Un hombre horizontal
habita el falso techo de mi casa.
Cuando recorro el pasillo
repta sobre mí
como un soldado a tierra
y repite con acento extranjero
cada palabra que digo.
Atrincherado en la altura,
desgasta el yeso oscuro
con su runrún de termita.
Se acomoda, gana terreno,
consigue que sea yo
quien se esconde.
«El hombre del falso techo», Erika Martínez
Esta exposición fascinaría a David Lynch. Por las obras, por el título. O le habría fascinado si no hubiera sido David Lynch. Quiero decir,
si David Lynch no hubiera hecho lo que ha hecho David Lynch,
se llevaría las manos a la cabeza, fascinado (si hubiera tendido a la exageración, digamos), hubiera dado un grito (si hubiera tendido al Tourette, pongamos),
o habría caminado como un autómata, en caso de haberse parecido ese Lynch a Henry Spencer, ese personaje de Lynch de Cabeza borradora que es una especie de Bartleby siniestro y aterrado por «un mundo demasiado contemporáneo» (Don Delillo, Cosmopolis).
Para David Lynch todo el mundo es un intruso.
Sobre todo para uno mismo.
Guerrero es un intruso en su propio museo y digo esto sin ninguna duda de que el museo,
su museo, su existencia, sea lo más apropiado, o lo más propio, en esta ciudad,
pero es precisamente por eso, por pura inherencia,
que se es intruso, afirmo: La vida que nos pertenece,
la nuestra,
es lo que mejor nos revela la idea de lo ajeno.
Quien entre en la primera planta de la exposición que el pasado jueves se inauguró en el Centro Guerrero
(Intrusos, de Andrés Monteagudo, el artista que este año propone el diálogo anual con la obra de Guerrero en el ciclo La Colección del Centro vista por los artistas),
si es lyncheano, quizá recuerde el capítulo 8 de la última temporada de Twin Peaks.
O algún capítulo de las primeras en la que aparece Log Lady.
O quizá no recuerden nada de David Lynch.
Sabemos que poco importa la intención del autor para una exégesis
que la recepción tiene la misma importancia que la emisión,
su convergencia.
Digresión: El otro día, con un pintor, comentábamos,
comparando la obra de Andrés Monteagudo con la de Jesús Zurita,
que mientras la de este había bebido de la obra de Guerrero,
la de aquel no lo había hecho de forma explícita,
pero que eso no era ni mucho menos un escollo para que los dos hayan hecho de la propuesta de dialogar con el museo y la obra de Guerrero algo igual de enriquecedor.
Acompañar o contrastar, estar en cualquier medida, lejos o cerca del pintor,
es ser un intruso y entrar en un lugar. Es, gracias a esa intrusión que se dimensiona
el trabajo del pintor. Y da igual el grado de intrusismo o convergencia.
(Digresión de digresión: Immanuel Kant se preguntó en La crítica del juicio (1720) qué era el arte. Tras analizar las oposiciones razón pura/razón práctica, llega a distinguir las oposiciones inherentes a la anterior en: sensible /suprasensible, entendimiento/razón, y de ahí a sujeto/objeto/, naturaleza/pensamiento. Kant llega a la conclusión de que para llegar a una conclusión lo importante es separar lo intrínseco de lo extrínseco. Ahí aparece la parerga (plural de parergon: obra secundaria, accesoria, adorno) el término que en su análisis utiliza para designar aquello que está junto a lo genuinamente artístico pero pertenece a lo extrínseco del arte. Los marcos de los cuadros o los ornamentos y las estatuas que rodean la propia arquitectura de un museo, y la propia arquitectura, sería el parergon: aquello que bordea el arte pero no es arte, lo que bordea su límite, la marca que lo delimita indica qué es exactamente lo intrínseco del arte. Jaques Derrida dice sin embargo que el marco, el parergon, está en contacto tanto con el exterior como el interior del cuadro, y es extrínseco e intrínseco al arte, es lo que sostiene al arte y lo que lo deshace como potencial verdad o esencia: el marco hace el trabajo y lo destruye. Es precisamente lo que le pone en contacto con el exterior tanto con el interior, lo que lo mundaniza y desencializa en su pretensión esencializadora. Ahora el parergon es el foco, el punto desde donde mirar, que es infinito. El marco de los cuadros de Guerrero son los propios marcos, las paredes, el edificio del Centro Guerrero, pero también fue su parergon Jesús Zurita hace dos años y lo es ahora Andrés Monteagudo, y gracias a esos marcos vemos partes distintas, descubiertas, del caleidoscopio que es Guerrero, pero también, gracias al parergon que es Guerrero en estos encuentros, el caleidoscopio que son, en potencia, la obra de Zurita y la de Monteagudo).
Sinceramente creo que Monteagudo ha creído que con las obras expuestas en la primera, segunda y tercera planta,
no estaba dialogando con nadie,
y es por eso que (a lo mejor) ha puesto el título de Intruso a este diálogo, como asumiendo una escasa sinergia entre su obra y la de Guerrero.
Repito que no tengo idea de cuáles han sido sus motivaciones,
pero es probable que esa «preocupación», que no debía tener, y que quizá no tuvo nunca,
le ha llevado a crear la obra de la cuarta planta. Podríamos añadir,
asumiendo como cierta esa suposición,
que no hacía falta, que las obras dialogan siempre.
En la cuarta planta hay un diálogo con Guerrero que es
el diálogo más frontal y más explícito de cuantos se han hecho a lo largo de estos años
en que la sección ha estado viva, y puede que el contraste de ese hecho
con el alejamiento formal y conceptual del resto de obras con respecto a las de Guerrero,
me hayan hecho pensar así. Y hasta se podría pensar que es
un diálogo demasiado explícito, si no fuera porque la obra es un verdadero acierto.
Y lo es por muchas razones, aunque hablaré de dos de ellas en las que cifraré
dos intenciones que llamaré, sin saber si lo son, respectivamente,
consciente e inconsciente.
Por un lado, se trata de un homenaje donde subyace la idea de identidad entreverada
entre los dos artistas (propuesta consciente)
y por otro,
de una tesis plástica sobre la idea de identidad a través del binomio
espectador/artista en la práctica museística (propuesta inconsciente o secundaria).
En la primera interpretación Monteagudo
posa
en una serie de fotografías,
copiando el gesto y la forma de Autorretrato,
el cuadro bisagra que desde 1950, año en que Guerrero empieza a vivir en Nueva York,
escinde en dos médulas su trayectoria artística.
En las fotografías, las obras futuras de Guerrero
(las que pintaría a partir de Autorretrato en Estados Unidos como parte de la nómina de pintores expresionistas abstractos)
aparecen pintadas sobre la cara de Monteagudo, que emula o duplica aquel autorretrato,
el último figurativo de su trayectoria y que inaugura la etapa abstracta
(cuyos cuadros precisamente se impresionan en el rostro de Monteagudo).
En la segunda interpretación el juego identitario se amplía
y no hará referencia solo a la obra de Guerrero, sino a la idea de museo,
y más concretamente, a la idea que subyace bajo la propuesta del museo para la sección
La colección del Centro vista por los artistas.
Si momentáneamente quitamos de la sala el cuadro que ha dado lugar
a la creación de la obra (Autorretrato)
y nos quedamos únicamente con las fotografías de Monteagudo que lo multiplican,
el juego de identidades se focalizaría entre la fotografía y el espectador.
Si se acercan a la sala cuarta del Centro Guerrero verán, a tamaño real,
frente a ustedes,
a un hombre mirando un cuadro en un museo.
El cuadro,
que está observando Monteagudo y que se refleja en su cara,
que se dibuja en su interior y se plasma en su exterior, está justo al otro lado,
justo donde está usted.
El espectador se convierte así en cuadro (en un cuadro de Guerrero),
de una manera muy parecida a la que hizo que Julio Cortázar se convirtiera en aoxtl, aquel pez que iba a observar todos los días antes de acabar fagocitado por él.
La idea de parergon cobra protagonismo no como aquello que señala lo intrínseco del arte,
sino como única bisagra donde puede hallarse el diálogo que lo posibilita.
El cuadro, la pared, el museo, Guerrero, usted, Monteagudo, se convierten, por igual, en el fértil parergon de un espejo que, expulsado el esencialismo, la unilateralidad y el autor como único centro emisor del lenguaje, sí puede definir al arte.
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