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Me he quedado dormido con los cascos puestos y me despierta el sol, que ha subido tres o cuatro cuerpos. Deben de ser las diez. Noto que me duele la espalda, aunque como siempre que duermo en la playa, el pinzamiento desaparece en cuestión de minutos. El dolor de la herida permanece, pero es muy liviano, lo justo para recordarme que está ahí y que requiere cierta atención.
Las olas han crecido desde ayer por la mañana y me he librado por un metro de un despertar frío y espumoso. Miro el jardín un instante, que luce perfecto y absolutamente fuera de lugar gracias a los aspersores. Siento cierta aprensión al observar su exquisita y absurda belleza, que atribuyo precisamente al riego automático y a su independencia de mis cuidados, que son inexistentes, pero también a mi desconocimiento de los nombres de las plantas minúsculas y delicadas que lo componen. El salón está desordenado y parece mío, pero el jardín no tiene dueño. Es como un vecino o un espía que me recuerda constantemente que la casa donde vivo no es mi casa y que alguien, en algún sitio, espera con paciencia a que me vaya.
Me tomo un café y me lío un cigarro mientras miro el agua del mar, que hoy es turbia. Las olas son medianas, pero parecen más violentas que otras veces, como si tuvieran conciencia por debajo de la superficie y sufrieran cierta inestabilidad por alguna razón que se me escapa (relacionada quizá con los peces o los crustáceos). Intento quitarme la tirita de la espalda, pero apenas llego y dejo de intentarlo por si muevo los puntos, lo que me recuerda al momento que necesito ayuda. Trece días de ayuda. Por supuesto, María debería ser mi enfermera personal, y más después de haberme besado en el hospital, un regalo que ayer me hizo imaginar muchas cosas que hoy prácticamente descarto. No sé hasta qué punto se ha enfadado, tampoco sé exactamente cómo dije lo que dije, y eso me obsesiona un poco. No puedo recordar la escena, pero me imagino respondiendo con un tono exasperado que le rompe inmediatamente los esquemas que se ha hecho sobre mí. ¿Habré hecho eso que tanto me reprochaba mi ex novia? A menudo me han dicho que si fuera menos brusco caería mejor a la gente y que las formas me pierden, hecho que no sé si otorgar a mis orígenes americanos o españoles. Yo creo que el problema está en los arranques de énfasis con que rompo la continuidad de una comunicación de tono neutro, algo que hago sin darme cuenta, supongo que para vivificar las conversaciones. Pero el contraste no vivifica nada, solo acentúa lo desagradable y suscita la desconfianza en el que escucha, que tiende a cerrarse, o a alzar la voz y el tono. Lo único que hago es mostrarme sin ambages, una naturalidad que quizá debería cambiar para parecer más natural (teniendo en cuenta, además, que mi español es perfecto, pero raro).
El 406 ha pasado la noche al raso, como yo, y aprovecho que no lo he encerrado en la cochera para dirigirme con él a la cafetería del camping. He cogido el portátil con la intención de mirar el correo y tomar otro café, aunque lo que en realidad persigo es ver a María y tantearla. Supongo que le tengo que pedir perdón, y espero tener suerte porque no soy bueno haciéndolo. Prefiero las elipsis, tanto si soy yo quien tiene que pedir disculpas como si es otro el que me las tiene que pedir a mí. Lo mejor en estos casos es dar el paso para contactar con la persona agraviada y mostrarse simpático sin llegar a tocar en ningún momento el tema. Tocar el tema no ayuda casi nunca a mejorar las cosas, sino a profundizar en ellas, lo que normalmente acaba generando una distancia mayor, a menudo insalvable, entre las partes. Aunque hay quienes creen que las elipsis son una muestra de orgullo y se cierran para siempre, enquistando la amistad y convirtiéndola en otra cosa más plana, convencidos de merecer una satisfacción que nunca les fue concedida y abrazando a continuación el mismo orgullo que en el otro consideraban insolencia. Pero estoy seguro de que eso no pasará con María.
La cafetería está atestada de gente mayor. Es lunes y exceptuando a alguno de los extranjeros que han convertido las instalaciones en su hogar desde hace meses, no debería de haber nadie por aquí. Seguramente han llegado en tropel miles de ancianos procedentes de algún viaje organizado.
Miro en internet varios periódicos digitales y leo las noticias. Me sumerjo directamente en las que hacen referencia a las protestas de ayer. No parece que vaya a ser algo aislado precisamente, pero la mayoría de los medios destilan una sorna intolerable al hablar de las manifestaciones que se han convocado con un extraordinario éxito en toda España. En el fondo pienso como ellos –que todo es inútil–, pero los mecanismos que nos llevan al descreimiento son completamente opuestos. Ellos están al mando y temen que el orden se corrompa. Por mi parte creo que nada puede hacerse en un modelo social que tiene como única consigna real la imposibilidad de permitir los cambios y mostrarse al mismo tiempo como el que los posibilita. Esto genera una parálisis y una confusión considerables, lo que deviene en tardías explosiones cada vez más contenidas o apagadas de protestas, a las que personalmente me sumo por inercia, o por principios, aunque soy consciente de que la anémica reacción solo pone de manifiesto el enorme poder de la maquiavélica máquina que nos contiene. Reconozco que el neoliberalismo más crudo ha ganado de calle y ante los reproches de los que dicen ser de izquierdas (porque se creen que aún existen) no me queda otra opción que encogerme de hombros, lo que les hace a ellos tacharme al momento de burgués y pusilánime, y a mí, encogerme nuevamente de hombros. Estamos en uno de los primeros estadios que desembocará en La carretera de Cormac McCarthy y tomarse todo demasiado en serio se me hace tan absurdo como que los protagonistas de la novela repartan panfletos a los moribundos que se encuentran en el camino para que despierten y se unan contra el mal. No entender el lugar donde nos hallamos no lo considero una somera estupidez, sino un acto de irresponsabilidad que nos aleja aún más de una posible solución. La maquiavélica máquina es implacable, aunque hay que reconocer que su crueldad es lateral y solo está diseñada para salvar su propio pellejo (y para ilustrar con su ejemplo la filosofía del yo, lo que hace que los ciudadanos aprendan a ser unos hijos de puta sin remedio, como ha puesto de manifiesto la especulación inmobiliaria de los últimos años).
Ayer tuve la sensación de encontrarme en un lugar donde los manifestantes pedían cambios que suscribo, pero mientras ellos abogaban por dar un volantazo al coche donde estábamos subidos, yo creía ver ya el coche volando, precipitándose por un barranco y moviendo las ruedas inútilmente en el aire. Si pido un poco de violencia, si pido destrozar la ciudad donde he vivido tanto tiempo es porque creo merecer la oportunidad de saltar por la ventana antes de chocar: aunque se trate solo de gritar, de enfrentarme al impacto con un poco de personalidad. Pedir educadamente al conductor que coja el desvío a la izquierda mientras surcamos el vacío y permanecemos sentados en nuestros asientos, con los cinturones de seguridad bien anclados, es para mí renunciar a la única redención a la que tenemos derecho, la de nuestra propia identidad.
Abro mi correo electrónico y veo que hay ciento dos mensajes sin leer. La última vez tenía solo setenta y cinco. Miro los primeros remitentes. Eduardo Sánchez, Sara Moga (una exnovia), Academia de Lenguas Modernas Plaza Larga, Juan Carlos Villar. La otra vez, hace varias semanas, leí dos mensajes. El primero era de Isa, una amiga de Sevilla que me bombardeaba constantemente con sus ganas de volver a verme. Isa es una mujer maravillosa, pero tenía un novio al que adoraba y que yo consideraba un delincuente (de los de verdad, concejal de un ayuntamiento con varios juicios pendientes por prevaricación y tráfico de influencias) y le contesté que la quería mucho, pero que no me apetecía verla. Añadí que no podía ser amigo de nadie que adorase a quien yo despreciaba, lo que era una excusa, pero también un hecho. Al parecer la respuesta ha surtido efecto. No hay señal de ella, lo que me apena momentáneamente, pero también me alivia. Al contrario que su novio, a mí no me gusta tener a nadie engañado para defraudarle al cabo del tiempo. Prefiero hacerlo cuanto antes. Además del correo de Isa, leí uno de mi hermano, aunque a él no le contesté. Sé que está enfadado conmigo, pero sé que también me comprende (y si no lo hace, albergo esperanzas de que lo haga precisamente a través de mi silencio). Básicamente me reprocha que nunca llame ni escriba, pero lo que más le molesta es que no visite a nuestra madre, y aunque se enfurezca cuando le digo que me tiene miedo, creo que en el fondo se hace cargo de la extraña situación que vivimos todos. Mi padre se ha esfumado –parece que definitivamente– y mi madre se ha convertido en una mujer difícil que no sale de casa y que no tiene amigas, y a la que absolutamente todo le da miedo. Supongo que mi hermano piensa en ella antes que en mí cuando me pide que vaya a verla más. De mi padre no habla nunca –creo que él tampoco lo ve ya–, y se muestra bastante preocupado con mi situación económica, que sabe que es precaria desde hace unos años, y ahora catastrófica, como a él le gusta decir con un tono tremendista. De algún modo, mi hermano se ha convertido en el núcleo de una dispersión, y aunque eso no signifique más de lo que significa una mota de polvo en un tornado, aún siente una fantasmal responsabilidad que le obliga a moverse a sitios que no existen para hablar con personas que no están allí. En parte, eso me conmueve.
Pulso la pestaña de respuesta, pero tras estar cinco minutos viendo el cursor parpadear, cierro el ordenador de golpe. Ahora hay más jubilados que antes en la cafetería y el ruido de voces y de platos es ensordecedor. Espero en el mostrador para pagar mi café mientras miro a un grupo de sexagenarios que hablan a gritos de su equipo de fútbol. Al parecer va a descender a segunda irremediablemente. Uno de ellos dice estar «indignado», que es como se llamaba a los manifestantes por una democracia real hace unos años y como se han rebautizado los que exigen decencia del cuarto poder, y sus amigos le ríen la gracia. El hombre lleva una pulsera con la bandera de España. Solo tiene pelo en las sienes, que es gris y rizado y le crece esponjoso, como un flotador o una almohada especial para las cervicales. Tiene la piel del cráneo y el rostro incandescente (debe de haberse metido ya varios carajillos entre pecho y espalda), y parece ligeramente más joven que el resto, pues proyecta la energía juvenil de quien se sabe un líder. Me alegro de que José, el padre de María, no esté atendiendo esta mañana la barra. He observado que el viejo lleva sandalias. Yo llevo las mismas zapatillas desde hace dos años, que no son ya demasiado fuertes –en realidad nunca lo han sido–, y cuando la camarera me tiende la vuelta, le doy las gracias, me giro y pinzo su dedo gordo del pie derecho con mi talón. Luego dejo caer el cuerpo y el hombre lanza un alarido que hace que el resto de clientes se callen al instante y se giren para ver qué ha ocurrido.
–Perdón –digo. Sus amigos y el resto de clientes están paralizados ante el repentino accidente sufrido por su compañero de viaje. El indignado me mira desde el suelo, pues sigue agazapado y en cuclillas, agarrándose con ambas manos el dedo aplastado, y yo salgo de la cafetería pensando que, en algunas situaciones, pedir perdón funciona. Y que a mí, además, se me da bastante bien si pongo empeño.
Subido en el coche pienso en ir al estanco y pedir a la dependienta que me limpie la herida (he metido en la bolsa del portátil el antiséptico) pero tengo que comprar tiritas nuevas y como el boticario del pueblo murió hace unos meses y su farmacia aún sigue cerrada, decido buscar a Mingorance. Podría reutilizar la tirita que llevo, pero la estanquera es tan antipática y desconfiada que seguro que piensa que es un truco para robarle la caja, o para seducirla y hacerle el amor frenéticamente sobre los periódicos del día que hay en el mostrador y que se ríen de las manifestaciones (no estaría mal que eso ocurriera, lo haría con mucho gusto, aunque se me saltaran los puntos).
Tomo la carretera nacional para no pasar de nuevo por el camping y llego hasta la playa a través de una de las calles que forman los invernaderos. El vehículo de Mingorance sigue allí, sin Mingorance. Llamo a la puerta varias veces y miro el interior a través de las ventanas. Todo sigue igual, no parece que haya vuelto en ningún momento.
La ubicuidad como potencialidad es algo que uno da por hecho cuando ve una autocaravana, pero comprobar que efectivamente se trata de una casa que cambia de lugar en un instante resulta chocante si te has acostumbrado a verla siempre en el mismo sitio. Es algo que no logré sentir nunca cuando viajaba con mis padres españoles. En la caravana de mis padres todo el interior estaba en continuo cambio –las mesas, por ejemplo, se limpiaban con diligencia después de cada comida para poder subirlas con el resorte y poder así formar una cama con rapidez– y como éramos cuatro y solo la utilizábamos para dormir y comer, no llegaba nunca a adquirir el estatus de verdadero hogar que la autocaravana de Mingorance consigue con creces. Una cama de matrimonio –puede convertirse en mesa con cuatro asientos, pero siempre está en función de cama– ocupa la mitad posterior del espacio, e inutilizando una de las ventanas de esa zona ha instalado de forma un poco insegura una pantalla plana de veinte pulgadas conectada a una PlayStation 3. En la otra mitad del vehículo está la cabina para conducir, la nevera, la hornilla y el fregadero junto a dos asientos y una mesa atestada de papeles, botellines y ceniceros llenos de colillas. También en esa parte hay un angosto armario, el cuarto de baño, donde Mingorance guarda una escoba, una manguera y un pequeño váter químico. Por primera vez me doy cuenta de que una autocaravana podría ser el modo de vida más adecuado para alguien como yo. Sin PlayStation y con María retozando en las sábanas. No puedo comprobarlo, pero sé que hasta el olor de Mingorance ha sido llevado esta mañana quinientos metros al sur, que bien podrían haber sido quinientos kilómetros. O cinco mil, si se cuenta con gasolina suficiente. Fugazmente veo a mi alumno como alguien un poco mejor que de costumbre. Con solo meter una marcha puede coger su vida entera y llevársela al infierno.
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