Fotograma de Buck Sad (Soft Movies)
Los mundos virtuales de Javier Longobardo nos transportan a una esfera cuasi platónica de líneas, planos, luces y sombras, objetos que no por tridimensionales dejan de formar parte de lo intangible, unos mundos de ensueño hi-tech que resultan especialmente hipnóticos porque lo orgánico no parece tener cabida en ellos.
Me refiero en concreto a la serie de cortos Soft Movies (2005-2006), en la que se puede apreciar la elegancia del Moebius más demiúrgico y la rotundidad arquitectónica del Syd Mead más geométricamente lisérgico (probablemente sean estas las dos influencias más evidentes en el trabajo infográfico de Longobardo). Estos paseos virtuales, que suelen durar entre 1 y 6 minutos, evidencian un dominio de la técnica subyugado a unos fines estéticos bien definidos; en estos híbridos de road movie y paisajismo inmersivo lo narrativo cede claramente el terreno a la pura contemplación, el espacio se desdobla, el tiempo se dilata, y se puede adivinar sin esfuerzo el ojo del pintor, la mano del diseñador de volúmenes (escultor) y la visión del cineasta.
Longobardo se ha ido centrando posteriormente en la creación de videoclips, con los que ha conseguido una considerable proyección internacional y en los que se puede constatar una creciente sofisticación en el manejo de los recursos infográficos. No obstante, es en los cortos de Soft Movies donde la imaginación del espectador puede volar libremente al no verse guiada por ningún tipo de pista.
En Buck Sad, por ejemplo, no puedo dejar de ver una bomba de neutrones en la sombra proyectada por el deslizador. En Promenade, la aeronave, que no deja de ser nuestra propia retina de la que hemos logrado escapar como si de una experiencia extracorpórea (extraocular) se tratara, nos evoca un furtivo F-117 reconvertido en dron euclidiano. El juego de sombras proyectadas sobre las superficies del dron tiene la belleza que solo se logra con la más estricta geometría en movimiento. En Deco (aunque también se puede observar en otros trabajos y podría decirse que es marca de la casa) llama la atención un glitcheo que calificaría de etéreo o sin mácula, pues no es al que estamos acostumbrados (el producto de un fallo en la transmisión de la señal digital), sino uno producido (elucubro) en el propio motor de la animación, en la propia herramienta creadora de mundos, lo que, más allá de pormenores técnicos, nos depara un goce visual con un matiz distinto: no produce la sensación de desasosiego estético habitual del glitch, sino más bien una de tranquilidad, de que de algún modo todo sigue bajo control aunque no tengamos ni idea de lo que pueda estar pasando detrás de esas espasmódicas superficies arquitectónicas; en Soft Movies hasta el glitch es elegante.
Fotograma de Promenade (Soft Movies)
Es una obviedad decir que en los videoclips por encargo se pierde algo de ese oasis espaciotemporal en el que los amantes de la contemplación pueden deleitarse una y otra vez. Incluso se podría opinar que lo puramente artístico (aunque lo «puramente artístico» no sea más que una entelequia utópico-vanguardista que no hace sino sacarnos del marco de referencia del arte) cede terreno ante lo comercial. Es de Perogrullo decir que a medida que nos adentramos en el terreno pantanoso de lo promocional, el espacio para la interpretación queda en parte cercenado, reducido, atenazado, y el juego de líneas y planos que nos transportaba a otros mundos (que no son otros que los de nuestra propia imaginación) ahora se ve sustituido o solapado por la necesidad de transmitir la canción, o el espíritu del tema, o la idiosincrasia de la banda, por la necesidad de articular el discurso de la mercadotecnia. Lo que no es óbice para decir que videoclips como Romance de Juan de Osuna (para un tema de Los Planetas) saben conjugar con maestría ambos mundos (el personal y el comercial) para lograr un trabajo perfectamente equilibrado entre lo visual, lo musical y lo narrativo. Nunca habría llegado a imaginarme una benemérita sacada casi literalmente de un fotograma de TRON.
Y no olvidemos que el gesto más radical de Longobardo no reside en la obra en sí, sino en el hecho de que trabaja con las herramientas de una industria (la del videojuego) que genera miles de millones de euros al año y mantiene ocupados a cientos de expertos en cada proyecto, en el hecho de que invierta los términos y realice una labor digna de un orfebre en la que la grandilocuencia casi inherente a la 3-D comercial palidece ante la visión personal para colocar ante nuestras retinas un portal abierto a esas dimensiones paralelas que dormitan en los resquicios de nuestras sinapsis.
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