13
Me he pasado cincuenta y dos horas encerrado, sin abrir los postigos y sin ver la luz del sol. Algo más de dos días que he ocupado en dormir (treinta y tres horas, gracias al Trankimazín) y a ver películas (diecisiete horas, gracias al Trankimazín). Estos días María no ha llamado ni una sola vez. Yo tampoco lo he hecho.
Hoy es miércoles y son las siete de la tarde. Cuando abro las ventanas veo que el sol se está poniendo y que el cielo es rojo como el infierno. Está soplando el siroco, el viento del Sahara que suele visitar de vez en cuando la costa en primavera y que da un aspecto apocalíptico a lo real. En teoría, es un viento cálido y cargado de arena, pero cuando salgo afuera no noto más calor que de costumbre y ninguna mota me araña el cuerpo. En la práctica, es lo normal. La subida de temperatura es imperceptible si no estás en Canarias, y la arena que viaja con él solo se nota cuando aparece la lluvia. A esa lluvia la llaman por aquí «lluvia de sangre» y son los coches aparcados al raso los que más sufren sus consecuencias. Si llueve, sacaré el 406 de la cochera para que se camufle un poco.
Siento la cabeza cargada y lenta, y me hago otro café, que me bebo de un trago. Cierro el portátil y me calzo una gorra de los New York Knicks que Lorente tiene en una percha junto a un Stetson y varias viseras con publicidad. También cojo las gafas de sol antes de salir. No es por el siroco, es por la policía. Mientras me tomaba el café he tratado de recordar si le he dicho a Vicente dónde estaba la casa de Lorente. Creo que no lo he hecho. Puede que piense que está en Motril, o en Calahonda. También es posible que se lo haya dicho y no me haya escuchado, o que lo haya olvidado, o que no me haya creído. Aunque también puede que haya sentido lástima de mí, y aun sabiéndolo, haya preferido contar a los policías que no tiene ni idea de dónde vivo, lo que me parece poco probable.
Estoy tentado de caminar hasta el camping por la playa –es bueno para la circulación–, pero aún me siento pesado por la pastilla y pienso que voy a tardar un siglo en llegar, si no me hundo antes en la orilla y desaparezco.
Cuando salgo de la playa veo a los vejestorios sentados en los bancos de la pequeña plaza que sirve de micropaseo marítimo a la Chucha. Los viejos me han estado observando llegar completamente inmóviles, y cuando he pasado a su lado me han seguido con la mirada como si yo fuera un trasatlántico que cruza el horizonte.
–What’s up, crocks?
Algunos han musitado algo a modo de respuesta, pero ha sido tan incomprensible para mí como mi saludo lo ha debido de ser para ellos. Camino por la carretera con una estúpida sonrisa que está comandándose desde alguna parte de mi cerebro afectada por los químicos. Mientras lo hago, observo el cielo incandescente que tras las gafas de sol amarillas parece oro. Su imagen proyecta en mi percepción sensaciones contradictorias, aunque para un nihilista como yo (más parecido a un Karl Hungus casto que a un Fiedrich Nietzsche lúcido, me temo) la ambivalencia debe remitir únicamente a un deseo de final, trágico o cómico, pero inapelable. Al pasar por la fuente me dirijo a la autocaravana de Mingorance, pero la puerta está cerrada. Llamo varias veces, pero no hay nadie dentro. Cuando me giro veo a dos personas rubias, no sé de qué sexo, asomadas a la ventana de otra autocaravana aparcada al lado y decorada con cientos de pegatinas de todo tipo.
–Have you seen Mingorance lately? –les digo a las cabezas.
–Mingoransi? –dice una de ellas, creo que de un hombre.
–The owner of this RV.
–Yes. I saw him five or six days ago. He asked me to bring the RV to the camping if the police arrived. Are you his friend?
–Do you have the keys?
–No. He didn’t give them to me.
–And how were you going to do so?
–I guess I’m going to bring it nowhere. I just tell you what he told me.
Hablar con gente que fuma todo el día y que vive más en su propia cabeza que en el mundo puede ser desconcertante, aunque no siempre es molesto. Al fin y al cabo son nómadas también de la palabra y la información que uno busca tiene que esperar el rodeo natural de quien ha desechado las líneas rectas de la narración euclidiana. Es una lección que no siempre sabemos apreciar los sedentarios y es una pena porque nos alerta de que lo eficaz no es una característica de lo humano tanto como lo es la dispersión, que estos jipis, tengo que reconocer, sin duda saben experimentar.
–Do you know when he’s coming back?
–In a few days –dice la otra cabeza, parece que la voz es femenina–. He said he’ll be back in a few days. Are you his friend?
–Yes. Are you gonna stay until he’s back?
–We’ll stay a few weeks –pienso en lo que eso puede significar: unos días, pero también unos años, o unas horas–. If the green police doesn’t come.
–Ok. Thanks.
–Bye.
–Good bye castaways.
Me alejo de la fuente con un sabor de boca extraño por haber mantenido una conversación en mi idioma natal, lo que no hago desde hace demasiado tiempo. Frente al camping, en la orilla, veo a dos figuras difusas que no pueden pertenecer a nadie más que a María y a su hermano Sergio. Los pocos europeos que viven en el camping no suelen acercarse al mar, no sé por qué, y la horda de jubilados debe de haberse ido ya a otro sitio porque si no la playa estaría atestada. Momentáneamente siento cierta aprensión al pensar que los viejos puedan estar aún acampados, esperando ver a quien pulverizó el dedo gordo del pie de su líder un par de días atrás. Los viejos saben que individualmente son seres más débiles que el resto, por eso suelen viajar en bloque, para convertirse en ese monstruo en forma de serpiente con el que taponan el paso a todo el mundo y adquieren cierto poder callejero. No me parece descabellado imaginarlos como zombis, lentos y decididos, siguiéndome hasta Calahonda y arrinconándome contra la Roca mientras esgrimen ejemplares del Marca con los que intentan agredirme.
Veo a María con medio cuerpo dentro del mar, rechazando los chinos que le lanza Sergio desde la orilla mientras ella le grita «basta» repetidas veces, sin conseguir nada con ello. Cuando llego, agarro la mano de Sergio por detrás antes de que vuelva a tirar a su hermana una nueva remesa de chinos, que caen por su antebrazo. Él se gira y me mira con un gesto de terror.
–Tu hermana te ha dicho basta –digo. Sergio libera inmediatamente mi cepo dando un fuerte tirón y corre para alejarse unos metros, desde donde me observa como si fuera un intruso que tramara algo contra él. María sale del agua como una Venus renovada por el frío y se tumba bocabajo en su toalla. Yo me siento a su lado.
–¿No tienes frío?
–Un poco –dice con la voz entrecortada–. Pero el agua está muy buena.
El cielo ha dejado de ser rojo para convertirse en morado. Es un morado galáctico e irreal del que podrían salir rayos, pero también un nuevo Mesías que nos lanzara un e-book con una nueva Biblia, corregida y aumentada –o reducida mejor– que nos guíe en estos tiempos de cielos y actitudes caprichosas. María no parece extrañarse por la apariencia del cielo y a mí me gusta la idea de no comentar nada, de hacer como si este fondo apocalíptico que se está fusionando con el mar fuera un estado de ánimo. Algo que se tiene en cuenta, pero de lo que no se habla si no es estrictamente necesario.
–Para mí tiene que estar helada.
–Para ti seguro –dice displicente–. ¡Sergio! ¡Ven aquí!
Sergio sigue a cinco o seis metros de distancia, observándonos ahora ligeramente encorvado y atento, como el príncipe subnormal que no comprende el rechazo que inspira en los demás, sin darse cuenta de que los demás son sus esclavos. Los dos lo miramos.
–¿Cómo estás?
–Bien. Muy bien. ¿Dónde te has metido estos días?
–En casa. Ya sabes, el postoperatorio.
–¿Te duele?
–No.
–¿Cómo te has limpiado la herida?
–Mi hermano ha venido a hacerme de enfermera un par de días.
–Ah.
–¿Sigues enfadada? –digo contraviniendo mis principios para las reconciliaciones. Supongo que no quiero que se enquiste nada entre nosotros.
–¿Por lo de Sergio? No. No me enfadé.
–No era esa la sensación que tenía cuando te dejé en tu casa.
–Bueno. Imagino que se puede decir que Sergio es retrasado porque lo parece. Pero un retrasado lo es de nacimiento y si algo era Sergio de nacimiento era brillante. Por eso me molesta esa palabra.
De pronto me imagino a su madre despatarrada y pariendo una bombilla.
–Lo entiendo.
–Una intoxicación de plomo, o arsénico, o una parada cardiorrespiratoria hace que la gente parezca retrasada.
–¿Qué le pasó a él?
–No lo sabemos. Lo de la intoxicación es raro, aunque no imposible. Sergio trabajaba para una empresa farmacéutica de Barcelona, era bioquímico. Cuando enfermó vivía solo. Pensamos demandar a su empresa, pero no se encontró ninguna sustancia nociva en su cuerpo, así es que nos decantamos por un infarto cerebral.
–Qué putada.
–Sí, es una putada. Sobre todo cuando piensas que antes no es que fuera normal. Es que era brillante.
La recursividad sobre los dones de la luz de la exinteligencia de Sergio me hacen imaginarlo en las Ramblas, caminando con un puñado de chinos en los bolsillos de su bata blanca, brillando como un faro ante la sorpresa de los transeúntes.
–No todo el mundo puede ser bioquímico –digo, aunque no sé exactamente en qué consiste un bioquímico.
–Te equivocas, cualquiera puede serlo –dice–. Pero no cualquier bioquímico. Sergio fue el primero de su promoción.
–Yo solo quería decir que me parecía arriesgado llevarlo a una manifestación.
–Y lo es.
–Se habría puesto muy nervioso.
–Pero yo me refería –dice alzando ligeramente la voz– a que le hubiera gustado, si no estuviera como está ahora.
–Supongo que sobreentiendo demasiadas cosas. Debería escuchar más.
Esto, técnicamente, es una disculpa.
–Exacto.
Sergio ha dejado de prestarnos atención y deambula por la playa, buscando cristales de botellas redondeados por la erosión, sus piedras favoritas.
–¿Has visto a Mingorance hoy?
–No.
–Mingorance –digo suspirando y mirando el cielo.
–Mingorance qué –María vuelve a alzar la voz–. Qué vas a decir.
–Nada.
Su agresivo e inesperado tono me ha desconcertado.
–¿Que es un imbécil? ¿Es eso? –María se ha incorporado y se muestra ahora tensa por alguna razón.
–No precisamente…
–Para ti todo el mundo es imbécil o idiota, ¿verdad?
–No.
–En la manifestación todo el mundo era idiota o imbécil. Los jipis, imbéciles, los voluntarios de la plataforma, idiotas, los que caminaban de espaldas…
–Yo también caminé de espaldas un rato.
– …idiotas. Aquí en el camping debe de pasar más o menos lo mismo. Debemos de ser todos unos imbéciles para ti.
Me da la impresión de que su enfado es impostado. Ha estado esperando a hablar de eso desde el principio y sabe que hasta que no lo solucionemos no podrá ser ella misma, ni estar como de costumbre. Y ha aprovechado la oportunidad. Yo también lo prefiero. Le fallan sus herramientas, o las herramientas que yo suponía que manejaba, pero me gustan las que saca de repuesto.
–Te equivocas.
–Mingorance es tu amigo, os he escuchado reír muchas veces en su autocaravana. Pero ahora resulta que también es un imbécil.
–Yo no he dicho que sea ningún imbécil, solo he suspirado. Estoy mosqueado con él porque ha desaparecido sin decir nada, eso es todo.
María se vuelve a tumbar y yo pienso en la posibilidad de que Mingorance y ella hayan tenido algo, lo que no había pensado hasta este momento. La idea me molesta.
–¿Y yo? ¿Qué soy yo?
–Una mujer que me gusta. Mucho.
–¿Seguro? –dice descolocada, aunque aún sigue impulsada por el vendaval en que ha transformado mi suspiro–. No me extrañaría que fuese una imbécil con la que quieres follar cuando hay luna llena.
–No eres ninguna imbécil y no quiero follar contigo cuando hay luna llena. Quiero follar contigo todas las noches, pero tú solo has querido follar conmigo una noche en la que había luna llena. Es distinto.
La conversación ha fingido crisparse porque necesitamos decir cosas que queríamos decir desde hace tiempo. Mantengo el ceño fruncido, pero por dentro me late una diáfana sensación de alivio y bienestar. Estamos peleándonos por una cosa para poder hablar de otra. Es el truco que usan los tímidos y los que no tienen muy claro qué sienten ni qué quieren. Esas dudas suyas son para mí un regalo inesperado. Pensaba que habría mucho menos. Gracias a ellas me he desembarazado de mi miedo a que ni siquiera existieran y me he lanzado. María ahora sabe que pienso en la idea de volver a verla desnuda y yo sé que eso la ha halagado y le ha hecho sentir bien. Me alegro de haberlo dicho y de que me haya dado la oportunidad de hacerlo sin que suene demasiado forzado.
–Me gustaría –dice en un susurro– que no fueras tan despectivo. No me gusta.
–Es mi forma de ser –digo–. Mi forma de hablar. Odio a la gente, es verdad, pero es porque me gustaría que la gente fuera un poco mejor.
–¿Pero no te das cuenta de lo mal que suena eso?
–Lo siento, siento que suene mal, pero es lo que pienso. Al ver a la gente me veo a mí y me enfurezco. Somos débiles, yo incluido. Y si estuviéramos todos un poco más despiertos puede que no tuviéramos que ir a manifestaciones para pedir un poco de decencia.
Decencia no es desde luego una palabra que encaje con mi estilo, pero no parece que ella quiera sacarle punta. Le interesan más otras cosas.
–Es una cuestión de tacto, Jaime. Tú puedes seguir llamando Calahonda a esta llanura si quieres, aunque esta sea la playa de Carchuna. A mí no me molesta, pero quizá a alguien de Carchuna sí.
–No entiendo qué quieres decir.
–Es un ejemplo. Que podrías cambiar las formas. Tener en cuenta a los que te rodean. Solo eso.
–Tengo muchos defectos, ese quizá sea de los peores.
–El problema es que ese defecto no deja ver tus virtudes.
–¿Tengo virtudes?
–Aún no lo sé. Cuando dejes de comportarte como un ser superior quizá las vea.
María me coge de la mano. Yo celebro en silencio su gesto, aunque me parezca bastante fuera de lugar tras la conversación que acabamos de mantener. Estoy convencido de que María necesitaba aclarar ciertas cosas y ha decidido utilizar un tono de protesta para velar su necesidad de acercarse, algo que ni ella ni yo sabemos hacer bien. O yo me he equivocado con su magia para las transiciones o ha descubierto que mi carácter le impide desarrollar sus aptitudes para la dominación a través de ella. Algunas gotas de agua permanecen aún en su espalda formando islas en la piel. Mantiene su mano derecha cogida a la mía, pero sigue bocabajo y mirando hacia su izquierda –el cabo Sacratif–, sin tener muy claro cómo estar más cerca. Decido guardar silencio, como ella, y limitarme a sentir su mano en mi mano mientras miro las olas durante unos minutos.
Pero algo pasa. Alzo la vista un instante porque he intuido un movimiento y veo a Sergio frente a mí, echando hacia atrás su brazo. Sin darme tiempo a pensar, me lanza una piedra del tamaño de una manzana que me impacta sobre la frente y me derrumba. Sergio se aleja de nuevo, triunfante, y María se incorpora sin saber aún qué ha pasado. Cuando me ve sangrando da un grito y me ayuda a levantarme mientras me pone la toalla en la cabeza para contener el escape. Luego la retira y dice:
–Ha sido en la ceja –y musita: –hijo de puta.
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