8
A veces algo abstracto pero profundamente vivo se instala por unos segundos en mi memoria y dejo de hacer lo que estoy haciendo para paladear la sensación. Es como una mirada renovada sobre el mundo, y aunque no estoy seguro, creo que se trata del modo de percibir lo que me rodeaba y que puntualmente me sobrecogía hace años, cuando era un niño y veía la vida por llegar como algo intenso y prometedor. En aquel tiempo, esas revelaciones eran como puntos álgidos de una visión que me acompañaba siempre, la cota de un optimismo vital que me llevaba en volandas hacia el futuro y que hacía de mí, a pesar de los avatares de mi pasado inmediato, alguien feliz. Eran pequeñas epifanías, pero mucho más reales –o menos asistidas– que las que elaboro con la música en la playa. Ahora, cuando vuelven, las sacudidas me parecen reconstrucciones de pulsiones que ya han perdido el sentido (la promesa de futuro fue de este modo, pero fue), aunque la nitidez, la claridad y el asombro que las componen hacen que al principio me parezcan, como entonces me parecían, algo con capacidad real para despertar o dirigir mi presente. Actualmente no veo el mundo de un modo que pueda alentar optimismo –todo es más gris y la complejidad ha convertido en plano lo conocido–, pero de cuando en cuando la antigua percepción llega y se extiende en mi interior. Es emocionante sentirla y algo me empuja a creer que es una información valiosa, venida de ninguna parte y destinada a hacerme volver a un cauce del que nunca debí salir. En los segundos que dura siento unas indefinidas ganas de vivir, a las que sigue una frustración por no poder mantener la percepción viva, gradual pérdida que se mezcla poco a poco con el convencimiento de que no es más que un déjà vu (o un déjà senti). Solo al final soy plenamente consciente de haber sufrido el recordatorio de algo que ya es imposible recuperar, y la ilusión se disuelve con un sucio regusto amargo.
No soy ningún nostálgico. No creo en la memoria personal del mismo modo que no creo en la historia. Dice el historiador Philipp Blom que el pasado se vuelve cada día más impredecible, y aunque él sí crea en la historia, su ironía explica mi desapego. Básicamente, me dedico a vivir el presente. Es algo que encuentro un tanto prosaico, aunque sé que es el mejor antídoto para no convertirse en un plañidero (ni en un estúpido esperanzado). Tampoco puedo hacer mucho por evitarlo. Mi futuro ahora no existe como proyección de nada y mi pasado es solo ese recuerdo inútil, ese revival de mi abstracta y perdida creencia en el futuro, lo que no sé cómo encajar. Puede que sea la chispa que encienda una enfermedad mental que planeará sobre mí como un buitre (lo he pensado alguna vez), o puede que no sea nada, pero no creo que se pueda explicar como un modo de nostalgia. Pensar en mi vida pasada no es algo que me ocurra porque sí, como a otra mucha gente. Mi exnovia, por ejemplo, se sentaba en un sofá y se veía de pronto acosada por su pasado de esa forma involuntaria que es al parecer la única capaz de contener carga sentimental y ser por tanto genuinamente nostálgica. En mi caso, con la salvedad de esa extraña paramnesia, necesito un referente, volver a ver una cara o un lugar para recordar las cosas, y ese proceso carece de apego porque es un simple espejo, una simple palanca (excepto quizá para las sensibilidades hiperdesarrolladas, como la de aquel mítico degustador de magdalenas). La mayoría de las veces se trata más bien de un ejercicio consciente que practico cuando intento entender algo del presente, convencido en principio de que ese desapego con el pasado es el causante de las desgracias que vivo hoy. A menudo dibujo mis pasos –a veces me sorprendo de todos los detalles que soy capaz de recordar– y contemplo el itinerario que he tomado en algún momento de mi vida para intentar sacar alguna conclusión que explique mi presente, algo que, teniendo en cuenta mi manera de pensar, es bastante absurdo. Soy consciente de que recordar no es más que una reelaboración y es muy posible que en una de las elipsis o suplantaciones que elabora el recuerdo se halle la pista que podría ayudarme. Aunque pueda haber pistas que expliquen el presente desde el pasado, si las hallo ¿cómo sabré que no las he inventado? El truco no sirve, ni siquiera para sentir de paso cierta vinculación emocional con lo que he sido, pues las herramientas de esa arqueología son meros conectores que se activan sin conclusión (nunca he podido sacar ninguna, excepto que quizá yo no sea una persona muy equilibrada) ni consecuencias (solo me dejan un tiempo ensimismado, como si hubiera fumado demasiado).
Sé que nací en Bennington, en el estado de Vermont, en 1975. Hasta los once años fui el hijo único de un matrimonio poco común en aquella parte de los Estados Unidos. Mi padre, un hombre alto de origen irlandés al que apenas escuché decir más de cien palabras en toda mi vida, ejercía el oficio de topógrafo en el ayuntamiento. Mi madre, que había nacido en México D.F., limpiaba por las tardes la high school donde yo estudiaba por las mañanas. Cuando cumplí los diez años mi madre se empeñó en que debía hacer un viaje a España para consolidar el español que ella se había ocupado de enseñarme desde pequeño, un idioma que empezaba a hacerse fuerte en nuestro país. Estaba convencida de que podría ganarme muy bien la vida en el futuro si manejaba a la perfección las dos lenguas y al año siguiente convenció a mi padre. No tenían mucho dinero, pero como no salía demasiado caro hacer un intercambio con otro niño de España (solo había que pagar el vuelo trasatlántico), me fui a Granada para convivir durante un mes con una familia de clase media. A la semana de llegar nos dieron la noticia: mi padre americano había estrellado su coche contra una camioneta cuando se dirigía a Canadá con mi madre y con Antonio, mi intercambio, y aunque el impacto fue lateral –el conductor de la camioneta había logrado salir ileso–, el coche de mi padre se deslizó por un terraplén que desembocaba en un barranco. Los tres perdieron la vida en el acto. Yo viajé con mis padres españoles a Vermont para enterrar a mis padres americanos y traer de vuelta el cadáver de Antonio. Como no tenía más familia en Estados Unidos (excepto una tía que estaba ingresada en un hospital de Albuquerque), fui adoptado por mis anfitriones españoles, algo que, según me han contado, no resultó difícil dadas las circunstancias.
De mi vida en Vermont hay muy poco. Sesgadas imágenes en torno a una casa de una planta rodeada de árboles, la radio sonando fuerte cuando mis padres bebían y se encerraban en su habitación, el canódromo al que íbamos en coche, donde yo me aburría y ellos se desesperaban de tanto perder. Los viajes a Canadá (no vivíamos tan cerca, eran algo menos de doscientos kilómetros, pero solo cambiar de país constituía para mi padre casi una obligación de tanto en tanto), alguna pelea en la high school que perdí. Recuerdo a mi vecino, un hombre solitario, que salía cuando el termómetro marcaba cero grados para dar una vuelta alrededor de su casa completamente desnudo y demostrar así su valentía (un arrojo que una vez le copié y no repetí). Un partido de baloncesto en que jugué muy bien. Normalmente era del montón, pero aquel día fue diferente, aunque no puedo rescatar mucho más de mi memoria, ni la cancha, ni los jugadores, ni qué hice exactamente. Recuerdo las felicitaciones. También sé que sacaba buenas notas y que tuve algunos amores infantiles. Águeda, una compañera que iba inmediatamente antes o después que yo en la lista de asistencia del primer curso. Mi profesora Sally en el segundo. Y Samantha, una niña fea de quince años que me dijo que quería acostarse conmigo, lo que me mantuvo aterrorizado un par de meses (yo tenía solo nueve años y no sabía que se trataba de una broma común entre las adolescentes frustradas por el rechazo de los varones de su edad, que de ese modo se vengaban representativamente de nuestro género). Recuerdo a mi madre hablando en español de México, repitiendo las frases una y otra vez (pero no recuerdo las frases). Recuerdo a mi padre y su rostro extraño y alargado, tan ajeno a mí y tan silencioso. Recuerdo mi casa. La televisión enorme, en el suelo. El suelo de moqueta. El pastel de carne con ketchup y patatas gruesas. El inspector Gadget, que no sabía que era francés. La Pepsi todo el día en la mesa del salón y en la nevera. El olor retestinado de los cigarrillos rubios de mi madre, que se acentuaba cuando salías de la ducha. La canasta en miniatura del armario, la pelota naranja de esponja a juego. Imágenes estáticas, algún movimiento sesgado, nada demasiado narrativo.
Tampoco tengo muchos recuerdos de mis primeros años en España. Yo iba de un sitio para otro llevado de la mano de mis nuevos padres y mi nuevo hermano. Me trataban bastante bien, aunque nunca pude evitar sentir un pequeño poso de extrañamiento. Unas veces me embargaba la sensación de que aún estaba de visita y otras pensaba que mi presencia la explicaba únicamente su necesidad de suplir al hijo muerto, lo que me atormentaba. Pero después todo cambió. Aprendí a hablar en perfecto español muy pronto y la vida intensa de la infancia hizo el resto. Hasta llegué a pensar que no había nacido en Vermont, sino en España, y que mis recuerdos de Estados Unidos se debían a una pequeña disfunción mental sin importancia relacionada con el sueño. Aún mantenía en mi poder aquella percepción optimista y deseante de lo que estaba por llegar, y eso me hizo alguien más pendiente del futuro que del pasado, lo que por otro lado considero totalmente normal en un niño. Sentía que mi vida había sido difícil hasta el momento, sí, pero no echaba de menos a nadie porque mis padres españoles se convirtieron con rapidez en mis padres, y cuando me encontraba con dificultades me sentía bien a solas porque algo me impulsaba a pensar que se esfumarían cuando fuera capaz de coger las riendas, cuando dejara de ser un niño, cuando fuera yo quien decidiera.
Cuando crecí y mis padres comenzaron a tener problemas entre ellos, todo cambió. Cada uno empezó a ir a lo suyo y los nudos, que nunca habían estado muy apretados, empezaron a aflojarse. Comencé a preguntarme por qué había seguido llevando los apellidos de mis padres americanos cuando pasé a formar parte de la familia Villar y llegué a la conclusión de que no pertenecía en realidad a esa familia más que de forma circunstancial. Exceptuando a mi hermano, mi afecto por mi familia española se diluyó sustancialmente al final de la adolescencia.
De Calahonda sí recuerdo bastantes cosas. Quizá tantas como para contradecir mis principios de arraigo en el presente. Pero, sobre todo últimamente (desde que me encontré con él en un bar y escuchó mis desventuras), recuerdo el día que le salvé la vida a Lorente en el mar. Nos habíamos ido a la zona del puerto a revolcarnos en las olas porque alguien había dicho que allí eran más redondas y más grandes. Con levante se pueden alzar en el pueblo unas olas considerables y cuando soplaba levante fuerte muchos adolescentes nos pasábamos el día montando aquellas olas. Rara vez suponía un peligro, pero cerca de los Tajos la resaca era muchísimo más acusada y un día Lorente y yo nos vimos en una situación difícil cuando nos dimos cuenta de que nos íbamos al fondo y que era inútil nadar para alcanzar la orilla. Después de varias horas en el agua, saltando por los aires en crestas espumosas que nos estampaban contra la orilla una y otra vez, estábamos exhaustos. Yo, en mi desesperación, visualicé el titular de un periódico: «Dos niños mueren ahogados en la playa de Calahonda», y eso me hizo sacar fuerzas del dolor y la extenuación para agarrar a Lorente, que estaba ya casi inconsciente, e impulsarme como pude hasta el rompeolas. Aún no sé cómo lo conseguí. Supongo que fue la adrenalina, pero creo que la resaca debió amainar en ese momento. Unos hombres nos ayudaron a salir del rompeolas y llevaron a Lorente a la Cruz Roja. Cuando el levante es demasiado intenso, los socorristas impiden que nadie entre en el agua, aunque no siempre lo hacen a tiempo. En los últimos veinte años ha habido varios muertos y una docena de bañistas han cruzado de parte a parte la playa pidiendo socorro para salir luego deshechos y desnudos por la zona del Farillo, donde la playa gira bruscamente y las olas se reducen.
Deja una respuesta