4
En cuanto llego a casa me pongo el bañador, pero justo cuando me dispongo a salir a la playa escucho sonar el móvil y mi cuerpo se detiene en seco. Algo se activa entonces en mi espina dorsal, en parte porque desde Navidad el teléfono no suena –excepto una vez en enero, cuando Lorente quiso saber si todo iba bien, y otra hace unas semanas, cuando hablé con la secretaria de un centro de la Seguridad Social– y en parte porque he pensado que podría ser María, la única persona a la que he dado mi número durante este último año. Leo el nombre en la pantalla, Eduardo, y me quedo paralizado mirando la luz que proyecta el aparato mientras el timbre –un fragmento de un tema de Plaid– me inunda el oído con su melodía.
Eduardo y yo habíamos empezado a tratarnos en la academia de lenguas del Albaycín donde dábamos clase. Nos unieron ciertas coincidencias políticas, el desencanto de la edad –aunque él era cinco años más joven que yo–, pero sobre todo, la necesidad de encontrar el amor sencillo y rápido de las estudiantes universitarias que inundaban los locales nocturnos de Granada, una necesidad que me llevó a dilapidar el año pasado y el anterior un dinero que ahora echo muchísimo de menos.
En un escaso segundo, un conglomerado compuesto de recuerdos, prejuicios e invenciones llega a mi cabeza para dibujar una imagen de Eduardo que me resulte eficaz: un hombre joven y algo pagado de sí mismo que cuando bebía le gustaba ridiculizar con demasiado ímpetu a los más débiles (lo que, por cierto, nunca le reproché directamente, quizá por falta de confianza). Me hacía reír su modo de ironizar con la generación de nuestros padres, pues compartía hasta cierto punto su rechazo, pero no me gustaba la sorna con que hablaba de las mujeres, a las que yo consideraba los únicos seres capaces de dar cierto sentido al porvenir. En parte entendía ese error, pues yo lo había cometido también en el pasado (es fácil que un misántropo heterosexual confunda en su juventud el genuino odio a la humanidad con el desprecio a las mujeres: es un gran método para no asumir las propias carencias sentimentales), pero no podía comprender que no lo hubiera solventado ya de una forma u otra. A veces tenía la sensación de que reaccionaba contra el consensuado acuerdo logrado en los últimos años, gracias al cual los hombres nos habíamos redimido un poco de la estupidez en la que habíamos estado instalados demasiado tiempo. Cuando Eduardo desplegaba sus artes misóginas, yo me cerraba en banda y silenciaba la conversación durante un rato, lo que servía para que no volviera a sacar el tema durante esa noche, pero en menos de un mes me encontraba de nuevo con aquella obsesión que había madurado y enquistado tras uno o varios fracasos amorosos. Puede que con el tiempo hubiera hecho algo más que guardar silencio y hubieran saltado chispas entonces, pero no tuvimos oportunidad de comprobar cómo la confianza allana el camino de la diferencia. Cuando me encontré prácticamente sin nada –sin dinero ni expectativas, y sin Teresa, mi reciente exnovia– comencé a sentir la necesidad de romper los últimos vínculos que me quedaban en la ciudad. No es que no necesitara los vínculos, es que no podía permitirme tenerlos si quería empezar otra vez desde cero y tener éxito, o un éxito relativo, lo que se me antojaba cada vez más difícil. En aquel momento no quería que nadie se preocupara por mí. Por mucho que parezca un salvavidas, el afecto en esas situaciones suele ser un lastre. Eduardo me preguntaría si había encontrado trabajo, si había perdido la razón, si la había encontrado (como ha estado haciendo mi hermano estos últimos años, hasta conseguir que nos alejáramos). El problema no es que me moleste no tener las respuestas, es que no soporto escuchar las preguntas.
He dejado sonar el móvil y he mirado la pantalla. No hacer nada mientras sonaba me ha parecido una concesión suficiente a su esfuerzo por comunicarse. Lo he imaginado al otro lado de la línea, sentado en su casa del Realejo, una casa que quizá esté a punto de abandonar si como a la mayoría de profesores de la academia (excepto a los que llegamos después de 2007, que cobrábamos en negro y desaparecimos como por encantamiento), los dueños le daban finalmente el miserable finiquito y le decían que no podían contar más con él, pero que se alegraban de haberle conocido.
El móvil ha parado por fin. Le he deseado suerte y he salido de casa, pero cuando estaba en la puerta, ha vuelto a sonar. Me he quedado en el vano un instante imaginando que sería Eduardo otra vez, pero me he acercado y he visto un número larguísimo en la pantalla. Al final la curiosidad ha podido conmigo.
–¿Sí?
–¿Jaime Singleton Barea? –dice una mujer. No sabe inglés, ha pronunciado «Singleton» como si fuera una palabra aguda. Está en un lugar donde hay más gente.
–Sí, soy yo.
–Le llamo del hospital clínico de San Cecilio para recordarle que mañana tiene que estar aquí a las doce del mediodía con la tarjeta de la Seguridad Social y el DNI.
–¿A las doce? –pregunto por inercia mientras recuerdo para qué tengo que ir a un hospital. Hace casi dos años mi médico de cabecera me miró los lunares de la espalda (soy propenso a desarrollar nuevos y a agrandar los que tengo) y me dio cita para el dermatólogo, que me dijo que tenía un lunar con el centro azul que había que extirpar. Hace unas semanas me llamaron desde un número fijo para decirme la fecha de la operación, pero hacen bien en volver a llamar para recordármelo. Es normal olvidarse. Teniendo en cuenta que han tardado un año y medio en buscarme un quirófano y un mes más en fijar una fecha, uno tiene la impresión de que se pitorrean y no hace mucho caso a sus llamadas. Esta es más concreta. Mañana es más concreto. No lo olvidaré.
–Sí, a las doce. Con el DNI y la tarjeta de la seguridad social.
–De acuerdo.
–Puede desayunar.
–Ya he desayunado.
–Mañana, digo. Mañana puede desayunar. Es anestesia local.
–Ah. Sí, vale.
–Buenos días.
–Buenos días.
Cuando se pone el sol camino por la playa hasta la Perla para encontrarme con el señor Di Gennaro, pero al llegar compruebo que no ha salido a pescar hoy. En su lugar hay un hombre de mediana edad con dos cañas y un farolillo blanco iluminando su puesto de pesca. Dice que no conoce al italiano. Yo miro en su cubo y compruebo que no ha pescado nada. Le digo que alguien, a la altura del Castillo, ha cogido dos besugos y por alguna razón decide que no es verdad y esboza una sonrisa irónica que contrasta con un ridículo gorro donde está escrita la palabra Flashdance. Me quedo un instante mirando su cara de estúpido hasta que se da la vuelta para volver a lanzar su caña. Está pescando al curricán, una técnica que consiste en lanzar y recoger un sedal. Este sedal lleva en su extremo un plástico que los peces confunden con otro pez. Al recoger el carrete, el falso pez se mueve como si tuviera vida. Todo es una cuestión de estructura en movimiento, por eso da igual que el señuelo, fuera del agua, parezca un simple trozo de plástico plateado o una gominola. Me lo explicó una noche el señor Di Gennaro. Sin despedirme, sigo mi camino hasta Calahonda.
Hoy no hay luna, o no ha salido, y es difícil ver por dónde piso, así es que camino pulsando la pequeña linterna azul que tiene mi mechero en la parte posterior. Cuando llego al Farillo y giro a la izquierda para recorrer la playa de Calahonda, la visibilidad no mejora mucho. Todo este tramo de playa es mucho más corto y está bordeado por el pueblo, pero como no hay paseo –excepto al final, junto a los Tajos–, la playa no absorbe nada de luz, lo que hace de esta orilla un refugio perfecto para que en verano los adolescentes puedan empezar a degustar los placeres de la intimidad.
Desde Granada, la entrada en coche a esta llanura se hace a través de un túnel situado en el punto más alto del acantilado Sacratif. Al recorrerlo y salir de nuevo a la luz, el pasajero se encuentra con el fogonazo azul del Mediterráneo, que perfila una enorme explanada de invernaderos. Cuando desciende el acantilado por la carretera, mientras pierde perspectiva y va situándose al nivel del mar, el viajero tiene la sensación de que el paisaje adquiere humanidad lentamente. La contemplación muta en algo habitable, y es entonces cuando aquello que ha abarcado de un vistazo en la cima empieza a pertenecerle, a formar parte de sí mismo. Es lo más cercano a aterrizar que se puede hacer en coche por este litoral. Para salir de Calahonda por el extremo opuesto, el viajero debe también hacer frente a una pronunciada cuesta que culmina en los Tajos. Desde aquí puedo ver las luces de los camiones y los coches que ascienden y desaparecen como aviones primitivos en una lanzadera, camino de Almería. En esa cuesta, a media altura, hay una discoteca. Perteneció en su momento a la ruta del bacalao, aunque nosotros, cuando alguna vez fuimos, no nos diéramos cuenta de ello. En verano se adaptaba a las circunstancias y ofrecía el amable e ingenuo aspecto de una discoteca más, con música española repetida hasta la saciedad y menores de edad que iban allí a ver qué pasaba, por supuesto, sin drogas.
Decido ir hasta la Roca, el nombre coloquial que reciben los Tajos, aunque es peligroso hacerlo de noche porque no hay acceso para peatones y uno está obligado a utilizar la carretera. Al coronar la Roca bajábamos el acantilado de la cara este y llegábamos a una plataforma caliza desde la que nos lanzábamos al mar cuando éramos adolescentes. Lo hacíamos con mucho miedo y mucha presión, pues íbamos acompañados siempre de una cohorte de amigas a las que siempre nos veíamos obligados a impresionar. Yo logré lanzarme, como la mayoría, y no era poca cosa. El padre de un amigo que no se oponía a las temeridades fue allí con una barca y la midió con una cuerda. Dieciséis metros, anunció desde la barca cuando agarró el metro que su hijo le lanzó desde la cumbre. Cuando te situabas en la plataforma tenías la misma sensación que cuando te asomabas a un quinto piso, aunque hay que reconocer que el verdadero mérito fue del primero que se animó a lanzarse por ella –no recuerdo quién fue, pero no fui yo–, pues nadie sabía cuánta profundidad había debajo. Por suerte, había bastante. Hoy no me atrevería, ni aunque María estuviera mirándome.
De noche, y sin luna, apenas es posible ver algo más que unas cuantas luces dispersas por el pueblo y el perfil desvaído de la playa. El mar es solo un sonido lejano, una vasta extensión de oscuridad. La escasa luz es perfecta para observar las estrellas, así es que me hago un cigarrillo y me acomodo con dificultad sobre una de las grandes piedras que nacen del arisco suelo. Mientras miro el cielo y veo cruzar un avión camuflado entre los astros, empiezo a pensar en María, y en unos segundos estoy escribiéndole un mensaje de texto con el móvil. «Mañana voy a Granada por la mañana, vuelvo por la noche. Si necesitas algo o quieres venir conmigo, dímelo». Lo leo una vez, y como empiezo a preguntarme si es adecuado y no quiero caer en manos de la corrección ni de la duda, lo envío y cojo el mechero para prender de nuevo el cigarrillo. Miro hacia el lado opuesto donde está Calahonda. Tras el faro en ruinas que corona los Tajos, a varios kilómetros yendo hacia el este, veo un pueblo. Creo que es Castell de Ferro. Está iluminado con luces blancas y como es imposible diferenciar la tierra negra del agua negra en el litoral oscuro, el pueblo parece una isla flotando en el cosmos. Apago el cigarrillo y miro el móvil. En la pantalla hay una foto de Hunter S. Thompson, ya anciano, haciendo un gesto entre juvenil y decrépito. En la cabeza luce una visera azul y su aspecto es el de una momia que quisiera apresar algo. Tengo la foto –y el móvil, pienso sorprendido– desde hace ocho años, cuando empecé a trabajar de periodista en Madrid. Me pregunto si es normal que un móvil dure tanto. Pesa bastante. De repente suena el tono de mensaje. Es ella. «Perfecto. Pensaba ir yo también. Pásate por el camping cuando quieras, desde las ocho estaré en recepción. Besos». ¿Pensaba ir ella también? Me parece una casualidad poco verosímil, teniendo en cuenta que no he vuelto a Granada desde que estoy aquí, y ella, que yo sepa, no se ha separado de Sergio y de su madre en estos meses. Que sea mentira me gusta más, por supuesto. Alzo la vista y veo cruzar un enorme trasatlántico a unas dos millas de distancia, algo que jamás he visto en estas costas. Estoy tan cerca que puedo aislar la luz de cada camarote, aunque lo suficientemente lejos para imaginar que no son camarotes, sino farolas, y que el barco no es un barco, sino un pueblo. Castell de Ferro que, tras un referéndum, ha decidido desprenderse de la tierra y convertirse oficialmente en el primer pueblo a la deriva. Un pueblo de mar. El único pueblo del mundo auténticamente marítimo. Veo desaparecer el municipio lentamente, en dirección a Cádiz.
Estoy sonriendo y apretando el móvil como si también así se enviaran mensajes.
Deja una respuesta