A partir de los años que se estudian en Pelegrinaje, la presencia de Guerrero en España se fue consolidando y adquiriendo cada vez más relevancia. Para explicar su influencia en la generación de pintores que empezó a emerger durante los años setenta no hay que descuidar la valoración que supo hacer la crítica de su figura, especialmente por esgrimirlo como otra referencia de la abstracción, una que no cabía reducir al pathos dominante en la escena nacional. De ello son testimonio los artículos que el crítico sevillano José María Moreno Galván dedicaría al granadino en la controvertida revista Triunfo. Moreno Galván definía la obra de José Guerrero como plenamente norteamericana, alejada de los lenguajes informalistas que artistas como Manolo Millares o Saura estaban desarrollando en la España de los años sesenta:
[…] era muy evidente en esa obra la dimisión, casi ostensible, de un virtual modelado de las materias –ese cultivo tan característico de la pintura española en los últimos veinte años–, o la renuncia de la posible entrega a una expresividad casi dramática de las grafías, […]. Guerrero […] nunca quiso traspasar las fronteras que él mismo se había trazado con un colorido brillante, pero acuoso y con una organización «joie de vivre» de sus manchas de color, sin implicaciones dramáticas [1].
Guerrero seguía, según el crítico, la estela de los mal denominados «expresionistas abstractos norteamericanos», pues no encontraba en ellos rastro de dramatismo o expresión dolorosa, sino una experimentación más cercana al impresionismo, mientras que en Europa, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial habrían marcado e impregnado de angustia y desconsuelo la creación artística de los años cincuenta, lo que Moreno Galván entendía como el auténtico sentido expresionista. Estas palabras no suponen en absoluto un acto de menosprecio hacia la obra de Guerrero, sino un análisis meditado del lenguaje que el granadino habría adquirido tras su largo periplo. En una de sus críticas a Guerrero, Moreno Galván llevaría a cabo una revisión de la evolución pictórica del autor a lo largo de sus sucesivos viajes: desde su tierra natal, Granada, hasta Madrid, luego Roma y París, para acabar estableciéndose en Nueva York.
Cuando Guerrero abandonó Granada para iniciar la aventura de su vida de pintor, se vino a Madrid. Era eso en los primeros «años cuarenta». En aquel tiempo, los que empezaban a tener un sentido medianamente reverencial por las actitudes de vanguardia –los que, simplemente, consideraban a Picasso el gran maestro de nuestro siglo–, eran considerados, ni más ni menos, unos pobres locos. Guerrero era un loco de ésos. […] en aquellos años madrileños Guerrero vino a dar con la horma de su zapato, una serie de locos de su mismo estilo que se llamaban Carlos Pascual de Lara, Toni Stubbing –un pintor inglés que alguna vez asoma la gaita por aquí–, su paisano Antonio Valdivieso, Antonio Lago Rivera y Pablo Palazuelo. Y estaba también en aquel grupo otro granadino callado y profundo: el escultor Bernardo Olmedo. […] [2].
Tal y como indica el crítico, Guerrero apostaría decididamente por un lenguaje vanguardista desde su juventud, vinculándose en Madrid con el círculo del marchante Karl Buchholz, la también conocida como «Joven Escuela Madrileña». Si bien Guerrero no habría abandonado todavía la figuración para adentrarse en la experiencia de la mancha y el color, ya se atisbaba en su pintura una tendencia hacia la abstracción, influenciada, qué duda cabe, por el cubismo y su particular manera de descomponer los volúmenes en planos geométricos bidimensionales
Aquellos cuadros que, sí, mantenían una figuración, pero que no eran nada fanáticos de sus peculiaridades académicas: ni de su volumetría ni de su bidimensionalismo: ¡Aquella vista de Roma desde sus colinas! ¡Aquella perspectiva de Madrid, con tejados y con gatos!… Yo le agradecí mucho a Guerrero que me hubiese devuelto aquella inquietud de su juventud, que era también la mía [3].
Con esas últimas exclamaciones, José María rememoraba aquellos años en los que siendo un joven soldado del regimiento de Transmisiones y no dedicándose todavía a la crítica de arte, visitaba con total tranquilidad y anonimato las exposiciones organizadas por el librero Buchholz, donde podía encontrar las obras no solo de Guerrero, sino también de sus compañeros: Lago, Lara, Valdivieso y Palazuelo. Reencontrarse con aquellas piezas, que eran los primeros pasos experimentales de un grupo de jóvenes entusiastas, retrotraen al crítico a tiempos pretéritos.
Poco a poco, viaje a viaje, la pintura de Guerrero se desharía de las referencias figurativas, dando paso al alumbramiento de una nueva obra: el equilibrio de las formas y los colores, la composición abstracta más pura. En noviembre de 1949, Guerrero se instalaba en Nueva York, verdadero hito en su carrera, pues en esta ciudad comenzaría a relacionarse con autores como Steinberg, Rothko, Motherwell o Kline
[…] quedé inmediatamente deslumbrado por la fiesta cromática que la exposición de Guerrero significa, pero, después, mirándolo todo más pausadamente, por la alegre libertad con que toda esa pintura está tratada. […]. Yo no he visto nunca pintar al Guerrero pintor, pero lo presiento. Presiento su ímpetu arrollador, presionado y urgido siempre por la palabra pictórica que –yo creo– va surgiendo siempre sin pausa de su pincel. Creo que, para Guerrero, pintar es una fiesta panteísta en la que cada color ya estampado va reclamando el color de su complementario y cada forma una forma nueva [4].
Moreno Galván expone el periplo de Guerrero como un viaje hacia el autoconocimiento y una lucha encarnizada por la libertad expresiva. El pintor granadino alcanzaría su lenguaje, su voz en los Estados Unidos, para años después (1966) regresar a Andalucía e interpretar el paisaje de su niñez desde una perspectiva absolutamente vanguardista, muy distinta a las primeras vistas de ciudades de su juventud: si el cubismo había ejercido gran influencia en sus primeras pinturas, ahora él le devolvía a la pintura, desde una extraordinaria madurez pictórica, la síntesis y pureza que reside en la naturaleza de todas las cosas. La costosa y victoriosa conquista de un lenguaje propio le hizo mantenerse fiel a las normativas abstractas resistiendo a las fuertes corrientes pop que transitarían el país durante los años sesenta. La identidad de José García Guerrero, del hombre, quedaría indisolublemente unida a la de su pintura.
Guerrero es pintor «por la gracia de Dios». Tiene, yo creo, un instinto casi «animal» de la pintura, que lo hace identificarse con ella sólidamente: tanto, que, con frecuencia, él es el azul que pinta o el rojo que está estampado nerviosamente sobre el lienzo [5].
Según el crítico, esa identificación profunda que se produce entre obra y pintor infiere plena libertad tanto al acto creativo como a sus resultados: el autor utiliza la pintura como extensión comunicativa de sí mismo, una confesión autobiográfica, relato que difícilmente esté sujeto a normativas externas. Esto convierte su pintura en un ente autónomo, una creación única y absolutamente original que no entiende de escuelas ni tendencias. Pocos pintores de la historia del arte se han comprometido con la pintura como Guerrero, quien quiso y supo entregar toda su persona, todo lo que un hombre puede ser, al acto sacro pictórico. He aquí la valía de su producción: hombre y pintura son indisolubles.
[1] MORENO GALVÁN, José María: «José Guerrero en la galería Juana Mordó», Triunfo, n. 485, 1972, pp. 48.
[2] MORENO GALVÁN, José María: «José Guerrero, vuelve a Granada», Triunfo, n. 702, 1976, pp. 44-45.
[3] Idem.
[4] Idem.
[5] Idem.
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