Pesa mucho el riesgo del casticismo en esa desatención, el peligro «neoberciano». Aunque hay quien tiene arrestos suficientes como para escuchar proustianamente no ya la poesía, sino hasta la prosa más lumpen. Así, Óscar Esquivias, que, más allá de la ironía, consigue fijar en una palabra, como si fuera una foto, la huella de sus seres queridos. Lo hace, de pasada, en “El misterio de la Encarnación” (dentro de Andarás perdido por el mundo).
“Éramos críos de suburbio, cada uno con un acento distinto, el mismo que nuestros padres habían traído de su tierra de origen. ‘No te comas las palabras, Julio’, me decían las monjas, a la vez dulces y severas, pacientes e irritables, fuego pedagógico y hielo maternal, como si acabaran de salir de un soneto de Petrarca. ‘No hables mal, Julio, ¡con lo listo que tú eres!’. Pero, ¿cómo podía hablar mal –pensaba yo-, si lo hacía como mis padres, con sus mismas palabras? ¿Qué otras mejores, más hermosas, podía emplear para que me entendieran? Oigo ahora la voz de mi madre entre sartenes y comidas apresuradas […], el silbido casi fabril de la olla, mi padre entrando en casa con el buzo puesto, el plato de almóndigas sobre la mesa –ay, almóndiga, ¿quién te esperaba? Pero aquí vienes, rodando como una pelotita averiada. Tú también estabas guardada en este cajón de juguetes rotos de la memoria, como el resto de palabras que durante toda mi vida adulta he intentado matar a pisotones, igual que a cucarachas; ya sé que tú, desclasada, esferoide y platónica almóndiga, escalaste los peldaños de la Academia igual que yo subí los del Conservatorio, y que te dejaron pasar a sus salones y a sus diccionarios áureos del mismo modo que yo tuve becas y viajé al extranjero y aprendí idiomas exóticos, salpimentados con generosidad de diéresis, con sonidos que conseguí pronunciar primorosamente, yo que en casa decía iruto y arrascar. Me consta, pequeña almóndiga, que eres una hija bastarda del idioma y aunque nada indique en el diccionario que seas inferior a ‘madrigal’, a ‘escarcha’ o a ‘mayorazgo’, en tu fuero interno sabes (lo sabes, sí) que eres una intrusa, una palabra acomplejada, sin poesía, que huele a ajo y a sudor y denota vulgaridad (ah, qué piadoso el lexicógrafo que te ahorró la abreviatura ‘vulg.’ con la que marcan, como a reses, a otras palabras menos afortunadas)”
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