermont imaginando historias para las hormigas, unos nombres anunciados con contundencia y en riguroso orden alfabético, y un himno ante el que debía cuadrarme, suponían un cambio bastante brusco. Recuerdo aquel año con cierto miedo y supongo que me apoyé en Águeda para afrontar en compañía un sitio que no comprendía en absoluto. Nunca le revelé directamente mi amor (ni siquiera recuerdo haber hablado con ella una sola vez), pero un día me armé de valor a la salida de clase, y mientras Águeda guardaba sus libros en la cartera, le grité desde el vano de la puerta que la quería, para a continuación salir corriendo con todas mis fuerzas al patio, con el corazón martilleando violentamente, hasta que llegué a los vestuarios donde mi madre se cambiaba. Siempre permanecía un par de horas en los vestuarios de las limpiadoras hasta que mi madre acababa la jornada y mi padre salía del trabajo y venía a recogernos en el coche. Yo hacía allí los deberes –que en aquella época debían de ser dibujos y repeticiones de caligrafía–, pero aquel día no hice otra cosa que asomarme a la puerta entornada y comprobar si mi extraño comportamiento amoroso había hecho cundir el pánico en el centro. Estaba convencido de que me buscarían para pedirme explicaciones por el grito, algo que yo suponía absolutamente prohibido.
A los siete me enamoré de mi profesora Sally, que tenía grandes pechos, y a los ocho de una niña que no sabía cómo se llamaba y que debía de tener doce. La espiaba por los pasillos y soñaba con tocarle el pelo, que era rojo (nunca me atreví a hacerlo). A los nueve o los diez, poco antes de venir a España, Samantha, una niña de catorce o quince años, fingió sentirse atraída sexualmente por mí durante un tiempo, lo que, después de aterrarme, me puso en guardia con algunos aspectos siniestros del amor relacionados con la anticipación y el arrojo.
Cuando llegué a España fui incluido en una clase de quinto curso, donde caí perdidamente enamorado de Raquel, una niña rubia y delgada, hija de una profesora y muy estudiosa. Recuerdo que solía apoyar el codo en su mesa y la mano en la mejilla, y que el gesto combaba y afeaba su boca, lo que a mí me parecía atractivo porque lo consideraba un gesto personal y arriesgado, y porque contenía cierta madurez que yo identificaba con la sexualidad. Raquel era odiada por todos mis compañeros de clase. Los niños no la soportaban porque era muy guapa y distante, inalcanzable, y todos suspiraban inútilmente por ella. Las niñas, por la misma razón, y con mucha más virulencia, como es natural. Raquel era de las pocas alumnas que no se reían de mi incapacidad para entender el español aquel primer año y eso terminó de hacerme perder la cabeza por ella. Pero nunca le dije nada. Ya me veía mayor para gritarle mi amor en el quicio de la puerta antes de salir corriendo, porque hacer eso era lo único que estaba dispuesto a hacer por ella, o lo único que creía que podía hacerse cuando una niña te gustaba. Un día Raquel dejó de ir al colegio. Me dijeron que muchos niños y niñas de mi clase la habían seguido hasta su casa el día anterior llamándola puta y riéndose de ella, lo que no alcancé a entender hasta que pasaron los años.
Sexto y séptimo lo pasé enamorado de Belén Santana, una niña con el cabello moreno y la piel muy blanca que, curiosamente, iba antes que yo en la lista de clase. Algunas tardes me acercaba a su bloque, entraba en el portal y me quedaba en las escaleras del tercer piso, junto a su puerta, sin hacer nada más. Solo estar así, cerca de ella, me parecía suficiente. En sexto, porque en séptimo me armé de valor y, tartamudeando como un estúpido después de llamar a su puerta, expliqué a su padre que había ido a recoger a Belén para dar una vuelta. El padre, un hombre de anchos hombros, me dijo que Belén no saldría con nadie hasta que cumpliera los dieciséis años y yo me fui de allí algo triste, pero también satisfecho. Al menos lo había intentado. Y la respuesta no había sido una negativa, sino una prórroga. Después de aquello me pasé muchas noches pensando en lo que diría en aquella puerta cuando cumpliera los dieciséis. Recuerdo que el padre tenía una empresa de aceitunas. Las recolectaba, las envasaba y las vendía. Aceitunas Santana. A mis padres les insistía para que las compraran, les informaba de que eran las mejores aceitunas del mercado, que lo habíamos estudiado en clase, pero a ellos las aceitunas no les importaban mucho. Una vez, con el dinero de una paga, me compré un bote de medio kilo y lo dejé en la estantería de mi cuarto hasta que se pudrieron y mi madre un día las tiró.
Octavo fue el año de Nuria, una niña catalana con las mejillas sonrosadas que estaba enamorada de Alberto, un amigo de mi clase que un día se cayó por la ventana de su casa y se murió.
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