Con motivo de la serie de conferencias Cuarenta pinturas en busca de voz teníamos previsto recibir a Álvaro Galmés Cerezo a mediados de marzo. Obviamente, no pudo ser; así que nos servimos de correos electrónicos y mensajes de móvil para entrevistarle y paliar su ausencia. Arquitecto, pintor y profesor en la Escuela de Arquitectura, Ingeniería y Diseño de la Universidad Europea de Madrid, Álvaro Galmés Cerezo ha publicado Morar: arte y experiencia de la condición doméstica y La luz del sol, además de numerosos artículos sobre lo que él denomina «la fenomenología del habitar».
Lo propio es comenzar por preguntarle en qué está trabajando a día de hoy.
En este momento, además de la docencia, que me absorbe parcialmente, estoy desarrollando una investigación sobre el cuerpo. Estos trabajos se materializarán
–eso espero– en un libro sobre el deseo antropológico por ilimitar el propio cuerpo, así como en una serie de pinturas que versen sobre el movimiento rítmico y la ingravidez.
Asunto pertinente, ahora que nos acecha el ideario transhumanista. ¿Desde qué enfoque estás realizando esta investigación?
Puramente fenomenológico, es la única manera que sé hacerlo. Desde la experiencia personal del mundo –la subjetividad–, intento encontrar unas pautas universales que sean extrapolables al resto de las personas –la intersubjetividad–, y para ello me apoyo en la literatura; en este caso, extensamente, en la escultura; pero también en la música, en el cine, y, cómo no, en la arquitectura y la pintura. Busco patrones recurrentes en las artes que sacien el deseo de ese cuerpo ilimitado al que todos aspiramos.
Sabiendo de tu formación como arquitecto y de la tremenda popularidad de la noción de espacio en el panorama artístico actual, ¿qué te llevó a decantarte por la pintura?
Como artista que reflexiona sobre el hecho de «estar en el mundo», la arquitectura, la pintura, o la literatura, son solo métodos de materialización de esa reflexión. Antes de iniciar la acción que se objetivará en una pieza, sea esta un cuadro, una vivienda o un libro, me preocupo por «qué» se debe contar. En el caso de la arquitectura, los condicionantes prácticos y técnicos son muy altos y esto genera una excitación adicional al tener que conjugar tantas variables. Con la pintura me siento mucho más libre; más que buscar, lo que hago es actuar con unos determinados supuestos y las piezas me van planteando las preguntas que se resuelven muchas veces en nuevas piezas o reclaman otras técnicas como la literatura, de nuevo la arquitectura o la escultura. Y, por fin, la literatura, que es el esfuerzo por ordenar y sistematizar, pienso en la literatura como un edificio hecho de argumentos, pero que necesita de sus mismos elementos: una cimentación, un orden estructural, una unidad de sentido… y, además, debe desafiar a los mismos condicionantes que el edificio, que no son otros que la luz y la gravedad. El espacio está ahí, tanto en la literatura, que es espacio narrado, como en la pintura, que no es otra cosa que la proyección de un espacio, en mi caso particular, ya no euclidiano.
De hecho, la noción de arquitectura en la literatura, llevada a su máxima expresión, nos ha dado obras extraordinariamente consolidadas. La continuidad de un recorrido las vertebra, como en La Divina Comedia o en el Ulises de Joyce. A lo largo de tus investigaciones, ¿has dado con alguna obra literaria que te haya sorprendido por su cimentación arquitectónica?
Evidentemente La Divina Comedia, obra capital por esa estructura y tantas otras virtudes; El paraíso perdido de Milton; ciertamente, el esfuerzo sobrehumano de Joyce en el Ulises de cimentar en tierra firme el producto más sublime de la subjetividad me sigue maravillando; y, por decir una obra más cercana en el tiempo, Omeros, de Derek Walcott, nos demuestra que todavía se pueden hacer grandes relatos que apuntan a una estructura total.
Volviendo la arquitectura, ¿dirías que hay valores que definen el panorama arquitectónico contemporáneo?
La arquitectura en el siglo XXI se está quedando sin espacio propio –y aquí utilizo la palabra espacio tanto en el sentido metafórico como en el literal–, a fuerza de intentar introducirse en las otras artes. Ha ido perdiendo, con la posmodernidad, su propia identidad. Y, ahora, una vez acabada esa posmodernidad, y caduca ya la interpretación de la arquitectura como lenguaje, quizá no nos quede nada diferente a lo que es el videoarte, la instalación o el street art. Entiendo que solo, y esta es una interpretación muy personal, puede salvar a la arquitectura la aplicación de una técnica precisa al servicio de la sostenibilidad ecológica y social. Pero para explicar bien esto necesitaríamos varias entrevistas más [ríe].
Sobre esta pérdida de espacio, ¿recuerdas algún caso que te haya llamado la atención?
No es tanto la perdida del espacio, sino que ahora el espacio se comparte con otras artes, con otras maneras de entenderlo. Y eso es bueno y malo a la vez, enriquecemos con nuevas experiencias el espacio doméstico, el de las instituciones, etcétera; pero, de ese modo, quizá lo hagamos difícil de colonizar por el ciudadano de a pie. Recuperar el sentido último de habitar, de morar, como lo prefiero llamar, es la manera de recuperar el espacio ciudadano, que es el genuino de la arquitectura, y en el que la sociedad reclama la intervención del arquitecto. Poder enriquecer el espacio –en el sentido literal más amplio– y a la vez, hacerlo necesario para las sociedades democráticas, es, a mi juicio, el reto de la arquitectura actual.
¿Qué progresos que se hayan realizado destacarías en relación a ese reto?
Afortunadamente la batalla ya no se esta llevando solo en el primer mundo, y mucho menos, por estudios tradicionales. Hay muchos arquitectos que trabajan a pie de obra, con las sociedades en las que intervienen, y en territorios no sobreexplotados, que están haciendo una labor muy interesante. Como te digo, para entenderlo hay que acostumbrarse a no buscar paradigmas, ni hitos fáciles de señalar. Pero, como ciertamente es necesario poner ejemplos, me remitiré a la exposición que se hizo en el MoMA hace ya casi 10 años que se llamaba Small Scale, Big Change. En ella aparecían Teddy Cruz o Francis Kéré, pero también otros pertenecientes al primer mundo como Aravena o Lacaton & Vassal.
Hay una cuestión que tengo pendiente a raíz de tu libro. Al comenzar La luz del sol, en relación a la «primera hora», hablas de la inquietud que provoca la noche, como sostenía C. G. Jung. ¿De qué maneras se hace física la conciencia de esta inquietud en la arquitectura? ¿Cómo se comunican las pasiones humanas con su cobijo en este caso?
La arquitectura, a mi modo de ver, trabaja a través de la activación selectiva. Es, como dices, el mundo físico –como decía antes, dominado por la luz y la gravedad– el que provoca todas las emociones. La arquitectura solo modula las condiciones del medio, activando o mitigando los fenómenos físicos que interpelan al ser humano. En el caso concreto de la inquietud de la noche que me preguntas, y con el afán de concretar por una vez, y sin que sirva de precedente (ríe); te diré que la arquitectura podría hacer saliente esta variable, al provocar una conciencia en el habitante de la falta de la luz del sol. Pero son solo palabras… La materialización de esto solo puede explicarse con la vivencia concreta presente. En cualquier caso, no debo subestimar la capacidad de sugestión del lector para que tome conciencia de este hecho sin un fenómeno arquitectónico determinado al que remitirse.
Muy de acuerdo, por propia experiencia. Ya sabes, debemos mantener esta prudencia también en el mundo de las artes visuales. Y aunque los hechos pictóricos difícilmente pueden resumirse en palabras, nos gustaría preguntarte por la obra de José Guerrero. ¿Qué consideraciones compartirías con nosotros?
Me interesa especialmente la pintura de José Guerrero porque ha sabido poner en juego las energías corporales a través del color. Y esto es muy difícil, cuando otros compañeros suyos del action painting trabajaban con las energías corporales, lo hacían a través del gesto. Pero Guerrero va más allá, incluso más allá que Rothko, porque energizaba el medio a través de unas pocas formas y mucho color. Entendía muy bien las vibraciones de la luz y su proyección en la retina. Es fabuloso ver cómo se despliega el drama de la luz en sus cuadros, cómo los colores narran con un lenguaje que solo sabe usar la Naturaleza con propiedad; y, bueno, quizá Guerrero fue partícipe de ese secreto de la Naturaleza, mientras nosotros, afortunados, nos debemos conformar con escuchar.
Le doy las gracias a Álvaro Galmés por su disposición y su flexibilidad, y nos despedimos. Confiamos en que, en el futuro, pueda aplicar sus capacidades de análisis lírico de la luz frente a un lienzo de Guerrero, bajo el mismo techo que su público.
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