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A las cinco y media vamos a la Caleta, de donde parte la manifestación, pero antes paso por una farmacia de guardia y compro los dos medicamentos que me han recetado, Nolotil para el dolor y el antiséptico de digluconato de clorhexidina con el que me tengo que limpiar la herida dos veces al día (supongo que con una basta y que los médicos cuentan con ese reduccionismo básico del paciente). Cuando llegamos, el pinchazo ha desaparecido casi por completo –he tomado un Nolotil, sin agua, al salir de la farmacia– y aunque unirme a una masa es algo que nunca he sabido disfrutar, en seguida siento que me encuentro donde quiero. Hay miles de personas, pero los perroflautas son una minoría. Veo viejos, jóvenes. Algunos jóvenes son pijos. La mayoría no son nada, solo jóvenes. Los viejos son progres, casi sin excepción. Un grupo de estos últimos baila jotas y zarandea al tiempo sus pancartas muy cerca de nosotros. Entre ellas, veo una que se muestra y luego desaparece, con una frase escueta y desconcertante: «Vuestros muertos». La consigna me hace pensar inmediatamente en Eduardo. Me resulta divertido imaginar que él está aquí, y más aún rodeado de jubilados. Mientras busco la pancarta –ahora parece haberse volatilizado–, me acuerdo de una noche en que fui con Eduardo al Son, un pub que admitía un abanico de clientes que oscilaba entre los veinte y los noventa años. Debió de ser hace más de un año. Eduardo y yo observábamos a un sexagenario bailar con ímpetu juvenil mientras nos bebíamos nuestras cervezas acodados en la barra.
–Detesto a esta generación –dijo–. Sus miembros son los responsables de cómo están las cosas, y encima, no lo saben. Se apuntaron en masa al espíritu del 68, que era francés, y aunque aquel era un trampolín perfecto para invertir los papeles y dar su merecido a los fascistas, al final fueron liberados del yugo de la dictadura casi por inercia, una vez que el viejo sátrapa hubo expirado tranquilamente en su cama. Entonces les vendieron un mundo de prosperidad que solo era válido para una generación, y aceptaron el trato con una sonrisa trémula y pacata, agradecidos por verse a salvo de penurias y convencidos de que, después de tantos años de silencio y cobardía, se lo merecían con creces.
–Esa es una gran definición de la peyorativa acepción del verbo generalizar –dije, aunque en realidad su generalización me había parecido lo suficientemente injusta para acompañar mis palabras con un gesto más seco. Eduardo hablaba a menudo con un estilo barroco, y eso no solo impedía que su discurso fluyera, sino que le hacía parecer mayor (precisamente de esa generación que detestaba). Tenía cierta propensión a exagerar y a espolear una cómica mordacidad que sublimaba proyectando sus opiniones con una lineal e impertérrita seriedad. En parte coincidía con su visión, pero mientras yo confería esos clichés a una minoría de la mayoría progre que integraba esa generación, él los hacía extensibles a todos los que habían nacido en la posguerra. Personalmente he tenido la mala suerte de toparme una y otra vez con esa minoría a lo largo de mi vida, y esa casualidad ha terminado por desencadenar también en mí un desprecio generalizado por esa generación, por lo que no me resulta difícil entender la rabia de su discurso, aunque en el fondo me parezca equivocada. En cualquier caso es un desprecio que, al contrario que Eduardo, intento minimizar cuando puedo, como hice aquella noche, mientras mirábamos al alegre jubilado bailar con una cincuentona que movía sus michelines como una bandera. Puede que ella se estuviera metiendo coca, y puede que él tuviera una Viagra esperando pacientemente en su bolsillo. La verdad era que ellos parecían los jóvenes y nosotros los viejos, y eso a Eduardo, que acababa de llegar a la treintena, debía de molestarle más que a mí. Nosotros manteníamos la actitud de quienes podían quedar por la mañana para ver las obras del metro. Ellos tenían pinta de saltarse las clases del día siguiente y pasarse en la cafetería de la facultad varias horas jugando al mus, apagados por la resaca y el desfase, pero contentos y escocidos por los violentos polvos sazonados por la química.
–Hay miles de personas de mi generación infinitamente más inteligentes que las que ocupan los puestos de prestigio en el Parlamento y la Universidad. Y ni siquiera sienten vergüenza. Mira este. Seguro que tiene nietos y una empresa próspera. ¿No te molesta que esté aquí? En realidad sí, pero sin darte cuenta has sido educado para que creas que está muy bien. Que sea viejo y que se sienta joven. Esa patraña. Es otra usurpación de la clase dominante, que por supuesto es vieja.
Otras veces Eduardo utilizaba un lenguaje mucho más llano en discursos mucho menos elaborados. Cada vez que Eduardo veía a políticos de avanzada edad hablar en televisión, cambiaba el canal después de decir con un tono despectivo: «Vuestros muertos». Ni siquiera escuchaba lo que decían. En cuanto aparecía el encorbatado delante de los micrófonos, censuraba la imagen con el mando y soltaba el sintagma nominal. Vuestros muertos. Es una expresión que me hace gracia. El español no es mi lengua materna y me cuesta integrar adecuadamente algunas expresiones en mi imaginario lingüístico. Sé que es una forma resumida de otra más larga y más explícita, pero nunca pienso que estén relacionadas cuando escucho la versión breve. Cada vez que Eduardo decía aquello, yo pensaba inmediatamente en nosotros. En Eduardo y en mí, en nuestra generación. Imaginaba que éramos nosotros los hijos muertos de esa generación que nos predecía, y que era a nosotros a quienes apelaba Eduardo con aquel comentario fúnebre que dirigía a ellos. Vuestros hijos. Vuestros muertos. De repente se me ocurre que quizá Eduardo se ha fabricado esa pancarta para mezclarse entre los viejos y poder insultarlos en secreto.
Dispersos entre la gente hay músicos, en su mayoría percusionistas, que enfatizan las consignas que otros gritan desde los coches de la organización, estratégicamente dispuestos para separar los tramos en que se divide el río de gente. Mezclados entre los manifestantes hay otros voluntarios de la plataforma 15 M que, megáfono en mano, lanzan otras frases pegadizas que se secundan con más o menos interés. La variedad de personas que está protestando por una democracia pervertida es notable. Pienso que esta mezcla es una gran baza para el éxito del grupo político –quizá la única–, pero pienso también que esa era una de las virtudes del bando republicano en la guerra civil, y que ese hecho fue precisamente el que acabó construyendo su debilidad.
El problema de la izquierda es que, por definición, es heterogénea y aglutinadora, y todo lo heterogéneo que se aglutina en un momento dado tiende por inercia a separarse un poco después. Los mecanismos que ayudan a que la gente se una a la gente al principio son precisamente los que hacen que la gente se aleje de la gente después. Uno de los voceadores grita repetidamente la consigna: «¡Soy anarco!», algo que creo no comparte la mayoría de manifestantes (yo sí, aunque seguro que entendemos cosas muy diferentes el joven de las patillas y yo), y que debería de cambiar ya por otra de las que se escuchan, como «Por qué manda el mercado si yo no lo he votado» o «Sembrad corrupción y habrá revolución», que podemos defender todos. En este momento estoy dividido entre el entusiasmo por ver una vez más la reacción de los ciudadanos ante la pérdida de sus derechos –algo que el Nolotil minimiza–, y mi acostumbrado sentimiento de desapego por lo que podría conmoverme y más bien me aturde o me aburre sin que yo mismo logre entender por qué –lo que el Nolotil agudiza. Supongo que la contradicción se debe a que celebro que se esté dando una respuesta, pero detesto que la respuesta parezca más una pregunta. Estoy convencido de que, a estas alturas, más nos valdría desechar el estúpido júbilo y empezar a destrozar la ciudad de una vez por todas.
María debe de pensar que esa idea está absolutamente fuera de lugar, y más ahora que ha surgido algo a lo que agarrarse. Ella repite algunas explosiones espontáneas de nuestra zona, recitando los pareados y haciendo chocar dos botellas de agua vacías. Yo no grito ninguna consigna, me limito a mirar y a ocupar un espacio. Soy como un viejo (no como los que hay aquí, que dan palmas y gritan), y llevo como bandera una sonrisa neutra y las manos a la espalda, mientras camino despacio con la masa. Creo que María achaca mi escasa vitalidad a la operación y al Nolotil, cuando lo cierto es que no habría hecho mucho más en esta feliz representación si hubiera sido para mí un día como otro cualquiera.
Hay determinados amaneramientos infantiles que no soporto en las manifestaciones y que se cifran normalmente en un gusto por la teatralidad que tiene en la consigna (en el modo de enunciarla) la menos exagerada de sus representaciones. Hay otras aún peores, relacionadas con la coreografía corporal. En un momento dado, mientras se corea «No tengo ni un duro, así vamos de culo», la gente comienza a caminar hacia atrás, algo que al final me veo obligado a imitar pues, si no lo hago, los de delante me miran caminar de frente y me reprochan que siga obstinadamente en mis trece, lo que es más incómodo que darse la vuelta y hacer la gilipollez de marras, donde miras a los de atrás caminar de espaldas hacia ti. Lo que muchos, estoy seguro, se preguntan al ver mi escasa empatía es: ¿por qué no se queda en su casa? Y al margen de que no tengo una casa que sea mía, cabría preguntarles a ellos si esas manifestaciones lúdicas deben ser una imposición como al parecer son, o si no estamos aquí para defender lo heterogéneo y para conducirnos, en consecuencia, heterogéneamente. ¿Cómo es posible que en una manifestación así se mire mal a quien nada a contracorriente? ¿Acaso no tengo derecho a protestar si no soy ellos? Me comporto con arreglo a mis emociones, como todo el mundo. Siempre he sido un poco enoclofóbico. Ahora, además, casi nada consigue conmoverme. Me muestro huraño y seco, en parte porque he sido desahuciado y despojado de casi todo, en parte porque, simple y llanamente, es lo que me sale de los cojones hacer. ¿Y no puedo estar aquí?
El primer asalto revolucionario surgió en la segunda mitad del siglo XIX. El segundo, al principio del XX. El tercero fue el de Debord, en el 68. Este no es el cuarto asalto del proletariado, y como estoy convencido y siento lástima de todos nosotros, no puedo mostrar entusiasmo. De hecho, es el entusiasmo que veo el que me da lástima. Porque eso es lo único que hay. No está acompañado de verdadero valor, de verdadera fe. Quizá me equivoque (en el fondo, deseo con toda mi alma estar equivocado) pero no puedo evitar recordar cómo a lo largo de las últimas décadas se han construido faros parecidos a este y cómo han sido sistemáticamente destruidos por el sistema que nos sostiene y que es mucho más implacable y fascista de lo que parece. La sociedad del espectáculo ha ganado muchísimos puntos durante estos últimos cuarenta años y la realidad empieza a tambalearse en esta segunda década del siglo. Está claro que si Debord no consiguió nada en el tercer asalto, tenemos que hacer caso al refranero. A la cuarta va la vencida. La que ya nace vencida. El cuarto asalto será individualista, como mandan los cánones neoliberales. Y desembocará en el caos. Universitarios robando bancos, rectores empalados en el claustro, honoris causa asesinando diputados. Lo veremos. En el cine, como mandan los cánones neoliberales.
En realidad no lo pienso. En realidad confío en estar equivocado y confío en esta posibilidad. Sé que votaré en las próximas elecciones, después de tantos años, y sé a qué partido votaré. Pero prefiero ponerme en lo peor. Así soy más feliz. La esperanza, como concepto y como palabra, debería desaparecer de la faz de la tierra. Es la culpable de que el tiempo aniquile tan rápido cualquier forma de acción.
Por Gran Vía la manifestación se detiene para abuchear con insistencia al Gobierno Civil y a la altura de Colón estamos ya bastante cansados. Embocamos Reyes Católicos hacia el Ayuntamiento, donde acaba la marcha.
Poco antes de entrar en la plaza del Carmen, uno de los animadores dispersos entre la multitud y armado con un megáfono llega hasta donde yo estoy y empieza a arengar a la gente para que haga más ruido. Es joven, de alrededor de veinticinco años, y bastante alto. En la parte posterior de su polo azul lleva escrito su nombre, Juanpi. Juanpi me ve en mi entusiasmado silencio y me hace un gesto para que no esté tan callado mientras sigue dando gritos que el altavoz magnifica hasta un volumen insoportable. Yo lo miro y vuelvo a mi estática contemplación, lo que él encuentra inadmisible y le anima a hacerme otro ademán, mucho más enérgico, para que haga otra cosa diferente a la que estoy haciendo. Quizá imagine que me he despistado y que no me he dado cuenta de qué es lo que hay que hacer en una manifestación, porque es evidente que para él solo hay una cosa que hacer. Me quedo mirando su cara un instante, pero luego esbozo una sonrisa para restar acritud a mi silencio y sigo a lo mío, lo que deja a Juanpi un tanto paralizado. La gente a mi alrededor sonríe con cierta sorna al ver el exagerado aliento de Juanpi y me alivia ver que lo consideran, como lo considero yo, un auténtico pelmazo. El animador se detiene al ver mi actitud, pero cuando se recompone, vuelve a coger el megáfono y elabora una serie de órdenes dispersas y atribuladas dirigidas a la masa pero dedicadas claramente a mí y a mi intolerable insumisión. De pronto parece un profesor dando instrucciones a unos adolescentes que no quieren hacer nada en clase de educación física. Como respuesta dejo la chusta de mi cigarrillo en su altavoz, lo que él no puede ver. Hay gente que se ríe al ver a Juanpi soltando humo a través del aparato, lo que supone un buen complemento al airado tono con que ahora tartamudea. Su cabeza está incandescente, la rabia se ha apoderado de él al constatar que sus ánimos no consiguen hacer que yo cambie de actitud. Puede que piense que soy una especie de reaccionario infiltrado. Observo a Juanpi gritar como un poseso ya a bastante distancia, mientras va soltando señales de humo a través de su megáfono. Cuando se percata, se separa el instrumento de la cara y entonces entiendo lo que pasa. Entiendo por qué la gente se reía. Juanpi es un retrasado. Por supuesto, tiene un retraso muy leve, y solo se hace evidente si uno se fija bien.
–Eres un capullo –dice María, y se ríe.
–Puede ser –digo sonriendo–. Pero tengo todo el derecho del mundo a serlo.
Al parecer la manifestación culmina en la plaza del Ayuntamiento, donde se va a proceder a la lectura de una especie de manifiesto que pretende consolidar las bases de la protesta y hacer un llamamiento a la continuidad. Muchos se quedan allí, pero nosotros seguimos calle abajo hasta Correos, donde la gente empieza a dispersarse o habla animadamente sobre la amplia acera.
La luz es menos intensa y proyecta sobre los edificios ese color yema que hace que las tardes de mayo parezcan el recuerdo de otra persona (los objetos adquieren un perfil velado pero significativo, y al mismo tiempo, una distancia insalvable, lo que me hace pensar que en realidad la sensación no tiene que ver con lo que veo, sino conmigo, pues esta mañana he sentido lo mismo con una luz muy diferente). Me lío un cigarrillo mientras María prende un Chesterfield en un suave contrapposto. Parece cansada pero contenta, lo que me hace pensar en su aspecto al principio del día. Caminamos hasta el coche mientras decidimos si entrar o no en un bar para tomar unas tapas antes de volver a Calahonda.
–Cómo me habría gustado que Sergio hubiera venido –dice con media sonrisa–. Le habría encantado.
Yo pienso en Juanpi y me pregunto si es su ejemplo el que la ha animado a decir lo que dice. Me imagino a Sergio con un megáfono gritando sin ton ni son, como a menudo hace en la playa, cuando el agua fría toca sus pies. Habría sido más coñazo aún que Juanpi, pero también más divertido. Y puede que hasta más eficaz, si hubiera centrado sus esfuerzos verbales en ejercitar su estereotipia y su ecolalia (Sergio puede repetir una palabra escuchada más de cien veces en un minuto, si le da por ahí).
–Se habría puesto muy nervioso –digo, sin embargo–. No es lugar para un retrasado.
María gira la cara para mirarme directamente.
–Sergio no es ningún retrasado –dice en un susurro.
–Ya, lo que quiero decir es…
–No es ningún retrasado –repite. Sin duda lo que acaba de escuchar ha sido algo inesperado, pero no parece que vaya a perder los nervios–. Tuvo una apoplejía. Te lo dije.
–Oye, perdona. No quería decir eso.
En el fondo sí lo quería decir. Quizá no en este momento, pero sí en alguno. Su hermano es retrasado y negarlo me parece indigno de ella. Esconderlo en una apoplejía es, básicamente, inmoral. Y además, no le pega. Quizá a su madre sí, y quizá por eso lo haga ella también. Pero ella no es su madre.
La frase me cuesta cara. No cenamos nada antes de salir y conduzco hasta la costa sin cruzar una sola palabra con ella, que parece cansada pero también algo decepcionada. Cuando por fin llegamos al camping, María se despide y se precipita hacia su casa. La veo abrir y cerrar la puerta con suavidad. Al cabo de los segundos, una de las ventanas del piso de abajo se ilumina un instante y luego se apaga. Después la que se enciende es la ventana de su cuarto, en la segunda planta, que se queda prendida. Me gustaría saber qué he hecho mal exactamente, y aunque sé por dónde empezar, estoy cansado y no puedo discurrir con lucidez. Solo puedo mirar la luz y pensar que por la noche una casa parece una enorme lámpara fragmentada en muchas lámparas. Y el que la ocupa, un insecto ralentizado por la conciencia.
En casa me fumo un porro y salgo a la playa con los cascos. Pincho Eutow de Autechre en modo repetición, me tumbo sobre la arena y me dejo broncear por las estrellas.
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